LA IGLESIA

 Los muros de las iglesias de la colonia donde nos bautizaron eran de adobe crudo. Los pájaros entraban a sacar las pajas secas para sus nidos de la fábrica sagrada. La iglesia era siempre un vasto salón en que el suelo fue de baldosa cocida y las paredes blanqueadas o rosadas a la cal. Los altares estaban dentro del muro. Eran nichos de los que se caían los santos mal equilibra­dos. Las tallas en maderas verdes del país se abrían, se rajaban a la humedad o al calor, porque aun trabajaba el corazón del árbol. Las llagas de San Roque eran verticales y la sinovia de su rodilla enferma, savia de guayacán o palo santo. Los artistas eran indios a quienes se les guiaba la mano. Los santos parecían, por lo de­formes, enfermos, o calcos para un museo de medicina. Los án­geles no dejaban de ser obesos y sus alas, pesadas y coloreadas, daban a las iglesias el aspecto de grandes pajareras. No era una antesala del paraíso la iglesia, sino una sala de espera en un asilo de dementes.