ELEGÍAS DE SAN MIGUEL

INVITACIÓN AL OTOÑO

 
Despierta, Diosa, oh Diosa de los ojos de lluvia 
muerta y solitaria. El otoño deja caer sus dorados 
cabellos y el agua quieta anuncia la llegada armoniosa 
del silencio.
 
Despierta, Diosa ¡oh Diosa! Los nuevos reinos descienden 
y el navío abandonado en la arena no oirá la canción
de las aguas venideras.
El fuego venerable arderá tiernamente en la casa 
donde los amigos escucharán el rumor de los muertos
que el otoño reúne.
Despierta Diosa de triste cabellera.
La estación ha llegado al corazón y las cosas que amamos
mañana habrán envejecido rodeadas de nuestra pena.
Diosa, Diosa, el tiempo ha llegado.
Ya podré ver tus ojos que amaré en el poniente
y tus cabellos melancólicos de hojas caídas.
Harás callar al pájaro que aún canta rodeado de su azul
moribundo
y dirás a la fuente que murmure para los ángeles finales 
que el viento arrastrará entre las hojas y la lluvia.
Despierta para que el amigo taciturno
nos pregunte por aquella olvidada, la esperanza;
para que en el espejo un vago gesto vuelva de otros
mundos entre ojos lejanos y cabelleras de tiempo.
 
Hablarás a las sombras fieles de la casa y sonreirás a 
los dioses abolidos que esperan con mirada otoñal la 
llegada sin hojas de la muerte.
De tu cuerpo de virgen desnuda, de adormecida diosa,
llega el olor de las maderas mojadas
y a tu lado los nuestros
cantan el himno de las nubes hermosas.
Despierta, Diosa, despierta…
 
Tu voz anunciará que la estación ha llegado y que es 
preciso amar todavía otro otoño entre las viejas fuentes, 
tesoros del olvido.
 
 
 
CANTOS PARA DAFNE FLORECIDA
 
Conoce ¡Oh Dafne! al fin, este amor sin reposo,
esta raíz ardiendo donde nacen las verdes espesuras conmovidas.
No te apiaden sus ojos de adolescente ciego riendo en la llanura,
ni bajo la venerable luz de las encinas sin memoria
tiemble tu voz por sus débiles manos de niño dulce y desdichado.
Conócelo en su noche; en las lentas poblaciones del sueño
cruzadas por arcángeles sin gracia,
por fatigados animales fríos o tenaces ráfagas de sed.
¡Ah! Es el enamorado de sí mismo
 
quemándose entre maravillosas espadas
por querer ser ceniza, algo que se termina.
Es el amor sediento entre un sueño de fuentes verdes en el estío
junto a la paz de un rey de lentísima piedra que en otros tiempos, ya,
vigilaba el destino del ciprés. Es ese llanto seco que no alumbra 
los ojos del amante marchito ni convoca las joyas ilustres de sus lágrimas; 
es el grito sin eco donde descansar luego y es también la soledad de llanuras
quemadas sin reposo; esa triste hermosura de los imperios castigados
con invasiones  ardientes y leopardos de oro y lluvias de ceniza.
 
Búscalo detenido junto a los mediodías fugaces de las rosas.
Es también el amor, el nuevo amor, el pausado enemigo
que en los últimos días cuando aún sonreíamos
anunciaba en verdores el floreciente llanto.
¡Oh, las violetas de entonces y los besos que oscurecían tus débiles rodillas
en nuestra soledad inmemorial y triste de ya ausentes!
¡Y la callada y victoriosa hiedra
creciendo  con nosotros  hacia donde ya  nada  y nadie esperarían!
 
¡Ah! Pero tú aún sonríes y amas la graciosa retama y te cubres 
de hojas brillantes y de suaves amores. A veces un sonido  lejano  
de  oro muerto,  temblando entre las frondas,
te lleva hasta otro sueño de vírgenes orillas y de tallos recientes.
Y ves correr mis lágrimas de doncel que se muere con un laúd 
de frío en las manos mojadas. Pronto despiertas, Dafne, en tu orilla
impasible mientras los adolescentes se queman, enlazados, 
en el esbelto fuego de sus hermosos brazos moribundos.
 
¡Ah, Dafne, Dafne! No conoces el duro vendaval, el terrible e inmóvil rumor
de la mano en el pelo áspero y tibio en la media noche;
ese pálido viento de las madrugadas atroces y celestes! 
Tú no conoces las oscuras memorias donde el grito no suena,
donde el sollozo no tiene pecho donde estar, ni el amor 
labios donde morir de amor o felicidad, su enemiga, su amante...
 
