A MÍ NUNCA ME DEJABAN HABLAR (*)

Para colmo yo tengo la voz bajita.  Bajita, dije, no finita, que no es lo mismo.  Mi voz es seria y grave, modulable, se adacta perfectamente a lo que quiero decir, pero eso sí: no se me escucha.  No se me escucha y si me esfuerzo, si hago fuerza con la garganta, me duele.

            Nosotros, los domingos, nos reunimos en el patio de tierra en el fondo de mi primo el Chochi, debajo de la parra.  Todos los domingos hacemos el asado.  Después les voy a contar cómo son los asados.  Sepan por ahora que mis tres primos son unos animales y siempre me tapan con la voz.  Mis tres primos hablan a los gritos y de coches.  Mis tres primos se denominan: el Chochi, como ya dije; el Beto y, por fin, Tito el millonario.  Después voy a explicar por qué Tito el millonario es millonario.  Por ahora voy a decir que ni bien yo quiero decir algo desde mi taburete, mis tres primos, como a propósito, gritan más todavía.  Dije ya que son bestias sin educación y respeto.  Sin embargo, siempre, por más que griten llega un momento en que algún silencio se produce.  Yo aprovecho, pero es lo mismo porque justo en ese momento a alguna de las tres hijitas de mis tres primos les pasa algo y todos se levantan bruscamente de los perezosos ya sea porque la Cynthia Roxana que andaba gateando por el almácigo de las lechugas se acaba de quemar la rodilla con la parrilla, o la Carla Selene se volcó el andador entre las brasas candentes o bien la Romina Lorena se metió en la boca un ají entero de la planta.  No sé si dije que mi primo el Chochi tiene una planta de ajises para los chorizos a la portuguesa.  A mi primo el Chochi le corresponde hacer los chorizos a la portuguesa para lo cual hace un espamento bárbaro.  Que nadie le vaya a pinchar un chorizo porque pone el grito en el cielo.  Porque como los pincha él, no los pincha nadie.  Pero me fui del tema.  Dije que todos los asados se efectúan en el patio terrado de mi primo el Chochi, pero lo que no dije es que Tito el millonario tiene una quinta en Bancalari.  Esto sería lo de menos porque en todas las familias hay cosas así y cosas peores, ya van a ver.  Lo que a mí me fue desembocando a los sucedidos que les voy a contar fue soportar domingo tras domingo esos gritos de bestias de perezoso a perezoso.  Dejemos de lado que nunca me dejaron  pasar un aviso, pero tirarle de la camiseta al otro para que el otro se calle, eso a mí me parece una indignidad.  Tito el millonario usa camiseta que tiene mangas y en los últimos años empezó a usar camisetas de distintos colores, todo para diferenciarse de los demás que usamos musculosa.  Hay que reconocerles a mis otros dos primos, el Beto y el Chochi, que en esto de las camisetas supieron mantener la conducta y no le siguieron el tren a Tito el millonario porque si no hubiera empezado la guerra de las camisetas como empezó la guerra de los coches.

