PAYADORES, COPLEROS Y CANTORES DE SALTA

Salta, la provincia norteña de la gesta de Güemes y sus gauchos, ha dado ricos aportes a la historia nacional como a la poesía. Los antiguos payadores la llenaron de cantos cuya vibración prolongan los copleros y cantores actuales.

Cuando Lugones traza en su relato novelado el cuadro de La guerra gaucha en el Norte, allí aparece justamente el payador de la comarca, combatiendo por la libertad con todos sus medios y con todo su ser. Con armas, guitarra, canto y sangre. Con alma y vida, como decimos en el habla de nuestro pueblo para denotar la intensidad de las acciones humanas.

León Palliére nos ha dejado una noticia, aunque muy escueta, sobre una payadora que oyó cantar, allá por 1860, en una pulpería anexa a la posta en que el pintor había pernoctado, sobre la ruta a Bolivia.1  La vibración de la guitarra y la voz de la cantora, entonando versos improvisados, imantan la noche y llenan la hora de un encanto especial.

El prestigio de la payada entre el pueblo salteño llegó al ámbito de la leyenda, como en el área pampeana en el caso de Santos Vega. Crespín y Coyuyo son los actores de una payada legendaria, en una versión recogida por Juan Carlos Dávalos.2

Los dos famosos payadores se encontraron en una fiesta, entre amigos, mujeres y aloja. Dieron como floreo preliminar, varias muestras de su repertorio memorizado, aprendi­do en sus andanzas por distintas regiones. Y después vino la justa del canto improvisado, la esgrima del contrapunto, en medio del entusiasmo y la tensión del concurso. En el ánimo de todos queda la impresión de que Crespín ha triunfado. Coyuyo así lo siente también. Disimula su tormenta interior, su rabia, su envidia. Pero cuando los dos cantores salen juntos, borrachos, y se internan en los montes, aquel que había vencido payando encuentra la muerte a manos de su aleve antagonista. La leyenda relaciona con el acento triste del ave (Crespina buscando a Crespín) y la voz vibradora del coyuyo (la chicharra) esforzándose por cubrir aquel acento atormentador. Pero también se evidencia en ella la importancia del papel desempeñado por los payadores en el ambiente popular. Savias de esa procedencia vuelven a florecer en el canto actual.  

Tierra de jugosa historia, de hombres valerosos, fue también cuna de cantores de esos que no le temen al Malo; ni a las penas, ni al tiempo, colmo aquel Arjona de la copla memorable:

 

Yo soy Arjona, señores

nombre que no se hai perder,

y aunque lo tiren al río

sobre la espuma hai volver.

 

Allá la baguala mueve oleajes de sangre cantora y hay un hervor de coplas de aquellas que se alimentan en la vida del pueblo. "La copla llora par los ojos de antiguos cantores de la Jasimana y de Anta, sentidos por tantos desaires pero llenos también de alta voz para el canto", dice el poeta Manuel J. Castilla.3

De Anta, cantada por los gauchos de aquella zona de cerros boscosos, procede esta empinada copla que Atahualpa Yupanqui recogie­ra y glosara:

 

Con mi caballo y mi lazo

paso la vida tranquilo.

Tengo un letrero en el alma:

 ni me vendo ni me alquilo.

 

Lejos de los cerros de Anta queda el Valle Calchaquí, en esa misma tierra salteña. Es un sector de la antigua área diaguita, asiento de una de las civilizaciones importantes de la América aborigen. La región diaguita ha sido determinada en un territorio irregular que comprende el sudoeste de Salta, toda Catamarca, los valles occidentales de Tucumán, la mayor parte de La Rioja, la zona oriental de San Juan y la parte de Santiago del Estero colindante con Catamarca. Dentro de esa región se realizó la formidable epopeya de la prolongada lucha de los nativos contra los invasores españoles, que tuvo por principal caudillo al cacique cuyo nombre lleva el valle y llevó antes la parcialidad diaguita que lo tuvo por jefe: Calchaquí.

El elemento indígena constituye la base étnica de la población del Valle Calchaquí, y sus rasgos aparecen en su folklore. Hasta el carnaval está teñido de influencia indígena y en el Valle tiene, dentro de sus características generales, matices típicos. Es la famosa fiesta popular de la chaya, en la que la poesía y el canto tienen lugar preferente. Hombres y mujeres van derramando coplas al compás de la caja, pequeño tambor de origen indio.

El revuelo de las coplas -entre las cuales van intercaladas las tonadas o estribillos- comienza con los preparativos de la fiesta popular, en la que aquéllas cantadas al son de la caja chayera, desempeñan un papel de interés e importancia indudables.

