PRÓLOGO a una Edición de la Poesías completas de E.C.
Todos, ahora, vemos a Evaristo Carriego en función del suburbio y propendemos a olvidar que Carriego es (como el guapo, la costurerita y el gringo) un personaje de Carriego, así como el suburbio en que lo pensamos es una proyección y casi una ilusión de su obra. Wilde sostenía que el Japón —las imágenes que esa palabra despierta— había sido inventado por Hokusai; en el caso de Evaristo Carriego, debemos postular una acción recíproca: el suburbio crea a Carriego y es recreado por él. Influyen en Carriego el suburbio real y el suburbio de Trejo y de las milongas; Carriego impone su visión del suburbio; esa visión modifica la realidad. (La modificarán después, mucho más, el tango y el sainete.)
¿Cómo se produjeron los hechos, cómo pudo ese pobre muchacho Carriego llegar a ser el que ahora será para siempre? Quizás el mismo Carriego, interrogado, no podría decírnoslo. Sin otro argumento que mi incapacidad para imaginar de otra manera las cosas, propongo esta versión al lector: Un día entre los días del año 1904, en una casa que persiste en la calle Honduras, Evaristo Carriego leía con pesar y con avidez un libro de la gesta de Charles de Baatz, señor de Artagnan. Con avidez, porque Dumas le ofrecía lo que a otros ofrecen Shakespeare o Balzac o Walt Whitman, el sabor de la plenitud de la vida; con pesar, porque era joven, orgulloso, tímido y pobre, y se creía desterrado de la vida. La vida estaba en Francia, pensó, en el claro contacto de los aceros, o cuando los ejércitos del Emperador anegaban la tierra, pero a mí me ha tocado el siglo xx, el tardío siglo xx, y un mediocre arrabal sudamericano... En esa cavilación estaba Carriego cuando algo sucedió. Un rasguido de laboriosa guitarra, la despareja hilera de casas bajas vistas por la ventana, Juan Muraña tocándose el chambergo para contestar a un saludo (Juan Muraña que anteanoche marcó a Suárez el Chileno), la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar, algo cuyo sentido sabemos pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces, que reveló a Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en cualquier lugar, y no sólo en las obras de Dumas) también estaba ahí, en el mero presente, en Palermo, en 1904. Entrad, que también aquí están los dioses, dijo Heráclito de Éfeso a las personas que lo hallaron calentándose en la cocina.
Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Desde la imprecisable revelación que he tratado de intuir, Carriego es Carriego. Ya es el autor de aquellos versos que años después le será permitido inventar:
Le cruzan el rostro, de estigmas violentos
Hondas cicatrices, y tal vez le halaga
llevar imborrable adornos sangrientos:
Caprichos de hembra que tuvo la daga,
En el último, casi milagrosamente, hay un eco de la imaginación medieval del consorcio del guerrero con su arma, de esa imaginación que Detlev von Liliencron fijó en otros versos ilustres:
In die Friesen trug er sein Schwert Hilfnot,
das hat ihn heute betrogen...
Buenos Aires, noviembre de 1950.
(De: Borges; Jorge Luis; Evaristo Carriego; Emecé, Sexta Impresión: 1972; Primera Edición: Abril de 1955)