ABURRIMIENTO Y LITERATURA (EXTRACTO)

El sable del vigilante

 Mi mamá me decía siempre un refrán ucraniano: “Donde te quieren, ve poco.  Donde no te quieren, no vayas nada”.

           El pueblo no se equivoca nunca.

           Recuerdo los viajes a Entre Ríos. Cuando yo era chico.  Había que tomar el tren por asalto, subir las valijas por las ventanillas, agarrarse a las trompadas por  los asientos, porque eso de los asientos numerados era cosa de gringos.

            Recuerdo cómo la gente se pertrechaba contra el aburrimiento.  Había que llevar cuatro docenas de milanesas, un pollo, el Paturuzú, el Rico Tipo, el calentadorcito de alcohol, todos los Leoplanes viejos, dos novelas de Sexton Blake, y tres de Mister  Reeder.

             La gente sabía, y junto con la impaciencia, llevaba las barajas para el truco, el acordeón a piano, la guitarra y la armónica.  Era el acopio contra el tedio.  Era la guerra al aburrimiento.  Yo era chico, pero sabía que era cuestión de recorrer el tren.  Porque si en un vagón una gorda dormía, uno estaba seguro de que en el otro vagón iba a haber un borracho gritando en guaraní.  Y si no, si fallaba, seguro que en el furgón correo, dos tapes se iban a estar cosiendo a puñaladas, y todo el mundo iba a gritar, e iban a parar el tren, e iban a venir esos increíbles vigilantes de Entre Ríos, con sus increíbles sables.

             Yo envidiaba secretamente a los hijos de esos vigilantes.  Hubiera querido ser hijo de vigilante entrerriano, porque a la noche, cuando el vigilante durmiera con la china que tenía que ser mi madre, podría sacarle el sable, desenvainarlo, y empezar a los sablazos como D’ Artagnan y correr a mandobles a mis hermanas por el rancho.

               Muchos años después, cuando leí Cien años de soledad, reviví aquellos viajes en tren a Entre Ríos.  Y comprendí por qué el tiempo ya no viene como antes, comprendí por qué el viento gira en redondo, comprendí por qué se sube al cielo colgado de una sábana, y comprendí que yo tenía razón cuando era chico, porque no había ni un solo resquicio sin magia, porque Dios debe estar sentado en algún tren, tocando un acordeón a piano para no aburrirse.

               Cien años de soledad es una novela escrita con sangre. Y lo que viene de la sangre, va a la sangre y llega al corazón.  Cada veintidós horas, en esta ciudad de Santa María de los Buenos Aires, aparece un libro (o dos según los días), escrito sin sangre, y que llega al formol.

               Uno piensa: por lo menos hubieran puesto algo de vida, un ramalazo apasionado y distinto, aunque más no fuera por el título.  Pero no.  El aburrimiento tiene su terquedad, y entonces se llaman, palabras más, palabras menos:

               Desvelada alba, Ramillete de tristezas, Hojas iniciales, Pregón de soledad, Las horas infinitas, La cenefa y las horas, El cairel y el peltre, Bagaje en soledad, La soledad y la Víspera, Nísperos de infancia, En vísperas de tu nombre, La lámpara aterida y Aterido noviembre.

               Ojo. Esto para las poetisas y poetas, enrolados en la originalidad de la poesía que puede ser sin rima, pero mejor aún, rimada, o sea: camisón con calzón.

                Los poetas comprometidos con el hombre de este tiempo lo solucionan todo metiendo la palabra “hombre” a toda costa y a raja cincha: Cantos del hombre; De lo que está en el hombre; Hacia la vuelta del hombre; o dando vuelta la veleta a Buenos Aires: Norte Sur- Buenos Aires, Cielo azul Buenos Aires; Mundo tu Buenos Aires; Cielo azul Buenos Aires; Mundo el Buenos Aires. Ustedes dirán:

                    -El flaco éste no quiere a nadie.

                    -Al final no hay poesía que le venga bien.

                    -¿Quién se cree que es? ¿Thomas Mann?

                    -¿Qué tiene que ver el título?

                De acuerdo. A veces el título no tiene nada que ver.  Pero siempre de la tapa al colofón, del título al ex libris, el libro es una actitud: vital o momificada, imprescindible o idiota, prescindente o alucinada.

                Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro.  Plantar un árbol, está bien; tener un hijo, estupendo; pero la sentencia dice “escribir”, no dice publicar. Además dice “un libro”, no catorce.  Además que (como dice Victorcito), se puede hacer el hoyo y meter el libro  junto con el arbolito y meterle tierra arriba, y preocuparse por el hijo, que el niño lo merece todo.

Del libro “ANTI-CONFERENCIAS”, Emecé, Bs.As., 1983.