Yo no estimo Buenos Aires
que lo he visto hacer con barro.
Casuchas de las afueras,
fabricadas en el campo,
entraban a la ciudad
con el sombrero en la mano
como pidiendo perdón
por tener algo de gaucho.
Casas sin salas al frente,
- muros de ladrillos ásperos –
todas del mismo color,
con hábito franciscano,
color que huele a limosna,
color que tiende las manos.
Casas que nunca perdieron
la huella de los andamios,
con buracos en el cuerpo
que eran troneras del diablo,
refugios de sabandijas
y otras semillas de escándalo.
Casas que llevaron siempre,
-como en el anca-los palos
del telégrafo que alza
hacia la pampa los brazos,
y los alambres murmuran
al oído de los caranchos
hacia donde van las tropas,
Levalle, Allaria, Campos,
que van corriendo los indios
con el poncho, pampa abajo.
Casas que tiempos después
tienen los pies en el charco,
que las casas del suburbio
se alzaron sobre bañados
rellenos con desperdicios
y sobre bases de escarnio.
Sus "piedras fundamentales”
fueron pares de tamangos,
que abandonó el Judío Errante
ya molido por los años;
fueron pedazos de loza
y fueron fondos de frascos;
fueron arcos de barricas
y fueron ropas de vagos,
y fueron cajas de lata
y osamentas de ganado,
pedazos de hierro viejo,
oro: bronce. Plata: estaño.
El lustrador de botines
emergió de esos pantanos.
Surgió como una protesta
indignándose del barro.
Nació en la Italia malárica,
-entre Nápoles y el Lacio-
su padre, lo hizo a "trincheta"
su madre, lo "coció a mano"
y se instaló en las recovas,
frente a la Plaza de Mayo,
donde cantaba victorias,
con betún, cepillo y trapo.
Sirviéndole de modelo,
por sus destellos dorados,
el sol que está en la Pirámide,
-fuente de charol preclaro-
y ponía en los botines,
rayos de aquel sol de Mayo.
¡Buenos Aires, es divino
ya que lo hicieron con fango!
Del barro de las afueras
que fue carne de sus pardos,
salió el ritmo de los valses
y la cadencia del tango.
Para cruzar el suburbio,
su dandy usó taco alto.
Difícil fue la jornada.
Avanzó tragando obstáculos.
Y haciendo eses y ochos
se dirigió hacia el asfalto.
Marchaba "pisando huevos",
cantando paso por paso.
A su pantalón francés,
nunca le llegaba el barro.
Ponía en las capelladas,
amor propio de mulato.
Con un clavel en la oreja,
que trocaba por un nardo,
en las esquinas paró
afirmándose en los barrios.
Las veredas de San Telmo,
comprendieron a esos guapos
y aflojaron las baldosas,
como hembras, bajo su taco.
Un tanto alzado de hombros,
iban imitando al gallo
que busca siempre una altura
de donde lanzar su canto;
y dando fe de civismo,
se treparon a los atrios
para gritar: ¡Viva Alem!
y luego: ¡Alfredo Palacios!