EL SILENCIO DEL CAMPO

 

 La soledad y el silencio tienen sus orquestas. El campo y la montaña le ofrecen sus acústicos anfiteatros. Los ruidos pueblan la soledad que nunca fue silenciosa. Pero hay que saber oír.

           El chirrido es el violín de la llanura.

           Cielo y tierra, tierra sin límites, sin seres vivientes, y cielo sin pájaros, sin alondras que horaden la madrugada, sin alondras que destornillen el rocío de la tarde, persiguiendo los rayos del sol poniente y no sabiendo cuál de los dos es la bala perdida: si el último vestigio de la luz solar o el pájaro en el cielo raso azul.

           En ese escenario vacío se oye un chirrido.

           Es el grillo que tritura el cadáver, o el cajón fúnebre y de ébano del cuerpo, de una hormiga. El grillo se enseñorea. El chirrido del grillo atraviesa la pampa.

           En la noche estrellada, en la noche cerrada, donde la presencia de las cosas es denunciada por la silueta negra de los cuerpos que han ardido, se oye un chirrido.

           Es una víbora que busca un agujero dormitorio de gusanos, asilo de noche de cocuyos, y su festín de Nabucodonosor. Manes, Thercel, Phares...

           En la playa desierta de la pampa, donde el viento que venía del mar ha perdido la sal y el destino, se oye un chirrido.

           Es el sulky de un chacarero que va hacia el pueblo a comprar yerba. La rueda está dormida y el eje del coche está oxidado.

           En la soledad que le crea ex profeso, como un pueblo perseguido que se retira, la pampa al aventurero, se oye un chirrido. Es un ruido agrio y firme, constante como la desgracia y la pobreza. Es el juego del yugo y el testuz de los bueyes de la carreta que da las espaldas a la civilización y busca los caminos del futuro, los lagos suspendidos del Neuquén, las quebradas de los Andes o los pedregales de las Punas. Ese chirrido es el ruido de la sangre que riega el cuerpo informe del país, todavía estacado como Gulliver, pero que despertará dentro de poco.

           Un chirrido subraya la noche. Una lechuza anuncia su paso.

           El chirrido atravesó la llanura argentina como un hilo de alambre invisible hasta que los alambrados le ofrecieron el extenso lecho que pedía su alargada personalidad y los hilos del telégrafo recibieron sus ondas afectuosas. Los hilos del telégrafo, que murmuran sobre el campo.