Unas cometas eran de papel de colores; otras, de bramante, blancas y adornadas con floripones pintados a la acuarela. Las había simples y dobles; humildes y pomposas. Desde la tarasca hecha con una hoja de estraza y dos pajitas cruzadas, a las cometas de colores, con lujo de flecos y ''rejones" zumbante. Las dobles o caladas, eran casi siempre de forma circular (bombas) con una estrella en el centro. El contorno iba guarnecido de flecos rizados y de ''rejones u orejones", el espacio entre los picos.
Yo prefería una de esas cometas resonantes que hacíamos remontar en la costa sobre el río. Cuando estaba bien arriba se le enviaba un telegrama, haciendo pasar por el extremo del piolín, un papelito agujereado en el centro.
Según manejáramos el hilo, la cometa descendía graciosamente en lo que se llamaba un saludo, hasta mojar su cola en las ondas. Luego al recoger, resonándole los rejones al viento y al soltarle más y más hilo, subía lindamente.
Y allá, serenita, era como una flor de las alturas, en medio de una azulidad de cielos y aguas.