sobre la cúpula de la iglesia, sobre la luz roja de la torre más alta;
hacia el oeste nubes incandescentes se retuercen exprimiendo el último
gas del fulgor solar. El cielo bajo del oeste por donde se hunde la tarde
es una franja celestísima de suavidad y esplendor. Un helicóptero
recorre la línea costera, lleva una luz blanca fija y otra roja parpadeante;
sobre la casa, un murciélago derrapa gira baja sube y obtiene
los primeros datos de la noche fresca; los ventiletes de las escaleras
de un edificio se encienden de golpe y a los dos minutos de pronto
todos se vuelven a apagar.
El esfuerzo unido de todas las luces de las avenidas del sur produce
una reverberación palidescente que se eleva desde el suelo, montañas
amarillas detrás de las torres de la cárcel y de los pocos edificios altos
que penetran el cielo.
Aviones silenciosos se desplazan en dirección a Ezeiza y en el fondo
comienzan a doblar, luego los tapa una nueva torre sin terminar, aún
oscura por las noches; los más pequeños que van hacia aeroparque
cruzan de sur a norte y pasan descendentes por encima de la casa:
sus luces pestañean y segundos detrás del aparato pasa también el ruido.
Ahora el cielo se quedó sin nubes, las encendidas del oeste
se licuaron en la oscuridad y las grises del sur han ido virando
hasta que el poder de las estrellas las empujó fuera de la noche,
eeaaa!!! una estrella fugaz casi invisible abre el pelaje negro
de la oscuridad, pero nadie ha visto nada, no se escuchan comentarios.
Una insondable cerrazón se estancó en los fondos del sur,
ahora se halla inmóvil, un olor mezclado y seco llega de ese telón grisáceo,
para detectar los nueve cielos con sus nueve cualidades esfumantes
hay que pasarse días mirando, de lo contrario solamente puede verse
el gris final contra las casas del horizonte, el negrísimo del mismo centro
y los azules que unen los extremos, lagos de manchas,
afloraciones basálticas que hieren la vista con sus salientes filosas. Llovió.
El temporal de anoche no dejó rastros ni en el cielo ni en la tierra,
solo dentro de la casa unas aureolas de resaca en el piso marcan el lugar
donde hubo charcos o vertientes que traspasaron los techos
y surcaron las paredes; el aire sí, es una brisa tranquila
que barre el espacio luego de la lluvia, los árboles humedecidos
brillan verdosos, un trapo volado, endurecido en la posición
contorsionada en que lo dejó la mojadura y el viento, pero nada más.
Agrias humaredas de goma quemada se levantan y se astillan
entre rachas intermitentes de viento malo, enfermante;
madera de cajones y bolsas indestructibles de plástico
con restos de agua amarillenta se retuercen en las fogatas;
el color del cielo en cambio esconde sus objetos
y todo lo recubre con un celeste que palidece
hacia los cuatro horizontes. La flor blanca con gruesas venas moradas
de un cactus abierta latió rabiosa, dos noches y volvió a cerrarse,
ennegreció; pero un reconcentrado violáceo oscurísimo aún llamea
en el cogollo junto a las primeras espinas de la planta.
La claridad de esta mañana deposita un dulzor
de sospecha en los despertantes, no saben si son
los mismos de ayer, tratan de no moverse por temor a quebrarse,
las nubes flotan al sol, agrupadas en rebaño, pasan por el corredor
del sur, y otras pequeñas muy transparentes, a punto del desvarío
se imantan hacia el centro de la bóveda, y al toque se desvanecen.
La tarde enardece, el blanco dominante de las nubes
torna ahora en borbotones de gris que las carcomen y empujan hacia el oeste,
para dar el espectáculo aún incierto al final de esta hiperclaridad congelante.
El sangriento atardecer ha pasado inadvertido, pero todavía quedan,
antes de la noche, largos trazos débiles de marrón en los escenarios
montados en el sur, una sola estrella ha comenzado a vibrar pequeña
encima de la ruta de los lienzos terrosos, otra emerge aún más pálida,
y otra más allá abajo, comienzan a competir con las luces de las ventanas
de los edificios que también se encienden, sin ritmo pero musicalmente.
La calma del día continua, salvo por ráfagas de viento que cada tanto balancean
las plantas de las terrazas y hacen vibrar apenas a los árboles grandes
de la avenida. La luna, con un borde apenas refilado, brilla a medio camino
del centro del cielo, intensifica el yodo raro de una nube gruesa que se acerca,
veloz, empujada por el aire del río, ostentando un cobrizo intenso que se revuelve
dentro de sí. En el norte nada, una estrella empieza a estar, el cielo es más
húmedo y azul, un pino está por la mitad de su completa oscuridad. En el oeste
trazos marrones rojos se disgregan en granos, otras estrellas aparecen
en el centro del cielo, junto a unas nubes obesas desencajadas blanquísimas
que ríen ante todos antes de partir.
Noche. bajo un techo de cielo negro, una fronda blanca cenizosa inmóvil
de brumosas nubes, más abajo, por el corredor diagonal trasero, pequeñas
nubes redondeadas, en fila navegan ligeras hacia el noroeste, cinchadas
por un helicóptero de prefectura. La luna ya casi llega al tope, agujereando
la fronda nubosa, como un soplete que derrite hielo.
Pasó la zozobra del cambio de luz, se ha quebrado el hechizo de quietud
que sujetó este día con finos cabellos a un misterio.
Pintura mala se resquebraja en el cielo bajo del este,
cautivantes, los tres haces elípticos de una disco giran impactando
en nubes neblinosas, orbitando monótonas toda la noche,
como atrayentes aves de amor mecánico
que se alejan realizando su búsqueda circular para juntarse luego
en un solo punto justo encima de un local de apareamiento: la bailanta.
Día de sol puro y cielo continuo sin detalles.
Otra vez noche de viento; estaños plomos y escombros. la marejada de nubes
se infla y desinfla con los ventarrones que revolotean bajo y no se alejan
del barrio. Cinco... seis mares sueltos reprocesan toda su masa blanquecina.
Una nube larga cambia su piel lustrosa de cal por otra más brillante
de agujeros azules y puntos negruzcos luminosos. Una gran grieta
se abre justo arriba en la bóveda y comienza a existir el cielo,
vértigo... la ciudad rota sobre si misma, la grieta va volcándose
hacia el hundiente apenas tibio, fosforece una palidez barrosa.
El viento se ha llevado los ruidos a otra parte, calma que acerca
dos sonidos muy claros: el zumbido lejano de una cupé que irá mordiendo
el brazo gris y arqueado de la autopista, y una risa corta muy cercana
intercalada entre choques de cubiertos.
(de “El cielo de Boedo”)