Al principio son invisibles como los cabellos
rubios de un cuadro de Botticelli
pero a la hora de la siesta empiezan a
salir otros más grandes
tiemblan al paso del turista desprevenido
y huyen se esconden rápidamente cobijados en
los parasoles: cada uno tiene su hoyo en la arena
en cuyo fondo oscuro cometen las torpezas de
cualquier ser viviente. ¿Ignoran el ruido del mar?
¿Ocultan claves esotéricas? ¿Se preocupan por
el último best seller?
Lo cierto es que nos miran con dos enormes radares negros
y de costado utilizan la cámara fotográfica con
un solo ojo electrónico compuesto por
millones de células solares. En la playa
solitaria
de
Armacäo
hemos quedado este verano del 78
fotografiados por la vida, apenas levemente como la arena
hasta que la marea del invierno cubra esos
desconocidos cráteres, borre las huellas
de los cangrejos, transporte hacia las costas africanas
mujeres en bikinis, risas, y ¿por qué no?
la imagen de un árbol desconocido
a cuya sombra hablaban portugués nuestros amigos.