Enrique, no nos conocimos salvo esa mención tuya a
través de
Kandinsky 1904 que son años anteriores a los nuestros:
una epifanía del tiempo en este siglo XX cuyo fin no
tendrá
otros versos tuyos sonando como flautas de una
orquesta de cristal
en la poesía de Chile y de otros países o ciudades
como Iowa que
visitamos en distintas fechas,
esta es propuesta de tu respiración
ahora interrumpida
incapaz de atravesar los espejos empañados.
En 1929 éramos casi contemporáneos y París estaba lejos
de nuestros nacimientos, nuestros segundos nacimientos
que se dieron en el cuerpo de la poesía
lejos de los cargos universitarios y de la Escuela de
Bellas Artes;
quizá ninguno pensaba que tendríamos que
ponernos los anteojos
para escribir los textos
apócrifos y los textos inventados
al correr de la máquina: tú eras Batman y yo
Superman.
Entonces los sonetos eran como formas de los
endecasílabos que
sonaban en los oídos de la música
para hacernos reconocer frente a los oídos sordos de
los
inevitables dictadores latinoamericanos,
oprimiendo
sin duda,
la constelación de palabras que
dudábamos pudieran ser escuchadas
por los compatriotas y los vecinos.
La relación de unas cosas con otras, constituían el
margen de la
marginalidad donde vivimos hasta ahora y para
siempre,
pero la verdad, Enrique me hubiera gustado
conversar
bajo la sombra de la alameda
de los delicados fantasmas que perseguíamos
cuando sabíamos de la teatralidad del poema
en las cámaras de tortura o en la fatiga
del kitsch.
Así pasó tu tiempo para nosotros y así nos vamos
llenando de
muertes como la tuya.
Y aquí no caben los géneros del humor
cuando los cuerpos flotan a la deriva en un Ganges
inmenso de eternidades
y los poemas siguen siendo
disparos en la oscuridad contra la muerte.