          Ni bien llegan a la casa del Chochi, el Beto y Tito el millonario se cambian en el dormitorio.  Se ponen los pantaloncitos cortos y se quedan con la camiseta de salir puesta.  El Chochi no, el Chochi ya está cambiado y bañado desde antes porque está en su casa.  El año pasado para esta época Tito el millonario se vino un domingo con un pantalón de gimnasia hasta el suelo, pegado al cuerpo y con una franja así.  Nadie le dijo nada y se cocino en su propia salsa porque se moría de calor.  Se podrán tener todos los millones que quieran, pero para comer asado no hay nada mejor que el pantaloncito corto.  Y de color azul porque condensa los rayos del sol como hacen los beduinos.   Pero me retrotraigo porque me estoy yendo del tema.  Decía que cuando mis tres primos se ponen a hablar de coches, entre los tres, no paran más.  Después del postre helado y mientras se come la sandía monumental que Tito el millonario trae de la quinta, ya están roncos de tanto gritar y la voz se les vuelve aguardentosa y se escupen a la cara los carozos de la sandía y golpean sobre la mesa con el mango del cuchillo.  De manera que si yo quería emitir algo sobre el árbol de levas, los cojines de bancada, los aros de pistón o el estéreo car de base movible, parecía que las achuras sobrantes y arrugadas eran los únicos seres vivos que me escuchaban.  Siempre fue así.  Todos los domingos.  Siempre fue así y al final yo y las tres esposas de mis tres primos optamos por el silencio.   Siempre fue así hasta que pasó lo que pasó.  Las tres esposas de mis tres primos no hablaban nunca.  Se cambiaban el solero en el dormitorio después de los varones, después cambiaban a los chicos, después armaban en el patio la mesa en los caballetes, y después se ponían a hacer la ensalada como si estuvieran en misa.  Las tres esposas de mis primos eran: la Zule, la esposa del Chochi (que en realidad se llamaba Zulema) y además la mamá de la Cynthia Roxana.  La Zule es muy importante, ya van a ver por qué.  Después estaban: la Pitusa, esposa de Tito el millonario y mamá de la Carla Selene, y la Yolanda, esposa del Beto y mamá de la Romina Lorena.  La edad de la Cynthia Roxana, la Carla Selene y la Romina Lorena era alrededor de los nueve meses, meses más, meses menos.  Así fueron siempre las cosas.  Fueron así cuando todavía las nenas no habían nacido, fueron así cuando Tito el millonario todavía no era millonario y fueron así cuando las tres mujeres estaban embarazadas todas al mismo tiempo.  Siempre fue así hasta que llegó aquel domingo.  Aquel domingo el humo de la parrilla venía para mi lado y yo me di vuelta para toser, cuando de repente, desde mi taburete, vi algo en los ojos de la Zule.  Vi algo como una cosa.  La Zule me estaba mirando vaya a saber desde cuándo.  Di vuelta mi cabeza alrededor de su eje y miré.  A primera vista todo estaba igual a todos los domingos: la Cynthia Roxana jugando lo más tranquila en el almácigo de las lechugas, el Chochi agachado junto a la asadera pinchando los chorizos en el agua, el Beto y Tito el millonario discutiendo como todos los domingos si lo mejor era un cacho de pan duro o un cacho de pan fresco para mojar en el querosén.  No sé si dije que nosotros optamos por la costumbre de mojar un cacho de pan en querosén para que el carbón agarre el fuego enseguida.  Hay muchos que mojan todo el carbón con querosén y después la carne se impregna y nadie le saca el olor.  Pero estaba diciendo que si uno miraba alrededor, ese domingo nada había cambiado.  Ahí estaba la Romina Lorena tironeando los ajises de la planta y la Carla Selene haciendo fintas con el andador alrededor del fuego que ya había empezado a agarrar lindo.  La Pitusa cortaba el radichón para la ensalada y desde la cocina la Yolanda preparaba la picadita para el vermut.  A primera vista todo estaba igual, pero yo, desde mi taburete, sin hablar había visto algo en los ojos de la Zule.  Pero todavía no dije cómo es la Zule.  La Zule tiene unos ojos moros así, y es muy callada, nunca habla, salvo, eso sí, y entonces hay que oírla, cuando el Chochi al pinchar los chorizos para ver si ya están, se salpica la camiseta con el juguito de la portuguesa o los pantaloncitos cortos.  Pese a que la Zule es muy callada, es muy romántica, ya van a ver.  Ahora quiero decirles cómo era ese algo que yo vi en los ojos de la Zule.  Primero fue una mirada de los ojos así, corta y rápida.  Los que hayan jugado alguna vez al fútbol saben lo que es un pase corto.  Saben cómo se pide cuando uno está marcado de cerca.  Como era antes, cuando la pared era la pared en serio, cuando se jugaba en la calle.   Como se ve todas las cosas se iban adaptando perfectamente.  Dije que la Zule es muy romántica y es cierto.  Colecciona en el dormitorio posters y tarjetas con frases y las tiene pinchadas con chinches en la pared adactadas encima del tuoalet.  Pero volvamos a esa comparación que se adacta mejor que nada: mirada corta, de arriba abajo, nada más.  Entonces me levanté del taburete.  Entre los gritos animales del Chochi y del Beto sobre cuál de los dos había tardado menos en llegar a Mar del Plata con el coche y aprovechando el humo que venía para mi lado, me amuré a la pared de ladrillos a la vista y me deslicé.  ¿Cómo me deslicé?  ¿Cómo lo podría explicar? Como si fuera un comando en una película, como si fuera el ladrón de Bagdad.  Pero ante todo olvidaba decir lo principal.  A todo esto y antes que yo, con mucho disimulo, ya la Zule se había deslizado.  Con mucho disimulo, antes que yo la Zule ya estaba en el dormitorio.  De manera que yo aparté la cortina de juncos y me metí adentro.  Desde la parte más lejana del humo llegaba hasta mí la voz de animal de Tito el millonario: “¡Qué tres horas ni tres horas, en dos horas y media llegamos, contale, vieja!”  Miré hacia adelante.  No sé si dije que en el dormitorio de la Zule y el Chochi, cuando uno miraba hacia adelante se divisaban posters y tarjetas con frases.  “Háblame con besos y caricias.  Gracias porque me distes una razón para vivir y ¿Podrías decirme de qué color es el amor?”  De manera que yo corrí la cortina de juncos y me metí en el dormitorio.  La temperatura ambiente del dormitorio estaba bastante fresquita en relación al patio terrado.  Estaba más oscuro que el patio, costaba acostumbrarse y los ojos se achicaban para divisar.  La Zule estaba allí, de espaldas.  Contemplaba (o se hacía la que contemplaba) dos tarjetas con frases encima del tualet.  Yo me le fui acercando despacio.  Primero se sorprendió (o se hizo la que se sorprendió). Después me señaló la cama con la mandíbula.  Entonces yo tomé ubicación en la cama y me senté al lado de ella.  Desde arriba y mirando para abajo yo veía la medallita que se le movía con la respiración encima del nacimiento del busto.  “Que ésta te ilumine” estaba inscripto en la medallita de oro, que era una estrella de cinco puntas con una cola de cometa como las propagandas de año nuevo.  Entonces con los dedos en U tomé la mandíbula de la Zule, la hice girar sobre su propio eje entonces la besé.  Ayudada por el silencio que reinaba en el dormitorio, la Zule se estremeció toda.  Estaba toda agitada.  Yo la volví a hacer girar y la besé bastante en la parte posterior del lóbulo del oído.  La Zule se estremeció toda.  Estaba toda agitada.  Yo la volví a hacer girar y la besé bastante en la parte posterior del lóbulo del oído.  La Zule cayó sobre la colcha como atravesada por un rayo.  Después, como si le hubiera agarrado la electricidad, se volvió a quedar sentada y dura, temblando, mirando con la mirada perdida, leyendo las tarjetas con chinches en la pared.  Ahora que estoy recordando pienso que a esa distancia no podía leer.   O se sabía las frases de memoria, o la verdad que las frases llegaban como me llegaban a mí.  Ahora van a ver.  Con los ojos moros abiertos al máximo la Zule me dijo con voz de loca, ronca y atravesada: “Háblame, háblame con besos y caricias”.  Bueno.  Acá llegamos al punto principal.  Porque fue suficiente que la Zule dijera “háblame” para que a mí me viniese como una cerrazón en la garganta y no me saliese ni una sola palabra.  “Háblame”, volvió a pronunciar la Zule y su voz se adactaba en totalidad.  Entonces, cuando la Zule volvió a pronunciar “háblame, háblame con besos y caricias”, sucedió algo incruento, sucedió lo más importante.  Yo no sé si fue la voz de animal de Tito el millonario que gritaba desde el almácigo de las lechugas: “Decile, Pitusa, decile al coso éste cuánto le pusimos desde Mar del Plata” o las uñas de la Zule que se me incrustaban en la camiseta, la cuestión es que sentí renacer la fe como si yo fuera un prócer.  Dije que las tarjetas llegaban y ahora van a ver por qué.  La cama estaba a la distancia de un penal.  O sea, de doce pasos.

