LA VOZ DE MI MADRE

 

 

       Yo soy la voz de mi madre.
       La breva es el fruto temprano de la higuera americana. Mientras el invierno despojaba a la higuera de su follaje, reflexionaba en dar frutos magníficos. Se sentía pobre y no le quedaba otra cosa que la imaginación. La breva es el fruto en que había soñado. En la osamenta de la higuera, que es toda rama, y en el mes de noviembre, brotan las brevas, una aquí, la otra más allá, como los planetas en la noche. Son unas pocas. Las higueras de Europa no conocen este milagro. Mi madre era criolla y morena, como las brevas.
       No envidio las infancias más felices. La mía fue incompara­ble. No me dio la fortuna que el "dandy" de mi padre derrochaba en levitas y pantalones color canela. Me la decoró la fantasía. Mi madre quiso darme, como Sarmiento a la Argentina, la sensación de un porvenir maravilloso. (Sarmiento le obsequió con una lapicera de jade en unos juegos florales donde ella presentó un trabajo sobre "La educación laica de la mujer"). Ella miraba ha­cia delante del Tiempo, como, en la leyenda, se mira hacia atrás de las espaldas del Tiempo. Y puedo afirmar que todo lo que sé lo supe antes de aprender a leer. Mi madre sembraba semillas doradas en mi espíritu, como en los cajones de fideos los alma­ceneros de antaño ponían dentro cometas de papel plateado. ¿Con qué lógica?... ¿Con qué motivo?...
       En su "escuelita" de las calles Estados Unidos y Balcarce, donde enseñaba a deletrear a los niños del barrio de San Telmo, y que los criollitos imprecisos, hijos de italianos, tildaban a gritos, en la puerta de calle, para desaparecer luego:

       "¡Maestra ciruela,
       Escuela de la 'linyera'!",

yo era el único niño a quien mi madre no enseñaba a leer. Tal vez, en su espíritu, que era el mío, creía que no lo necesitaba para penetrar el secreto de las cosas. Pero, en cambio, ningún niño fue llevado más allá, de la mano, por un adulto, que donde me con­dujo aquella mujer, que era hermosa y de perfil griego como Dia­na, sin que me amedrentase el misterio de los bosques intrinca­dos de la sabiduría donde las religiones han colocado a los temi­bles dragones que comen niños y señoritas crudos. Mi madre les clasificaba, sin empacho, con sólo juzgar sus huesos, como Bucher de Perthes y Cuvier, de quienes era admiradora: gliptodontes o plesiosaurios.
       Si yo hubiera dormido en aquellas cuevas que la mitología coloca en la isla de Creta, y que pudiéramos llamar hoy los rega­zos del saber, y en ellas hubiera soñado como Ulises y hubiera tenido un comentador del tamaño de Hesiodo, no me hubiera hallado mejor dispuesto de lo que estaba al dejar atrás mi infan­cia, entrando en la pubertad, después de haber entendido la cosmogónica poesía de una América que se descubría a ella mis­ma (como Venus desvistiéndose de las ondas del mar) y que el aliento, que tornábase tibio al pasar por el brasero de los labios morados de mi madre, aportaba hasta el caracol de mi oído.
       Yo soy la voz de mi madre. Es ella quien se sonríe y divierte —sonriendo y divirtiendo, como hay que educar a los niños—, en estas páginas, en que el error se muestra seductor, universita­rio y castellano; donde el soberbio lema: "Limpia, fija y da es­plendor", cae deleznable en el polvo como un frontón carcomi­do. Sin embargo, ese madero apolillado que nos dejó la España en el Río de la Plata ha enriquecido las inmensas tierras de alu­vión, que parecían no necesitarlo. Las piedras fabulosas, los ani­males extraños y la botánica del sortilegio sirvieron de levadura a la nueva nacionalidad. Cosas que han olvidado los doctores. Yo las recojo. Es la voz de mi madre quien me las dicta. Porque esa criolla batida después de tantas generaciones, como la Eva bíblica del barro, con el limo del río Uruguay, biznieta de Joa­quín Campana, que nos quiso echar a perder la Revolución de Mayo, en la junta del año 11, por exceso de saavedrismo, sobrina de la poetisa doña Petrona Rosende de la Sierra:

       "Y, exclamó Jove inmortal, 
       con voz que las auras hiende: 
       Esa es Petrona Rosende, 
       Esa es la Safo oriental"1

hija de don José Miguel Díaz, médico, periodista, hacendado, diplomático y explorador, que se educó en el Liceo Nacional de Río de Janeiro, con el que fue más tarde Don Pedro II, y ambos hicieron entrar en el colegio, dentro de un baúl mundo, a una hermosa mulata, ¡escándalo y alegría!, proeza por la que más Tarde1 su amigo el Emperador le nombró caballero de la Orden de la Rosa, esa mujer me pidió que al morir la enterrara al pie de un árbol de durazno, para devolver a su tierra lo que de la tierra había recibido.
       El destino quiso que muriera en la América que tanto amó y lejos de la Europa que recelaba. Todos los males le venían del viejo mundo. Su tumba está en la ciudad de Río de Janeiro y en un cementerio claro en medio de un circo de montañas. Su tumba tiene más tierra que ladrillo encima de su cuerpo, de lo que debe estar muy contenta. Mi hermana ha plantado sobre su pecho un rosal. Cada vez que he ido a visitarla, una rosa pálida, como la llama de una lámpara de alcohol, flotaba sobre sus ojos.
       Su cuerpo está allá. Pero la ceniza de su espíritu soy yo quien la posee. Yo la depositaré con estas páginas al pie de un pobrecito duraznero (mi abuelo sembró millares desde el Río Negro al Chaco) a quien mi madre, que veía en la Argentina "la mesa puesta de la Humanidad", hubiera querido, con la materia de su vida, enri­quecer y hacer de un durazno el poema de sabor y de perfume que sólo la feliz Argentina puede ofrecer al mundo. Mi madre quería ennoblecer, hacer más grandes, más importantes, más hermosos, los duraznitos de la tierra que, cuando yo era niño, los compadritos ceceosos del Bajo de Palermo, descendientes de mazorqueros, tomados a las barras de un carromato, ofrecían a voz en cuello:

       "¡Durazno criollo del Tigre, 
       a veinte centavo el ciento!".


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128 de Septiembre 1861

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1 Francisco Acuña de Figueroa.