En noches estivales, siempre andaba alguna luciérnaga de las que engalanan la sombra con sus foquitos verdes. Viéndola sabía llamarla —como era costumbre de los chicos— gritando: ¡Tuka! ¡Tuka! ¡Tuka!
Para dar caza al insecto luminoso, yo le pedía a Abuelo el toscano que él fumaba. Complacido, con el cigarro levantaba el brazo, revoleándolo en el aire hacia aquella esmeralda voladora. Y así, describiendo círculos rojos con la brasa del cigarro, atraía a la luciérnaga que, lentamente, bajaba acercándose al alcance de la mano.