          Sin embargo, yo leí.  Leí y en una voz de locura, fuerte, de director técnico.  Ahora, que el contenido de la tarjeta se adactaba como por un tubo a la situación que estaba sucediendo.  “Gracias”, le dije yo leyendo la tarjeta, “gracias porque me distes una razón para vivir”. “Más fuerte”, prorrumpió la Zule colgada de la camiseta y tirando para abajo como si fuera una desequilibrada.  “Gracias”, prorrumpí yo a todo lo que me daba la garganta, “gracias porque me distes una razón para vivir”.  “Más fuerte”, volvió a intemponar la Zule y sus uñas de gata tenían un brillo rojo a la luz que se filtraba a través de las hendijas de la cortina de juncos mientras se clavaban en mis costillas a través del entretejido de la camiseta.  Entonces yo grité.  Grité con todo, desde el alma.  Grité tanto que creo que desde que tengo uso de razón, por primera vez en mi vida en el patio terrado de mi primo el Chochi se produjo un silencio.  Además no me dolía para nada la garganta y sin que la Zule me lo pidiese grité otra vez.  Estaba por mandarme otro cuando la Zule me tapó la boca con la mano y yo sentí sobre mis labios el contacto del anillo del compromiso.  Ahora bien; quiero dejar bien sentado de ex profeso que lo que vino después no lo voy a contar.  No es de hombre andar bocineando ciertas cosas.  Lo que sí diré y nada más que a título informativo es que la sensación de peligro, que de pronto entrase alguno de mis tres primos con la camiseta ensangrentada y la mano chorreando sangre porque se cortó con el cuchillo al probar las achuras y a buscar agua oxigenada en el baño (que estaba contiguo al dormitorio de la Zule) o simplemente alguna de las nenas ya sea la Carla Selene, la Romina Lorena o la Cynthia Roxana que al alejarse gateando del almácigo de las lechugas asomasen su cabecita a través de la cortina de juncos y viesen el espectáculo, era como un desafío.  Quienes hayan jugado al fútbol, los que saben lo que es un potrero, me comprenderán.  Es como cuando a uno le mojan la oreja antes del picado.

