EL ACECHANTE

 

 

A  Susana Teresa y Raúl Osvaldo

 

Mendigo de una tierra misteriosa, de un pueblo donde

mis pasos

desbordaron sus calles con estremecida dulzura,

un águila de oro me devuelve al destello de su arena,

al leve humo de sus casas de adobe, a sus vagabundos pájaros y largas siestas

con alucinante dimensión.

Es entonces la provincia, boscosa de aguas, quien despide

su relámpago de memorias, los hambrientos fuegos de sus terrosas criaturas

costeras,

el fervor de sus campesinos celebrantes como frutos, todo ese territorio de

amorosas fábulas cuya vida no quiero perder

entre famélicas flores de asfalto que me empujan denodadamente.

Allí hubo una vez lo difundido y derramado por mis sueños.

Una misteriosa fidelidad, unas calientes cepas que

enamoraron

mi carne con ligera belleza; allí, también, en la espuma de los sortilegios: la

sequedad de la muerte,

la fulguración de una historia hacia adentro, el mordido polvo de mi arenal desnudo.

Con estos sedimentos, con estas arañas tejedoras del ribazo, mis huesos roían

las duras transparencias con tímidos golpes,

y no era desflecarse

sino coronar símbolos de luciente amor, morder migajas de esos durísimos

estambres que el cedrón

desvanece en esa alzada

aveluz de la arena,

o mojar el filamento de una calle perdida en la colina mientras el río que se

desmayaba en la costa

por el desfiladero de los sauces martirizaba al viento.

Todo eso dura en mí, en esta alianza que se come el

llamado invasor de sus luciérnagas. Arde y dura con su rabiosa

astronomía,

con su copa de agua verde,

con su secreto perfume de muchacha litoral, mientras la eterna tejedora del

ilusorio mundo

se enferma en mis ojos con su tormenta

en cuyo fondo la llave duerme

con iniciales ciclos.