Tú no conoces nada;
ni el rumor repetido de la ausente arboleda,
ni la luz de los falsos rosales venturosos,
ni siquiera esta voz con que digo: ¡Te quiero!
jAh, si sólo fuera la tarea impar de olvidar el amor!
¡Si sólo fuera lo sencillo de quemar la arboleda y no
de sustentarla sangre con sangre unidas y en soledad eterna!
 
Así pasan los días arrastrando sus deplorables flores resignadas,
sus arpas sin arcángeles, sus rasos taciturnos. 
Aureolas cenicientas de la fiesta olvidada se hunden en los tesoros de niebla
del espejo y cada día tristemente se parece a otro día que ya hemos llorado.
 
Llega el reposo, a veces, desde la gris  llanura donde
muere el amor y  entonces los  cansados sillones empiezan a olvidarse despacio
en las pálidas fundas de frío lienzo endurecido. Las cintas se deshacen en los
cofres de marfil fatigado y la noble madera se destruye minuciosa y dorada.
 
Nadie enciende tampoco el candelabro de plata en las noches de lluvia y
corredores 
y las antiguas palabras ya no maldicen a los amargos varones de la casa.
Así, un día la púrpura roída de un cortinado cae
entre oro polvoriento y delgadas arañas;
y los mohosos ornamentos se deslizan por las paredes en la noche
con un rumor de pasos, de servidores muertos, en las alcobas clausuradas.
Es el tiempo de morir. Sonreímos. Ya la hiedra mal¬dita se ha secado.
 
¡Ah, pero no, Dafne, Dafne!
El fuego está creciendo en la raíz inmemorial de las piedras
y se alza el rumor de las fuentes que te buscan sin cauce. 
Hacia ti van los ríos como ciervos de espumas y delirio. 
Las arenas desatan su sed entre tus labios inmortales y en una soledad 
de arpas iluminadas un ángel nos castiga con su rama de fuego. 
¡Ah cómo nos engañamos, criaturas de sueño!
 
 
¡Cómo decimos mirando el aire nuevo, el agua en flor
y el conmovido junco: "He aquí la profecía cumplida. 
¡Los reinos de la dicha que llegan"!
 
No. Tú no sabes nada, nada ¡Oh Dafne florecida!
No sabes cómo hiere este amor que retorna,
cómo es de apasionada su solitaria tierra,
no sabes como, pronto, el llanto es nuestro hijo pródigo.
No. Nunca sabrás nada en tu gracia de venablo y de fuente.
Nunca sabrás como el amor llega a ser una incesante
hiedra apagada y sedienta; como  llega a ser la interminable  soledad de  esos
dos que se quieren y que no tienen brazos con que enlazar su floreciente tierra,
ni ojos con que dormir en su pureza pálida de amantes. No. Nunca sabrás
nada. Nada. Ni aunque en la paciente madrugada el caballero ciego 
encienda el candelabro tantos años caído,
en la ventana frente al mar indescifrable y sus  pálidas manos se parezcan
tanto a otra  antigua y perezosa hiedra;
ni aunque me sientas por la noche, enloquecido, buscarte por los mares vacíos;
o aunque mi triste boca de varón en sollozos
te pregunte tímidamente por el antiguo jaramago o el álamo de entonces,
tú nunca sabrás nada, oh, Dafne en flor, hija del agua amarga.
Estas son mis palabras. Las borrarán tus fuentes naciendo en el estío.
 
Llegará un día acaso en que en la noche sin amparo pasees desvelada 
y culpable con tu cuerpo vestido de frío por las alcobas donde la dura sed 
no reposa. O que vestida acaso con trajes de hermoso luto, entre las frías
dalias insomnes bajo la luna, preguntes por el maligno amor que no secó 
las verdes raíces de tus ríos. Querrás reconocer entonces los retratos que
midieron
la muerte en olvidados cofres,
alzar el candelabro caído entre las manos de la lluvia, volver a levantar 
el cielo de las arpas en el salón iluminado, pero no tendrás manos, ni ojos,
ni memoria, ni este  rumor de adolescente  herido sangrando entre
la hierba.
 
Y querrás preguntarme atormentada, ¡oh Dafne, Dafne! porqué el amor se yergue
hasta ser azucena purísima en su gracia
y porqué luego, lentamente el amor se desnuda para ser una espada de
ceniza y de frío. 
Y entonces no estaré para decirte: ¡Mira! 
Y mostrarte la llanura de silencio, el olvido.