          Bueno.  Así las cosas llega el domingo que viene, es decir el otro domingo.  Como todos los domingos los dos coches de Tito el millonario con la Pitusa y la Carla Selene son los últimos en llegar.  No sé si dije que Tito el millonario tiene dos coches: un Bosch Tornell doble árbol de levas a la cabeza importado de Barcelona y un Meopta 2 AM checoslovaco que utiliza la Pitusa importado de Checoslovaquia.  Entre otras cosas la Pitusa lo utiliza para traer los dos postres helados todos los domingos.  Todos los domingos estamos ya todos en pantaloncitos en la puerta esperando a Tito el millonario con los dos coches.  Tito el millonario llega en el Bosch con la Carla Selene sentada en las rodillas y la sandía monumental en el asiento de atrás.  La Pitusa llega en el Meopta 2 AM pegada al paragolpes de Tito el millonario con los dos postres helados.  Apenas los avistamos y apenas el Tito el millonario saluda sacando toda la mano por la ventanilla, corremos hasta el coche de la Pitusa para ayudarla con los postres helados.  Todos menos el Chochi que ya está preparado para abrir la puerta del Bosch, sacar a la Carla Selene y ayudar a Tito el millonario con la sandía monumental y que apenas sacada del coche es dejada detrás de la puerta de calle.

