FUNCIONARIOS

 

 Los conquistadores se llevaron por delante la montaña, los indios y la llanura estéril. Murieron estúpidamente, pero magní­ficos dentro de sus cotas de malla o habiéndose puesto el mejor jubón de terciopelo de Venecia, gorla de encajes de Flandes y camisa de Holanda para entrar al infierno.
        Detrás suyo quedaron para llorarlos y fijar sus proezas en las probanzas e informaciones los seres incapaces de seguir a los adelantados. Muertos los conquistadores, quedaron los funcio­narios, sus herederos. El reumatismo y la tos los acogieron como los brazos de un sillón frailero. No teniendo pliegos que cerrar con sus lacres, se entretuvieron en crear pleitos por motivos de presencia. El protocolo agotó la paciencia y el papel de oficio durante los tres siglos de la colonia. Creó grandes tempestades en un vaso de agua. El pendón representaba al rey y el funciona­rio a la España seca y sin frutos. Alrededor de estos funcionarios se desenvolvió lentamente la ciudad. ¿Era acaso necesaria una ciudad?... No. Fue una cárcel de calles derechas para mejor vigi­larlas desde el fuerte y desde la catedral. La primera revolución americana es hecha por el Consulado contra la burocracia espa­ñola, dando la libertad al comercio de cueros. La Revolución de Mayo puso a los funcionarios en la calle, pero sus nietos volvie­ron por el bien perdido y ya en 1832 estaban de nuevo ensucián­dose los dedos con tinta y recortando plumas de ganso para escri­bir, prolijos: "Mueran los salvajes unitarios".
        Cuando llegaron los gringos, los funcionarios intentaron cor­tarles el camino. Pero iban lejos. Iban a poblar la pampa y era demasiado heroísmo dejar la ciudad y la aduana por el campo pelado. Los funcionarios quedaron apiñados alrededor de la Pla­za de Mayo y crearon con los años una enfermedad de congestión a la ciudad. La administración continúa concentrada a los pies de la Pirámide.
Nada hay más triste en un país joven que el alma vieja de un empleado nacional. Es que odia a la juventud que lo desplaza. Sueñan con envolver el porvenir dentro del hipogeo egipcio de un bicho de cesto. Las ruedas mecánicas de la administra­ción —lo que es una figura literaria— desgraciadamente no se los tragan, como las poleas de las fábricas a sus obreros. Si cabe una selección en el país, vendrá suprimiendo las taras parasita­rias de una administración excesiva.
        Sidrach preguntaba:
        —"¿Cuál es la cosa más segura, más bendita, la más digna y la más bella?...
        —"El alma.
        —"¿Cuál la más fea, la más peligrosa, la más maldita, la más vergonzosa?...
        —"El alma, también.
        —"¿Cuál es la mejor cosa que podemos tener en sí?...
        —"La lealtad.
        —"¿Y cuál la peor?...
        —"La envidia".

        Por eso en las oficinas públicas no hay espejos. Para evitar que los funcionarios se vean el alma...