VIÑETAS

 

 El otoño en Paraná 


Amaro Villanueva ha hablado varias veces del otoño de nuestra ciudad insistiendo en que tiene una expresión que le daría carácter entre el de las otras ciudades del litoral. 

Si se atiende a razones físicas es claro que en cada lugar de una misma comarca la meditativa estación asume una fisonomía especial. Las diferencias de clima o la latitud, aunque no sean muy sensibles, el rostro más visible del paisaje, serían ya causas de cierta diferencia o de una diferencia bien notable. 

¿Cómo, por otro lado, no va ello a ocurrir si en cada aspecto del paisaje, más aun, en cada elemento del paisaje, y esto en una forma cambiante, es dable observar ahora más que en otros meses semblantes distintos? Lo que hace justamente el interés estético del otoño es ese equilibrio tenso entre la fuga y el resplandor como agónico de las cosas y un a modo de pensamiento que quisiera como atraerlas hacía sí. 

Pero Villanueva no alude a tales distinciones. Él considera la ciudad y el paisaje que la rodea corno un todo que exhala en marzo o en abril o en mayo un alma que no es la de las otras ciudades de la misma ribera del Paraná: La Paz o Diamante, por ejemplo, ni es por cierto la de Victoria, Tala o Villaguay, ni tampoco la de Gualeguay, Gualeguaychú. Uruguay, Colón o Concordia por lo que respecta a las de Entre Ríos. Sabido es que la provincia, por otra parte, goza de un suave prestigio entre los viajeros experimentados por el encanto peculiar de su otoño que exalta tan armoniosamente la gracia de la tierra y la sensibilidad de la atmósfera. 

Un alma, desde luego, en relación íntima con las líneas de aquel rostro, con su color, con su matiz. Un alma, entontes, perfectamente concebible. La Paz y Diamante, en la misma orilla del gran río y relativamente cercanas de Paraná, deben de tener en este sentido, sus otoños, un aura que les pertenecerá, más radiante y más atravesada de fluidos agrestes en la primavera; más delicada y matizada en la segunda. Gualeguay lo tiene hondo y flotante como corresponde a un alto hacia el delta después de la danza de colinas y cuchillas. Los tendrán muy suyos Victoria y Gualeguaychú y Tala y Villaguay y Uruguay y Colón y Concordia. 

Pero Amaro se refiere en verdad no a las ciudades de Entre Ríos, sino a las otras de más importancia del litoral. Y es claro que entonces Paraná aparece con características otoñales más evidentes o con favores más notables. Él ya lo ha detallado con amorosa delicia. "Ciudad de otoño" ha llamado a Paraná. Es decir, ciudad que se expresa en el otoño, que revela su más íntima esencia o exalta su belleza en el otoño. ¿Pero no sucede lo mismo con todo paisaje sea éste ciudadano o agreste o ciudadano y agreste a la vez? ¿O hay ciudades o hay paisajes que se descubren o se encuentran a sí mismos sólo en el otoño? 

Lo cierto es que Paraná tiene el suyo, y éste no puede ser sino el resplandor o vaho más fino o más espiritual, si se quiere, de las líneas de su paisaje, de su ritmo, de su color, de su matiz. Pero de todos estos elementos no resulta algo que podríamos llamar el semblante más o menos permanente de los paisajes. Sería, pues, más bien este aire el que adquiriría en la estación esa calidad psíquica que tanto nos toca. 

  

"Tendida en gracias onduladas hacia el gran río" dijimos una vez de Paraná. No cabría lo mismo de La Paz o Diamante que tanto se le parecen, sin embargo, en otros aspectos. Hay aquí mayor amplitud, un reposo y una gracia más sueltos. Hay otro color, otro matiz, aunque no muy fácilmente diferenciables, quizás más sobrios o jugando de manera distinta. Es probable que haya menos verde. La Paz y Diamante son deliciosos balcones hacia el río, más bien hacia las islas. Paraná no tiene mucho apuro por mirar su río y sus islas ya que desde lejos puede hacerlo contemplando a la vez su propia armonía de pliegues. Esta calma de curvas, y este río presente desde la distancia y casi a todos lados; este río que se abre frente a su puerto, este color austero o sordo o patinado por momentos o esta parquedad relativa de verdes; este pintoresco noble o no muy amable o tierno; todas estas cosas y circunstancias y algunas otras que se nos escapan, menos sensibles, intervendrían, por tanto, en la constitución de ese semblante o aire actual de nuestra ciudad y sus alrededores. ¿Cuál sería su expresión o cuál la impresión que nos produce con más probabilidad de fidelidad sobre el supuesto de cierta fijeza? Una impresión de cosa noble y graciosa o noblemente graciosa o dignamente graciosa 

¿Pero es que en la impresión de una ciudad y su paisaje entran sólo dichas cosas? Esto no sería sino una impresión estética, acaso mezquinamente estética o en todo caso no tan comprensiva como lo exige una sensibilidad amplia y honda o simplemente una verdadera sensibilidad. 