          Ese domingo, como todos los domingos, mientras el Chochi y el Beto apantallaban el fuego con las pantallas de junco (regalo de Tito el millonario) y ni bien el fueguito empezaba a agarrar, producto del pan de ayer sumergido en querosén, cuando la Carla Selene se encontraba saltando a caballito sobre el abdomen de Tito el millonario, previo a haber enterrado en un pocito con yelo y sal la sandía monumental dado que en la heladera del Chochi no entraba nunca, en ese momento yo vi algo en los ojos de la Pitusa.  Quizás ese algo haya estado siempre.  Tampoco me pregunten cómo lo vi, pero yo lo vi.  Aparentemente nada había cambiado.  Como todos los domingos el Chochi y el Beto apantallaban el fuego mientras se peleaban por el árbol de levas, el doble árbol de levas, la compresión, las cilindradas y el motor de siete bancadas, mientras el Tito el millonario desde el almácigo de las lechugas, con la Carla Selene en el abdomen, se reía y decía: “Hico hico vamos caballito, no, Carla Selene, no, te digo que no, los faros de iodo, pelandrún, los faros de iodo hay que usar” y mientras el Beto lagrimeando porque el humo le entraba en los ojos gritaba: “Ma qué faros de iodo ni faros de iodo”, hacía suponer que nada había cambiado. Y sí, aparentemente nada había cambiado.  Pero yo vi algo en los ojos de la Pitusa. ¿Qué es lo que vi? Difícil expresionarlo con palabras.  Vi algo corto y rápido, algo sentimental.  Mientras la Pitusa cortaba el radichón para la ensalada y los reflejos del sol a través de los agujeros de la parra daban sobre el caballete y Tito el millonario seguía gritando: “Basta, Carla Selene, basta dije, que estéreo car ni estéreo car, que le den con un ñoca que le den”, me miró.  La Pitusa me miró.  Corto y rápido como se miran los espías en las películas cuando pasan uno al lado del otro haciéndose los que leen el diario.  Entonces me levanté ipso facto del taburete y la Pitusa se limpió las manos en el delantal.  Entonces yo me deslicé hacia el dormitorio con el humo del asado a favor.  Una vez traspuesta la cortina de juncos me senté en una banqueta del tualet a esperar.  Esperé.  Había una diferencia de luz.  Del sol a plomo del patio de tierra a esa oscuridad fresquita.  Cuando ya me había acostumbrado entró la Pitusa.  Tenía puesta la blusa sobre el solero. Me erguí de la butaca y quise gritar como con la Zule.  No seré yo quien diga por qué la pitusa no me dio tiempo.  No señor.  Lo que pasó es de terreno privado.  Algo que un hombre debe callar.  Y callo.  Y aquí viene el domingo siguiente.  Al domingo siguiente la Yolanda me miró esquinado.  Un tiro corto, de elevación.  No sé si dije que la Yolanda es la esposa del Beto, sí, y la madre de Romina Lorena también.  Ese domingo el fueguito del asado había prendido enseguida (habían usado pan de ayer en lugar del pan de ayer en lugar del pan fresco para empaparlo en el querosén), el Chochi ya estaba poniendo los ajises partidos al medio encima de los chorizos a la portuguesa y la Yolanda, agachada, estaba cuidando a la Romina Lorena para que no se metiese un ají entero a la boca de la planta.  Fue en ese momento en que, al levantar los ojos, la Yolanda me miró.  Me miró como si se estuviese pintando las uñas y de repente levantase la mirada.  Así me miró.  Nada más.  Entonces yo me levanté del taburete y enfilé hacia el dormitorio.  Deslizándome por la pared de ladrillos a la vista miré para atrás.  Nadie había notado mi presencia.  El esmalte sintético rojo del taburete brillaba al sol como el caballito de una calesita parada.  Levanté la cortina de juncos y agazapado me introduje en el aposento.  Tardó mi vista en adactarse al frescor de la oscuridad.  La Yolanda tardaba pero yo sabía que iba a venir.  Entonces un poco para controlar los nervios y otro poco para distraerme fui leyendo las frases en las tarjetas.  Me leí íntegras: “¿Sabés de qué color es el amor?, Lovers Go Home, Estar enamorado, Soneto de tu ausencia y Las palabras no alcanzan”, pero la Yolanda no venía.  Con la moral baja empecé a dudar.  A lo mejor el Beto la había llamado para que le sostuviese la asadera, a lo mejor la Romina Lorena se había metido el ají entero en la boca nomás y la Yolanda desesperada estaba tratando de hacerla gomitar sobre el almácigo de las lechugas.  Puras suposiciones nomás.  Porque cuando ya estaba desatinando que la Yolanda entrase, la Yolanda entró.  La agarré de la tirita del solero ni bien vi asomar su brazo a través de la cortina de juncos y la atraje junto a mí.  Entonces la Yolanda me explicó que su tardanza se había debido al hecho de que el Beto estaba dictando cátedra y al Beto le gusta que ella lo mire cuando dicta cátedra a los giles o sea cuando el Beto habla de motores  porque si no se siente desprotegido y me mordió.  Pero no voy a ser yo quien diga dónde me mordió.  Tampoco lo que vino después y cómo se adactaron las cosas.  He jugado lo suficiente al fútbol en mi vida (el fútbol de antes) para saber lo que es una escuela de conducta.  sólo quiero decir esto porque aparte de su adaptación tiene sentido: horas después de lo que pasó y cuando ya andábamos por el postre helado y el Chochi, Tito el millonario y el Beto, medio entre San Juan y Mendoza, sentados en los perezosos con los ojos colorados seguían discutiendo la relación de compresión y cilindrada, la Zule, la Pitusa y la Yolanda se miraron rápido entre sí.  Se miraron rápido como si hicieran tres pases cortos con los ojos.  Se miraron con respeto.  Después volvieron a bajar la vista.  Fue entonces que Tito el millonario se levantó del perezoso.  Agarrándose de la tabla del caballete hizo presión para arriba y se levantó.  Estaba extrañamente callado.  Medio tambaleándose, con el cuchillo de probar las achuras en la mano, fue hasta cerca del almácigo de las lechugas y desenterró del pocito la sandía monumental.  Después le fue limpiando los cachitos de sal gruesa y barro que se le habían quedado pegados con el barro que hacía el yelo.  Después le clavó el cuchillo y la trajo hacia la mesa.

