CIENCIA Y MISTERIO

 

Aquí termina un libro terrestre y
 co­mienza un libro celeste.
Ph.De Thaon


         Después que Galileo miró la materia a través de un vidrio de aumento, al haz de luz ustoria que la penetraba, puesto que detrás suyo iba la curiosidad divina del ojo humano, la materia comen­zó a deshacerse. Dejó de tener secretos. Desde ese día, el hombre miró hacia arriba y hacia abajo con igual desenvoltura. No subió más al cielo ni quiso bajar al infierno. Abocóse a lo grande y a lo finito con igual desparpajo, y, a fuerza de telescopios y micros­copios, los desvalijó del arcano que encerraban. Los libros alma­cenaron, en un siglo escaso, tanto conocimiento controlado, que no hubo sitio en la tierra para levantar bibliotecas en que conser­varlo, y en los huecos de los árboles de los jardines de Sevilla, las municipalidades andaluzas, de puro leídas, depositaron libros para los desocupados que antes sorbían sólo la brisa perfumada y sonreían a las criadas.
         Las bibliotecas se alzaron como una valla sobre las rutas reli­giosas de la leyenda y de la filosofía. No se pudo ir ya a las igle­sias ni a los socráticos jardines de la Academia. Los libros carga­dos de verdades de a puño nos desencantaron. Los hombres per­dieron las trazas y las medidas de lo fabuloso. Lo que no alcanza­ba a los lentes no fue ya de este mundo, y a fuerza de agrandar el poder de prospección de los instrumentos, no nos queda ficción flotando en el éter.
         Este conocimiento de más en más profundo de las cosas y de su naturaleza, enteramente físico, ha desilusionado a la poesía. Las fuentes se secan. Los poetas no pueden mentir más. Y muy por encima del tapiz viajero o de la nube, en que los preparadores de catástrofes hicieron perder el pie a la humanidad durante tan­tos siglos, vuelan seguros y dueños del espacio el cohete, el avión y el dirigible. Los barriletes de los poetas se enredan en los hilos del telégrafo y en los postes de hierro de las corrientes de alta tensión mueren, electrocutadas, las tarascas.
         El hombre tiene la verdad entre sus manos, donde otrora tenía una ristra de avellanas secas que llamaba rosario. El hombre lle­va ecuaciones matemáticas preciosas en sus labios, por donde antes emitía sonidos tan mentirosos como el canto del ruiseñor. Aquel hombre que mentía a Dios, rezando, que mentía a sus con­temporáneos y a la posteridad, inventando historias, ya no sedu­ce mujeres incautas con la mandolina de sus cabellos largos. Es un objeto de ropavejería. Si se atreviera a decir lo que piensa, si se animara a mostrarnos el mundo soportado por cuatro colum­nas bíblicas, a describirnos cómo el dragón, de un golpe de cola, abate un elefante; a contarnos cómo el noruego baja de la monta­ña para venderles el viento a los navegantes, viento que trae den­tro de un pañuelo; si nos mostrara al marino español cayendo cuesta abajo por la pendiente de las aguas, una vez pasado el muro del ecuador; si nos hiciera seguir al cruzado que va a Jerusalén sin saber dónde queda la ciudad santa; si nos describiera cómo se alimentan, sólo de lotos, los egipcios; si nos vendiera tierra de Irlanda para matar víboras; si nos diera a beber "vinagre de los cuatro ladrones", en que se ha hervido un perro colorado, para curarnos de la peste, ese hombre que sabía muchísimo, tanto como los sabios de Oxford, Pavía y Salamanca el día en que Shakespeare escribió "Hamlet", lo llevaríamos, pacientemente, hasta un hospicio y se le ofrecería un lecho numerado en un asilo para dique de su suave locura.
         Ese conductor de ciegos y tuertos tenía los ojos llenos de visiones. Dios había hecho al hombre de su aliento, pero al expulsarlo del paraíso, el hombre se rebeló y concibió un mundo a su antojo. Este mundo real e imaginario, este falso decorado de tea­tro inventado por un huérfano sin ombligo, ha durado veinte mil años…
Por entre las rejas de hierro de las catedrales, que fueron, in­distintamente, hebreas, musulmanas y cristianas, continúa salien­do el perfume del incienso y la voz de los salmos, mientras el conductor de las muchedumbres asombradas se ha venido abajo del pescante. Los caballos que dirigía han perdido las riendas y el carro pomposo y decorativo es hoy día una lanzadera diabóli­ca. El conductor ha sido aventajado por sus propias bestias, el unicornio, el fénix y el basilisco. Los nuevos aurigas, viéndolo caído en mitad del camino, le han pasado por encima.
         Las muchedumbres que lo admiraban y que estaban hechas a su semejanza, calculando del valor del vino y del oro que guarda­ba en vasijas obscuras ¿qué han devenido?... Las muchedumbres se han puesto, lentamente todavía, con excesiva dificultad, a se­guir las nuevas rutas que traza con pulso firme la ciencia. Rutas chatas y sin encanto que las llevan desde un laboratorio peligroso hasta otra usina espaventera. Esas muchedumbres se "van hacien­do" al esfuerzo y seguirán, como puedan, a los audaces que señalan el destino sin preocuparse de las asociaciones millonarias de débi­les a quienes no se les puede dar a rehacer las Pirámides.
         Esta muchedumbre de segundones no había leído libros. Sólo había mirado estampas y recitado de memoria su Corán, el cate­cismo del padre Astete. Los libros de vulgarización científica, españoles, que leyera, estaban aun escritos por Isidoro de Sevilla en el siglo VII. No conocía los hechos con exactitud. Prefería la cosa como símbolo mucho más que como cosa en sí. El primer argentino que leyó el "Teatro crítico" del Padre Benito Feijóo, enciclopedia española razonada inicial, fue Domingo F. Sarmien­to. Pero antes que nuestro educacionista echara la semilla de ci­vilización, la barbarie en que vivía nuestra tierra, la falta de in­formación de que adolecía o la información de cepa española, le hacían vivir sobresaltada al borde del milagro y de lo fabuloso1.
         Es para las muchedumbres que tenían en sus pechos vacíos la sonoridad de los tabernáculos en que se guardan los cálices, sin­tiéndose despojadas del misterio barato que se les diera en custo­dia, que me puse a escribir este libro, o, si se quiere mejor, a recoger, sobre la extensión de la Argentina, una fantasía de papel coloreado, de papel picado, con que se adornan las trastiendas en los días de fiesta, se decoran los altares de los ranchos, y los niños aplican, con engrudo, en dibujos que dicen geométricos, en sus cuadernos de trabajos manuales.
_____________
1"Nosotros, al día siguiente de la Revolución, debíamos volver los ojos a todas partes buscando con qué llenar el vacío que debían dejar la Inquisición destruida, el poder absoluto vencido y la exclusión reli­giosa ensanchada". — D. F. Sarmiento.