Ah, entran muchas otras cosas contradictorias y dolorosas pero que atañen a un horror y a una injusticia generales; entran, si conocemos la historia de la ciudad y su expresión cultural, vagas figuras de empresas y de luchas, de pensamiento militante; entran la forma y el color de su pensamiento y las imágenes de su poesía más significativa; entran su pasado, su presente y su futuro o uno de estos tiempos según la relación que mantengan entre ellos. 

Aquella impresión entonces se complica con lo que hace la tradición cívica y cultural de Paraná, con lo que hace su sensibilidad poética. ¿Y qué tendría que ver esto con su otoño que es lo que buscamos? Que en esta estación lo que constituye el alma de un lugar en todas sus implicaciones parece tornarse más sensible o parece encenderse como el hálito de una vida misteriosa que participara también de la delicada fiebre general. 

¿Y qué tendríamos con ello? Un otoño todavía más original. Una gracia noble y digna y levemente austera aun en sus fantasías, una gracia casi de ondulaciones clásicas que da todo su valor bajo cielos que semejan su propio resplandor o el fluido y mágico espejo superior de su armonía; una gracia así sublimada, con un halo espectral de vida y pensamiento humanos que tienen de una gentil altivez y de una poesía clara aunque finamente melancólica. 

Son las imágenes de esta poesía —la más significativa, hemos dicho— las que vemos encenderse corno otras flores o nubes del gran silencio de las tardes. ¿Cómo no va a ser así, por otro lado, si en la poesía —la auténtica— toma conciencia y se ilumina el misterio de un paisaje, el misterio de un lugar, el misterio de una ciudad? 

Hasta ahora, nos parece, Paraná no se había visto en sus poetas en lo que tiene de más bello, de más permanente y fugitivo a la vez y que pareciera transparentemente triste; en su gracia exterior, en sus claro-oscuros dramáticos…Sobre todo no se había visto en sus otoños. 

Los reflejos de esta conciencia dan a su otoño más luz espiritual y gracias a ellos aparece en cierto modo aclarado en aspectos efímeros o eternos que hasta el presente flotaban en el caos. Se sabe que la poesía confiere forma y nombre a lo indecible. 

Y sentimos también animarse aquella manera de vida y pensamiento altivo para prestar a la estación otra forma de tensión que la que ya anotarnos. Por contraste con la calma noble y graciosa, con la calma de una infinita dignidad en que el silencio de las colinas y del río y de las islas y de la misma ciudad parece fijarse en una meditación eterna, húmeda de luz o anegada de penumbras, ellos parecen temblar en el aire con un ardor como vigilante. 

Vigilan, en efecto, el espíritu activo de la dudad. Y a fe que en el otoño que está por terminar —que ya ha terminado podría decirse— este espíritu no los ha defraudado llenando las calles de Marsellesas. Y se dijera que a este ardor de liberación debemos el que el otoño esta vez se haya prolongado más de lo habitual con un ardor lleno de banderas concedidas por la esperanza popular. Esta esperanza tiene tanta fuerza que bien podría ser ella la que nos ha dado esos crepúsculos de fuego que quemaban hasta la noche y prestaban a la ciudad una apariencia de oscura dignidad erizada. ¿Por qué el deseo de libertad, cuando es muy intenso, no ha de pasar al aire y a las nubes, ya que la libertad es el aire y la fantasía creadora, y cuando falta, el aire y las nubes pueden volverse, ay, inocentemente extraños? 

  

  

(Extraído del libro: ORTIZ, Juan L. – "Obra completa"; Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2005.) 