         Mientras cortaba las tajadas dijo que con los coches importados iba a haber problemas.  El Beto contestó que eso era para los giles que no entienden nada de mecánica y el Chochi dijo que los mecánicos se iban a aprovechar de lo lindo: “vas a ver que por cualquier rulemán te van a arrancar la cabeza”, dijo, y entonces Tito el millonario empezó a gritar golpeando con el mango del cuchillo sobre las tablas del caballete “que le den con un ñoca, que le den”.

          Sentado en mi taburete rojo yo callaba. Algo flotaba en el ambiente.  El silencio de la Zule, la Pitusa y la Yolanda me pareció más silencio que nunca.  De pronto el Beto lo miró al Chochi, el Chochi lo miró a Tito el millonario y Tito el millonario me miró a mí.

          Los ojos de Tito el millonario estaban tan colorados como la sandía.  Masticaba la sandía sin apuro, separando los carozos en la boca, tenía el cuchillo en la mano, dirigido hacia mí.  Nadie hablaba.  Respiré hondo y a través de la parra miré hacia el sol.  Tuve que cerrar los ojos enseguida.  El sol picaba como nunca.  Entonces Tito el millonario escupió despacito los carozos de la sandía y sentado en el perezoso los fue desparramando con el pie sobre la tierra manchada de vino.  Cosa rara: por primera vez me di cuenta de que Tito el millonario usaba zapatillas de básquet.  Entonces Tito el millonario, haciendo palanca con el mango del cuchillo contra la tabla del caballete, se levantó del perezoso.  La tabla se inclinó un poco y las cosas tintinearon sobre la mesa.  A través de los agujeros de la parra un medallón de sol le daba en la rodilla.  Desde el banquito a contraluz, se le veían los pelitos del vello de las piernas y Tito el millonario se me fue acercando.  El cuchillo de probar las achuras refulgía.  Nunca pensé que pudiera refulgir tanto.  En la mano de Tito el millonario el cuchillo se movía.  yo vi estrellitas que salían del contrafilo y me acordé de la medallita de la Zule y me acordé cuando me dieron la patada en la cabeza en el partido de casados contra solteros hace diecisiete años.  Dio otro paso y ahora el cuchillo lo tenía frente a mí, grande y entre los ojos, como en el cine.  yo miraba el cuchillo que se movía cuando Tito el millonario dijo: “¿Y vos? ¿Nunca decís nada vos?”