Empiezan las pequeñas reuniones, en los ranchos abiertos a la amistad, o en algún almacén acogedor, donde da su renovada palpitación musical el oscuro corazón de las cajas y resurge la lozanía de las coplas en la voz de los cantores. Vuelven las viejas coplas, algunas de ellas antiquísimas, muchas de procedencia española, a veces modificadas en su larga andanza con algún matiz nuevo que adquiere en el camino; otras de cuño criollo y local, y otras que van haciendo su entrada al ámbito popular, recién salidas de la boca de los copleros del pago. Estos juegan desde luego, un papel destacado en esos regocijos populares y se solicita desde el primer momento su indispensable colaboración. Se piensa en la fiesta y se piensa en las coplas. Lo cual habla del vivo sentimiento poético de la gente lugareña. Las coplas también forman parte de los preparativos, para desplegarse después en el domingo grande, en los días que le siguen y en la cacharpaya o despedida. "El coplero prestigioso recibe el pedido y la advertencia. Deben irse preparando. Tienen que repasar las coplas y tonadas sabidas. Acaso alguien aporte otras nuevas. Acontecimientos políticos o episodios aldeanos inspirarán sin duda algún estribillo alusivo y punzante".

Por allí suele aparecer alguna de esas coplas que ya no son de amor o desdén, ni de queja u homenaje:

 

Mi caballo es caballero,

mejor que el gobernador,

el mandón usa corbata,

mi caballo bajador.

 

O esta otra, donde apuntan intenciones que anuncian el despertar de una conciencia:

 

El cielo es para los pobres,

los que siempre comen mal,

no sé si cuando me muera

tendré fuerzas pa llegar.

 

El espíritu de la gente lugareña va dando su matiz expresivo y sus contribuciones al caudal venido de lejanas fuentes por el cauce de la tradición. Y el "vallisto" alardea de su riqueza en coplas, aunque esa sea su única riqueza:

 

Desde abajo m' hi venido

pasando por las salinas;

vengo derramando coplas

como máiz pa las gallinas.

 

Se va acumulando el tesoro poético en el trasiego de la elaboración folklórica. Salen a lucirse una y otra vez las coplas guardadas en la memoria. Hasta algún fragmento de Góngora, o de Lope, o de nuestro puntual Martín Fierro. Viejas coplas de sello tradicional, de prestigiosa pátina, son las que generalmente se cantan, en alegre y animada rueda; pero también las que van floreciendo con savia de actualidad, las que van brotando de la entraña colectiva por la boca de los voceros de la comunidad, pues también existen aquellos que saben articular las manifestaciones de un instinto poético; que no se conforman con repetir, sino que dan lo suyo, van renovando el agua de la tradición. Así lo observó Augusto Raúl Cortázar al estudiar precios del folklore calchaquí, y al referirse a lo que cantan las alegres ruedas carnavaleras: "En alguna ocasión el coplero popular es verdadero poeta. Su innovación es audaz, su invención lirica absolutamente nueva y personal, pero interpretan mejor el ideal o el sentimiento de todos. Ya deja de ser simple variante para convertirse en cabeza de un renovado proceso. Si el consenso colectivo las juzga dignas, perdurarán en la memoria. Sin duda algún día las cantarán los bisnietos ante sus hijos. Y después de un siglo de vigencia estarán tan frescas y vivientes como hoy, recién nacidas de la imaginación del modesto trovador calchaquí".4

Al referirse a las coplas que florecen en los festejos populares del carnaval en la tierra salteña, dice José Vicente Solá 5 que "echar coplas" es "improvisarlas, mientras se canta la tonada, conservando el estribillo adoptado por la rueda de cantores".

El pueblo, necesitado de tantas cosas, es también un necesitado de poesía. Y, en medio de su desamparo cultural, vierte poesía y produce poetas. Es él mismo el más válido y sólido asiento de la poesía. Da la sangre y el sueño. Advirtamos que no todo es jarana carnavalera, pintoresquismo y escape. La gente calchaquina sabe fabricar la caja sonara y hacerla sonar, cantar la copla y también construirla. Sabe soliviar la copla y aguantarla con su propia vida.

Existen los fermentos necesarios como para que el canto del pueblo no deje de crecer.

 

Canten, canten, compañeros,

por qué se quieren callar,

el fuego que han encendido

no lo dejen apagar.

 

 

 

1- León Palliére: Diario de viaje por la América del Sur, 1856-1866, p.230, Ed. Peuser, Buenos Aires, 1945.

2- Juan Carlos Dávalos: Los gauchos, cap. El Coyuyo y el Crespín, pp. 160 y ss. Ed Ciordia y Rodríguez, Buenos Aires, 1948.

3- Coplas para cantar con caja, compilación, Ed. Librería  “El estudiante”, Epílogo Manuel J Castilla, Salta, 1951.

4- Augusto Raúl Cortázar: El Carnaval en el folklore calchaquí, p. 114, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1949.

5- Diccionario de regionalismos de Salta, p. 79, Buenos Aires, 1947.