A Romina Elizabeth
Unos ojos pequeños bajo la lluvia de abril,
con un fondo de miel silvestre, de llama
invadida, maduran para el alumbramiento del
esplendor. Como un santuario de barquitos
que navegan en la eternidad, miran la vida,
el olor insobornable de un mundo propio,
encerrada en las fidelidades de la timidez
como púas muy abiertas en el justo ritual.
Rodeada por la cercanía de algunos sueños,
embisten esa larga visión de la infancia,
la fantasía creadora, su única y verdadera
madre de la absoluta depuración.
Llena de minúsculas delicadezas, el crecimiento
y el estupor nutren con fiebre sus pasos.
Yo los siento donde la eternidad convive
con mis largos años de vida. Esa hija es
el mural terrestre de mi sangre, la raíz
de mi páramo de resonancias. La que me ordena
los atardeceres sobre la vacía ráfaga del ruego.
Una arquitectura temporal para recubrir
la dicha de mis pasos hacia la muerte.