El Ybirapitá es un árbol que da grandes sombras a
Ulyses
cada vez que regresa en busca de Itaca; navega
entre las sirenas que enloquecen sus viajes intercontinentales
y con sus bellos ojos de mujer
lee los manuscritos que el héroe dibuja obstinadamente
en un mapa de islas
que los otros ven en navegaciones diurnas
y que ella, la africana Rama Kan, con negros tordos en la copa
cambia como en un caleidoscopio según sus arrebatos como le dije
esta mañana
al entrar al Jardín botánico
cuando al lado
del frondoso ybirapitá de los anhelos
pude conversar en medio de un torbellino de auto
móviles que pasaban sin hacer
caso a los semáforos a las miradas de los vecinos de la ciudad
real, quienes comentaban esa conversación entre Ulyses y Penélope
que como el ybirapitá destejía el telar de una manera risueña
volvía a colocar las agujas debajo de su
brazo y se marchaba rápidamente al compás de músicas que habían
crecido en ese cruce de avenidas:
extraños soles pequeños diálogos que crecen a la sombra
[del gran árbol
de la mitología de sus llamados, cada vez que al concentrarse le
reprocha sus viajes sus ausencias sus navegaciones y hace volar
los tordos del pecho en la inmensidad del año que termina.
Cuando se abrazan de nuevo el ybirapitá e Itaca entra en
una furiosa alegría y así Homero
lo cuenta en la Odisea.