EL AVESTRUZ

Los hombres que no han tenido una nodriza inglesa y nacidos entre tierras, sin ver el mar, no pueden tener ojos azules. Los que hemos nacido en la llanura nos imaginamos la montaña como un límite divisorio, un muro natural, un puente levadizo descompuesto e infranqueable. La montaña es alta y plana cortina sobre el horizonte. Nada más. Y cuando pensamos en el avestruz, en obsequio de ese ágil jinete, nuestro país pierde las montañas y se torna excesivamente chato, ofreciendo un largo campo de carre­ra al ave que no quiere volar, estando tan segura, como está, de escapar al peligro con sus patas. El adversario no lo comprende. El avestruz se prepara rastreando constantemente el campo. Se dijera que busca algo que ha perdido o se le ha caído del buche. Su pico espulga la tierra, su olfato le orienta por una mejor pista y son sus ojos graves, que reflexionan al mirar, los vigías del horizonte. Mientras no lo estrangularon los alambrados y se col­gó en los hilos de acero y se rompió la cabeza contra los postes, cruzó el territorio en busca de un médano en que dejar sus hue­vos. Eran enormes tortillas preparadas por el Supremo Hacedor. Alrededor del nido en que empollaba, sintiendo llegar los charabones, rompía dos o tres de esos huevos que no habían res­pondido a su calor. La yema se descomponía al sol y las moscas y los gusanos preparaban el banquete de los charabones al nacer. Sus plumas aportaron un poco de comodidad al rancho del pobre. Los parasoles pasearon el recuerdo del avestruz, cotidia­namente, en el paseo de la Alameda. Las elegantes porteñas se protegían del sol y de las pecas bajo sus plumas, mientras el in­dio y el gaucho saboreaban la picana de su carne morena en el primer guiso de nuestra cocina criolla. Sus huevos eran indiges­tos, su carne era pesada; pero el buche del avestruz molido apor­tó la panacea a todos los males del estómago y la pepsina fue invención de nuestra farmacia casera.