De  "CERRADO POR MELANCOLIA", Editorial de Belgrano, Bs.As., 1985.  


 

(*) CÓMO FUE ESCRITO "A MÍ NUNCA ME DEJABAN HABLAR" Por Isidoro Blaisten

 

    Creo que comencé a escribir este cuento por solidaridad con el protagonista. Me gustó el personaje. Me fue ganando ese hombre solitario, silencioso en un mundo de mersones estridentes, y que en voz baja va urdiendo su curiosa venganza.

    Por otra parte, siempre me gustaron los héroes que no tienen grupo de pertenencia, que van siguiendo su destino implacable al margen de las modas y de lo conveniente.

    Veintiún años atrás, Juan Sasturain me había pedido un cuento para publicar en la revista Superhumor. Yo estaba terminando este cuento y se lo mostré. A él le gustó mucho, mucho más que a mí, y lo publicó con tres maravillosas ilustraciones de Fati (Luis Scafati). Digo maravillosas porque la recreación que hizo Fati de los personajes, los retratos de la Zule, de la Carla Selene, de la Romina Lorena y Tito el millonario, en camiseta, con el cuchillo en el aire y los chorizos colgando, me revelaron una lectura distinta: la preeminencia de lo visual que estaba oculta en el texto.

    Latente entre la palabra y el silencio estaba lo visual. Fati me hizo comprender que la imagen y el silencio se parecen. El personaje principal no habla; las mujeres, las esposas de los primos, tampoco. Los demás, los primos, gritan. Y el que más grita es el que más plata tiene. "¡Que le den con un ñoca, que le den!", grita a cada momento Tito el millonario.

    El otro primo, el Chochi, el que pone la casa, "el patio terrado", ejerce el poder a través de los chorizos: "A mi primo el Chochi le corresponde hacer los chorizos a la portuguesa para lo cual hace un espamento bárbaro. Que nadie le vaya a pinchar un chorizo porque pone el grito en el cielo. Porque como los pincha él no los pincha nadie."

    Dentro de la lucha por el poder está la competencia. Todos discuten sobre coches, todos menos el protagonista, a quien nadie oye, a quien nadie escucha: "De manera que si yo quería emitir algo sobre el árbol de levas, los cojinetes de bancada, los aros de pistón o el estéreo car de base movible, parecía que las achuras sobrantes y arrugadas eran los únicos seres vivos que me escuchaban. Siempre fue así."

    Siempre fue así hasta el momento en que el protagonista, que es el único que no tiene nombre, percibe algo en los ojos de la Zule. La mirada del protagonista es siempre lateral, y el silencioso juego de las miradas es siempre comparado con el fútbol, la intuición de la jugada, la pared, los pases cortos. El personaje, como se decía en los viejos sainetes, non parla ma se fica.

    Además, como se verá, hace otras cosas.

    El final, abierto, es misterioso y ambiguo.

    Las marcas de los coches son totalmente inventadas. No existe el Bosch y el Meopta 2 AM es la marca de una ampliadora checoslovaca de mi época de fotógrafo.

 

(Tomado de: "El cuento ilustrado 2", publicado por la Editorial Municipal de Rosario con motivo de la IX Feria del Libro de Rosario, 2007.)