A León Benarós
Con viento de sol en la piel la seda del cielo besa
a la muchacha, apenas sombra en el reborde de la colina.
La memoria que marchita y el tiempo que olvida retienen
la siesta de enero, y el río Uruguay, con húmeda espalda,
arrima un olor de detritus en el largo silencio.
Por la costa abren sus abanicos la casa donde Luis,
el pescador, cruza su mansedumbre con el canto secreto
de las escamas. Un hechizo de soledad olvida las estaciones,
las grandes prisas del agua buscando un destino en los
zaguanes del tiempo, fuego que se queda en ceniza sobre la
memoria tirada en la mugre de las renunciaciones.
Luis limpia la ausencia cada día y la oscuridad es un labio
que se seca en los despojos. Ebrio de expediciones marítimas,
merodea el eterno pliegue fluvial con redes, palandros y
silbidos sin medir el futuro que nunca modifica su presente.
Por lo demás, hay tantas cosas que regresan envejecidas
que el desamparo es sólo una raíz que le rinde honores ciegos.
En el mejor de los casos intenta, abrasado por el aliento,
algún roce melancólico en la dudosa alcantarilla del vino.
Saturado de sabiduría, trampea la adversidad con una caspa
de inviernos y las paredes de su nombre son el almacén
de los pésames mensuales, una esquina sin huellas que se
destiñe calle abajo en el litoral. Esos misterios establecen
la dura certidumbre que sabe quedarse en la leyenda
como secretos cajones de orgullo y mansedumbre,
Y terminan
siendo una gráfica mordacidad penitente
en el olvido.
(De: Acta de acusación, Edic. Auspiciada por la Dirección de Cultura De Concordia, 1986