  

                GUALEGUAY Y SU PAISAJE 

  

  

Alguien objetará: "Pero si Gualeguay no tiene paisaje"... Ha visto el resto de la provincia, tan discretamente variado, tan delicadamente armonioso, y allí encontró una casi total desnudez, una casi total ausencia de elementos pintorescos, de ese pintoresco tan medido y amable que da originalidad al paisaje de Entre Ríos. El mismo viajero agregará: "Todo es de una lisura, de una monotonía infinita...". 

  

Sin embargo, el paisaje existe, sólo que es de una índole muy especial. Permítasenos transcribir unas líneas de Rilke a propósito de Worpswede, que me parecen algo aplicables a ese lugar: "Vivirnos bajo el signo de la llanura y del cielo. Éstas son dos palabras pero comprenden en realidad una experiencia (Erlebnis) única: la llanura. La llanura es el sentimiento que nos engrandece". Angelloz, que cita estas líneas, nos remite a la poderosa descripción de la "Beauce" por Péguy. Y sigue: "Él ama la llanura infinita y sin pliegues cuya grandeza y sinceridad deben servirnos de modelos; ella presenta al sol todas sus realidades, un árbol, una casa, un molino, un hombre de hombros negros, un animal, y las mil voces de todas las cosas se mezclan a las conversaciones de los hombres; tal es la llanura de Worpswede con sus caminos y sus vías de agua que terminan en el cielo. Éste tiene una vida personal, una extraordinaria movilidad que lo hace el sitio de incesantes transformaciones y, como nada se hurta a la mirada del hombre, le comunica su inagotable grandeza. Él se mezcla a la vida de la tierra donde cada charco de agua, donde cada hoja, lo refleja de diversas maneras; "todas las cosas parecen ocuparse de él; está en todas partes...". "Los reflejos del cielo se hunden en los secretos de la tierra..." 

Al hablar del paisaje de Gualeguay queremos aludir al que rodea a la ciudad, pues hacia d norte y el este, apenas una y dos leguas, respectivamente, de la población, dicho paisaje empieza a ondular, mientras hacia el sur y el oeste sigue extendiéndose lo que podríamos llamar llanura déltica, la que comenzaría así en el pueblo. El viajero supuesto lo ha entendido también de este modo. 

Ese lugar tiene, pues, su carácter y aparte de ello un encanto que no es precisamente de los más comunes: "el hondo Gualeguay", dijo Raúl González Tuñón. 

La ciudad blanquea con una apacible gracia regular a través de su delicioso cortinado de chacras. Hacia el este mira al campo y hacia el sur al río con largas miradas perdidas, mientras el cielo, como en la llanura de Worpswede, lo penetra todo y es devuelto en una suerte de vapor extático. Hay una suave tensión entre algo que parece irse y algo que se ensimisma. Es ésta, por lo demás, la sensación más sutil que nos produce la llanura en general. Pero allí se matiza con esa ternura, con esa sensibilidad de las regiones insulares. Los verdes infinitos entablan las relaciones más delicadas con el cielo siempre cambiante hasta morir en éste con la más dulce muerte a que es dable asistir. 

Ah, y no hablemos de las costas; no hablemos de ese río intimo; no hablemos de la "Vuelta del ceibo"; no hablemos del "Rincón de Ortigosa"; no hablemos del "Mingueri"; no hablemos del "Paso de Alonso"; no hablemos del "Rincón de San Ambrosio"… no hablemos de tanto lugar recogido en que desaparece aquella tensión y el paisaje se ensimisma de verdad, se mira literalmente en el cielo fluido, con el más frágil de los silencios. 

Esta como recuperación de una especie de equilibrio encuentra su "pendant" en el desarrollo "vertical" de la personalidad de los hijos más dotados de Gualeguay. Es cierto que en general los lugares poco "atractivos" dan humanidades ricas o egregias. 

  

Concretándonos al plano de la lírica, digamos que allí nació y escribió sus mejores poemas Carlos Mastronardi, allí donde "la vida se contempla en jazmines" y es una "rosa infinita" con "distancias cariñosas" que son "favores del silencio"; que allí nació y se formó Amaro Villanueva, el "criollo universal"; que allí, de esa "infinita mujer de tala y sauce", nació Juan José Manauta, el increíble, de tan joven, padre de una sugestiva y nobilísima "mujer de silencio", que precisamente hará ruido en las letras nacionales. No corresponde olvidar tampoco a Roberto Beracochea, "sentidor" y apasionado muy fiel a ese paisaje. 

  

  

  

(Extraído del libro: ORTIZ, Juan L. – " Obra completa"; Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2005.)