por MARCELO LEITES
A esta altura del siglo XX, la figura de ese sabio iluminado que fue Juan Laurentino Ortiz, ya ha dejado de ser un poeta para poetas y se ha convertido en una leyenda dentro de las letras argentinas. Más allá del prestigio y del bronce, el problema con las “leyendas” es que ocultan la obra. Del poema, de eso se trata. De la relación que este gran poeta tuvo con el lenguaje.
Uno de sus aportes más originales fue el de establecer un punto de inflexión entre el neorromanticismo propio de la tradición poética entrerriana y una lírica simbolista, que incorpora por primera vez en nuestro idioma una percepción común a la poesía china.
Ortiz no sólo había viajado a China, sino que conocía muy bien a los poetas chinos por traducciones; y poetas como Tu Fu o Wang Wei, eran sus preferidos dentro de su vasta biblioteca. Se trata de valores tenues, discretos, delicados, pero insoslayables para entender su estética. La levedad de su lenguaje, el uso continuado de las íes, de las comas, de los espacios en blanco y sobre todo una relación entre la naturaleza y el hombre, donde desaparecen las jerarquías para dar lugar a una unión amorosa con el ‘cosmos’, lo que vulgarmente se conoce con el nombre de panteísmo.
La imagen y la reflexión sobre la imagen, están en el centro de su escritura, pero también la música del verso, una música que no responde a los valores convencionales, una música sin tiempo, natural y continua, digamos, el tono de un criollo culto, pero con el ritmo de la música oriental, que fluye como sus poemas-río, y es lo que más se parece a la vida, que es transcurso; por eso no hay notas dominantes, ni el sentido melódico, ni escalas, en el sentido nuestro. (LINK Entrevista Dujovne.) Sus poemas se apoyan en la intensidad que podría definirse como la condensación de las fuerzas -verbales y vitales- para representar las imágenes donde transcurre el discurso.
El maestro dice: El hombre necesita mirar las flores y mirar el cielo, ver cómo crecen día a día las florcitas salvajes. Lo necesita para vivir...Se muere de tristeza si no lo hace...Sin belleza la humanidad se muere. Por eso finalmente, un poeta es alguien peligroso. Nos habla de las cosas que inquietan. El poeta suele ser la conciencia de la felicidad perdida. Por eso, aunque la batalla del poeta en esta época parezca perdida de antemano, la belleza sigue siendo la única manera de sostener el mundo y, tal vez, de trascenderlo, al menos para la inmensa minoría de la que hablaba Jiménez.
Su obra, laboriosa, persistente, de ramificaciones infinitas, compleja pero transparente, a la vez, se abre a la hermandad con todos los seres. A pesar de todas las injusticias que nos rodean, el poeta nos enseña a celebrar cualquier manifestación de vida, por más insignificante que parezca.
Ésta relación entre poesía y sabiduría es típica en China, donde los hombres de conocimiento han sido poetas o se han expresado poéticamente. En donde la mente occidental tamiza pesa, selecciona, clasifica, separa; la representación china del momento lo abarca todo, hasta el más mínimo y absurdo detalle, porque todos los ingredientes componen el momento observado. (*) En esta mirada -propuesta por Carl Jung- es donde debemos buscar el secreto de la poesía de Ortiz, en la superación del "yo" y de los opuestos. Es decir, la unidad entre los dos principios ordenadores del universo según los chinos: el Ying y el Yang; la luz y la sombra en la poesía orticiana, que tiende a una búsqueda de sentido en los destellos perceptivos de una conciencia abierta.
Juan Ortiz hace una cosmogonía del paisaje. Los objetos, aparecen como envueltos en un halo de bruma que desdibuja su contorno preciso. En el aura, precisamente. Su obra se ha quedado con los mejores legados del simbolismo, es decir, los valores sonoros y de sugerencia visual que apuntan a mostrar algo que siempre está más allá del paisaje, contrapunto de cualquier representación mimética. El poema cifra en el esplendor de ese misterio una posible recuperación de la unidad perdida.
Con este poeta aprendimos que la poesía está hecha de una sustancia que está mucho más allá de las palabras, en una frontera que el poema trata de apresar. Muchas veces he pensado que sus poemas establecen un pacto íntimo con el lector, una suerte de ritual mediante el cual hay un extrañamiento y entonces uno tiene acceso a un tejido de voces, de colinas, de ríos, de animales, de ciudades que el texto apenas va nombrando, redescubriéndolos, como si el poeta se entregara transfigurado de naturaleza.
Esa ofrenda está legitimada en el texto por la vida misma de Juan Ortiz. Difícilmente pueda encontrarse otro ejemplo en la poesía argentina de una correspondencia tan auténtica entre el sujeto de la escritura y el escritor. Sus anhelos, sus sueños, su experiencia, sus amigos, su ética, su contexto son -si bien transformados en arte- los que aparecen en sus poemas. El éxtasis de "mirar" que aparece en su poesía también es el nuestro, como lectores: el texto nos incluye. En esa alquimia, su obra recupera lo que permanece para siempre en la memoria, la sumatoria de esos instantes fulgurantes (que relaciono con esa finísima percepción del instante propia del haikú), como una posibilidad de redención y del amor entendido en su forma más alta: la unión con lo que difiere de uno. Como si Ortiz nos estuviera interrogando permanentemente si hemos sido fieles a ellos, si hemos sido sinceros, si a pesar de la intemperie sin fin, hemos respondido a los llamados sin fin de la vida en común y nos hemos tendido junto al poema para “inventar el amor”, como se puede leer en una de las "ars poéticas" más conmovedoras jamás escritas en nuestro país. (Ver aquí http://www.antologiapoetica.com.ar/index.php3?pag=1&nreg=6
Toda la indagación existencial que supone esta poesía no es nada menos que una búsqueda desgarrada de un idioma de comunión con los demás seres. Parafraseando a George Steiner, la poesía de Juan Ortiz nos lleva a contemplar el poema que pudo haber sido, el poema que será cuando el mundo sea hecho de nuevo, si es que llega a serlo. Nos lleva a creer que todavía es posible recuperar el pacto sagrado entre lenguaje y realidad, como una manera de salvarnos del vacío o de restaurar aquellas cosas para las cuales fuimos hechos. Sus poemas nos dicen que todavía no sabemos nada y sin embargo, "lo otro", está ahí, "en otra parte", pero al alcance de la mirada. Sólo bastaría que pudiéramos cambiar el enfoque para que una figura alada flote sobre las aguas.
(*) JUNG, Carl; “Prólogo” al I CHING, El libro de las mutaciones, Richard Wilhelm y D.J.Vogelman (traductores), Sudamericana, Bs.As.,1993)
Concordia, junio de 1997