Desde esta quietud azul
toda a orillas
de aguas anchas y andariegas
del Paraná, atardecidas,
es bogar, es ir dejando
al son de lo que uno silba,
la ciudad
y la amiga;
mientras pasan camalotes
floreciendo a la deriva,
bogar hasta el verdor quieto
de las islas.
¡Bienhaya la fronda islera!
¡Bienhaya, la tardecita!
Murmullo de rio y sauces
que embarque la copla mía.
Hunden su color los cielos
y arboledas que se inclinan,
ya al agua sonora y crespa,
ya al agua callada y lisa.
Isla adentro,
donde las garzas atisban,
en laguna en que un cardumen
dibuja sus fugas finas,
son hojazas de irupé
lo que la piragua esquiva.
Ya nadando una tucura
va del catay a la achira,
si no queda en el bocado
del pacú que la persiga.
Cuelga al paso una culebra
que en las ramas, rama en pinta,
disimulada, entre brotes,
hacia los pájaros mira.
Y abandonando las flores
y la luz rosa y la brisa,
ya un mainumbí deja el vuelo
tras la hoja donde anida.
Ya en la ruta aguas abajo,
a remada lenta y rítmica,
cantando bajito traigo
rápida la navecilla.
Allá en los ranchos costeros
una guitarra acarician.
Y entre salvias olorosas,
por las sendas doraditas,
con sus palancas al hombro
los pescadores desfilan
seguidos por sus mujeres
que llevan leña de chilca.
Ya en lo alto, en las afueras,
ondula un verdor de quintas.
Ya una fábrica, entre nubes,
su nube de humo fabrica.
Sobre el cromo de las aguas
y barrancas, sonreída,
con su crepúsculo al lado
la ciudad luce a la vista,
y en ella un color, bienhaya,
como mis ojos lo estiman.
No es que busque la ciudad
con su parque verde arriba,
ni que mi retorno techen
frondosas las avenidas;
ni es verdor en soledad
donde el musgo afelpe ruinas,
ni una fiesta de luciérnagas
que al pie de la noche habría.
Bienhaya otra cosa bella
que el retorno me enjardina.
Con murmullo de agua y sauce
mi verso se da en albricias.
Y es llegar al caserío
cuyas terrazas matiza
el sol yéndose
y aun más dulces que su ida
aquí, glaucos,
reinan los ojos de Mirta.
toda a orillas
de aguas anchas y andariegas
del Paraná, atardecidas,
es bogar, es ir dejando
al son de lo que uno silba,
la ciudad
y la amiga;
mientras pasan camalotes
floreciendo a la deriva,
bogar hasta el verdor quieto
de las islas.
¡Bienhaya la fronda islera!
¡Bienhaya, la tardecita!
Murmullo de rio y sauces
que embarque la copla mía.
Hunden su color los cielos
y arboledas que se inclinan,
ya al agua sonora y crespa,
ya al agua callada y lisa.
Isla adentro,
donde las garzas atisban,
en laguna en que un cardumen
dibuja sus fugas finas,
son hojazas de irupé
lo que la piragua esquiva.
Ya nadando una tucura
va del catay a la achira,
si no queda en el bocado
del pacú que la persiga.
Cuelga al paso una culebra
que en las ramas, rama en pinta,
disimulada, entre brotes,
hacia los pájaros mira.
Y abandonando las flores
y la luz rosa y la brisa,
ya un mainumbí deja el vuelo
tras la hoja donde anida.
Ya en la ruta aguas abajo,
a remada lenta y rítmica,
cantando bajito traigo
rápida la navecilla.
Allá en los ranchos costeros
una guitarra acarician.
Y entre salvias olorosas,
por las sendas doraditas,
con sus palancas al hombro
los pescadores desfilan
seguidos por sus mujeres
que llevan leña de chilca.
Ya en lo alto, en las afueras,
ondula un verdor de quintas.
Ya una fábrica, entre nubes,
su nube de humo fabrica.
Sobre el cromo de las aguas
y barrancas, sonreída,
con su crepúsculo al lado
la ciudad luce a la vista,
y en ella un color, bienhaya,
como mis ojos lo estiman.
No es que busque la ciudad
con su parque verde arriba,
ni que mi retorno techen
frondosas las avenidas;
ni es verdor en soledad
donde el musgo afelpe ruinas,
ni una fiesta de luciérnagas
que al pie de la noche habría.
Bienhaya otra cosa bella
que el retorno me enjardina.
Con murmullo de agua y sauce
mi verso se da en albricias.
Y es llegar al caserío
cuyas terrazas matiza
el sol yéndose
y aun más dulces que su ida
aquí, glaucos,
reinan los ojos de Mirta.