No he sido nunca un cazador de perdices porque la
muerte de
un animal pequeño me sacude como el viento del
campo a los pastos extraños,
pero soy cazador de la palabra en vuelo, lo cual
constituye una estética desdeñada por Valery entre otros.
¿De dónde viene esta cetrería sin halcones?
Debe ser, supongo, una fuerza que sale de la propia
voz callada
que comienza a hablar dentro de uno, en cualquier
momento;
el lujo de la bandada que cruza el cielo en una
tarde espectacular,
cuando el papel en blanco nos mueve los dedos,
articulados
en una mano que golpea las teclas.
Quizá la poesía no esté allí, sino en los entresueños
cuando
despiertos, miramos con los ojos cerrados
una ceniza que se llama tiempo, quizá la mentalidad
del oído que oye murmullos entre los muertos.
Por eso nada habrá cuando me haya caído en la
sombra
ya que todo es instantáneo, súbito,
y los poemas inéditos se han roto para siempre.
Como poeta repentista, asumo estas obligaciones y
también esos defectos.
Quede para otra ocasión la posibilidad de que la vejez
dicte en otras personas el murmullo de una flor de
coral
que asoma debajo de las aguas.