Terminó de calafatear la canoa. El sol caía perpendicular tostando la playa. Vibraba el aire. Gotas de sudor corrían por los mechones de sus cabellos negros -largos hasta los hombros- y por su barba hirsuta. Se dió un chapuzón en el río y se fue para su rancho a la sombra del aguaribay. Quedó un rato bajo el cobertizo. Su cuerpo de casi dos metros y cien kilos, desnudo hasta la cintura, dejaba ver el vello que cubría sus brazos, el pecho y la espalda.
Jacinto bajó un poco la cabeza para pasar por la puerta y encontró a su mujer haciendo cortinas nuevas. La miró de reojo, empezó a liar un cigarrillo, después dijo:
-Ud. mucho trapo, mucho güelo. En lugar de esas tonterías debería darme un hijo, ya van pa' cinco años que nos casoriamos y nada-.
-¿Sabés Jacinto? quería decirte algo pero no encontré el momento. Me parece que tendremos que dir pa'l pueblo a comprar batitas-.
-Ta güeno- dijo y arrimó la silla a la mesa para tomar la sopa que Nela servía.
A la noche ensilló y rumbeó para el pueblo, recorrió los boliches y en todos brindó por su hijo. Supo que sería varón, por algo era el curandero del pueblo.
Los lugareños lo respetaban por su hombría. Cuando miraba a una persona la taladraba con sus ojos negros.
Después subió al caballo y a paso lento regresó a su casa.
Desde lejos el perro lo olfateó y esperó en la tranquera, saludó a su dueño con la cola, dando vueltas a su alrededor. –Güeno Centinela- dijo, y se fueron a dormir.
Jacinto restregaba una mano contra la otra, se masajeaba la barba y de a ratos escupía.
De pronto escuchó el llanto de un niño, en dos pasos estuvo frente al dormitorio y entró. -Epa- dijo la comadrona -no tanto apuro que tengo que bañarlo.
Carlitos creció fuerte y sano. Jacinto hizo una cerca alrededor de la casa para que no se vaya al río o al bosque de espinillos.
El niño tenía dos años y su padre no fue más a los boliches. Jugaban por las tardes con Centinela rodando por el pasto. A veces, Nela ponía orden a tanta algarabía y los mandaba a bañarse para la cena.
Jacinto le dijo un día -Ud. en lugar de mandonear tanto debería darme otro hijo-, pero el tiempo pasó y no hubo invitación para comprar batitas.
Una tarde llegó hasta su casa un hombre de ciudad, joven, de cabeza blanca y sonrisa fácil. Jacinto primero lo miró torcido. Después la simpatía fue mutua, más, cuando le curó un dolor en el hombro que los médicos no habían podido. Carlitos se acercó y saludó, su padre lo abrazó y le confió al visitante que no sabría qué hacer si le pasaba algo a su hijo, más aún, le había dicho a su mujer -Si Tata Dios me llama se lo vi’a dejar un tiempo, después lo vendré a buscar- El visitante sonrió, agradeció y se fue.
Jacinto colocaba ahora dos espineles gruesos en lugar de uno, con brazoladas cada metro y en la punta bolsas de piedras pesadas para fondearlo y que la corriente del río no las arrastre. Al otro día muy temprano recogía el pescado. Carlitos lo esperaba levantado, desayunaban juntos y en una estanciera llevaban la mercadería al pueblo. Cuando volvían lavaban juntos la camioneta.
Cada tanto aparecía el cabeza blanca. Don Jacinto lo curaba, tomaban unos mates y seguía su camino.
Cuando Carlitos cumplió cinco años, Jacinto se levantó más temprano y salió en puntas de pié para no despertar a su hijo. Iría al pueblo a comprarle el regalo. Se acercó al bote aspirando el aire fresco.
Subió y empezó a sacar el pescado, cuando quedaron dos brazoladas, el río se puso picado, entonces tiró el ancla que se enredó en la bolsa de piedra. Se arrojó al río, en el agua oscura siguió la cuerda con la mano, pero cada vez se enmarañaba más, una y otra vez, intentó zafarse y salir, el pantalón se engancho con algo, sintió que sus pulmones estallaban, aún hizo fuerza con su cabeza para llegar a la superficie, no pudo, después no sintió nada más y el cuerpo floto suavemente.
El tiempo pasó. Nela se convirtió en la modista del pueblo. Carlitos extrañó mucho a su papá y siempre rogó al ángel que lo cuidara.
Una noche se acostaron más tarde, llovía fuerte y había viento. Nela puso el balde bajo la gotera de la cocina.
Con la luz de un refucilo, Centinela se paro, movió la cola, bailoteó un poco y quedó quieto. -Este perro está loco- dijo Nela y apago la luz. Después soñó con su Jacinto, él agachó la cabeza para entrar al dormitorio -No se asuste- dijo y le dió un beso. Tomó en sus brazos a Carlitos y se lo llevó. Antes de irse dijo a Nela -Va a estar bien-
A la mañana el tiempo mejoró, el sol despuntaba entre algunos nubarrones remolones.
Nela recordó su sueño y fue a despertar al nene para contárselo. Carlitos…Carlitos…Carlitos