ROMANCE DE LOS CIERVOS ISLEÑOS

Si con sudestadas los riachos 
cubriendo el pasto rebalsan, 
bicho lindo como escaso, 
se refugia en islas altas. 
Y, acosado por el hambre 
y el nutriero y la perrada 
que pisada no le pierden, 
el ciervo elude la caza 
con su oído y con su olfato 
viento abajo, siempre en guardia. 
Si perdió a su compañera 
así anda el ciervo en la mala; 
noche a noche, su cansancio 
revolcará en la hojarasca. 
Matrero en el alto Delta, 
siendo primor de la fauna, 
si a pacer, si al dormidero, 
de isla a isla a nado pasa 
tal ciervo, ¿habrán de colgar 
su cabeza embalsamada 
junto a trofeos cobrados 
en el deporte de Diana? 
Baquianos lo van buscando 
por los montes, mientras carga 
su rifle y pasea en las frondas 
su mirar una muchacha 
de mucho ojo a la alameda, 
como al ceibal escarlata, 
como al bañado que sauces 
y taxodiums esmeraldan. 
Al pie de un albardón verde 
se oculta el ciervo entre matas, 
al irse el día y la gente 
bajo un brillo de guadañas. 
Sólo una brisa quintera 
fragante a frutas y a acacias 
llega a su encuentro después 
que allí no se asoma un alma. 
Pero apenas avanzando 
sobre el pastizal se agacha. 
Levemente lo chumbea 
quien se oculta entre manzanas. 
Brinca de ardor hacia el rio,
pisando el campo con rabia, 
pues ya, como macho herido, 
peleará si lo acorralan. 
Ya el ciervo arisco, sangrando, 
así en el cauce se zampa, 
ya a sonrosar la corriente 
le ayuda a la tarde mansa. 
Ay, si entre el bosque tupido 
los cazadores aguaitan 
como un arbolito náufrago 
la cornamenta en el agua!... 
Su esbeltez mojada agita 
sobre la orilla que gana; 
mira, escucha, huele el aire 
y, echando hacia atrás las astas, 
hace por senda de él solo 
derroche de ritmo y gracia. 
Isla adentro lleva el rumbo 
montaraz de su morada, 
entre ibirás y guacúes 
y madreselvas y talas. 
Peinándoles a los montes 
el ramaje, va en su marcha... 
Mas, siente írsele la vida 
de pronto, bajo las ramas 
que sacude estrangulándose 
y a la pajarada espanta, 
donde con cimbra escondida 
los isleros se dan maña, 
donde claveles del aire 
por su agonía resbalan.