Once mil vírgenes es un número que entra en la fantasía americana, para quien la mentira es sólo una exageración de la verdad. Los misioneros daban cuenta de su persuasión, de su catequización —y ese era el loable propósito de la conquista de América por los Reyes Católicos—, repasando las cifras imaginables para la mente triste y castellana, habituada a la miseria real y al ensueño aleve. La América se hizo católica de golpe. Los indios fueron bautizados y pidieron el bautismo como los indios mosquitos del Caribe pedían a los marineros ingleses les dieran nombres sajones. Les gustaba llamarse Smith, Lynch y Brown. Les pedían el apellido como pudieron exigirles una pipa de fumar torneada en Dunhill. Los indios de México, Perú y Paraguay —salvo los charrúas, que hacían honor a su ferocidad— buscaron el bautismo, para justificar la existencia del milagro, en cantidades agobiadoras para los misioneros, que sabemos bien no despreciaron el oro y la cananogia. Cuentan los jesuitas haber bautizado 24.970 indios en un día y haber recibido 29.500 confesiones de hombres que no sabían hablar el español. "Hubo días, agregan, en que les faltaba el vigor del brazo para levantar la mano y hacerles a los indios hediondos la señal de la cruz".