SOBRE LA ORILLA QUE SE ABISMA
por Roberto Retamoso
En ocasiones, un título es un condensado que intenta significar, desde la brevedad de su enunciado, la vastedad de un sentido al que se querría ceñir en la economía de sus términos: operación imposible y sin embargo necesaria, ya que titular es el acto que funda la identidad de un cuerpo textual en la inminencia de su por-venir.
De esa imposibilidad puede emerger, no obstante, un título que diga, como una brevísima obertura, la elementalidad de un sentido que sólo podrá ser leído cuando el texto despliegue aquello que su nombre anuncia: “La orilla que se abisma” prefigura, en su decir metafórico, el advenimiento de un universo en el que las significaciones, tan infinitas como el espacio donde se despliegan, abren sus orillas sobre el borde inalcanzable de su inconmensurable extensión.
Margen litoral -y margen literal- la orilla que se abisma es lo que se pierde, hundiéndose en una horizontalidad sin límites, en el instante en que la mirada se abre a un “otro lado” cuya fuga desdibuja los límites del terruño y los confunde, en ese desdibujarse, con los contornos evanescentes del universo.
No sólo se abisma la orilla. Junto con ella, se abisma la mirada que busca aprehenderla, en una contemplación extática que refleja el espectáculo del abismarse universal, el tiempo y el espacio míticos donde el mundo deviene totalidad en la fugacidad de un reverberar, el de la luz o el sonido.
Abriéndose, abismándose, el mundo es. Hecho de un extrañamiento “de sí” que se consuma en el silencio y el vacío, el universo es todo lo que restituye la gracia de la imagen, como modo de afirmación de un sentido que desearía iluminar la densidad de lo abismado. Iluminación fatigosa y perpetuamente fallida, en la medida en que nunca se termina de decir el allá que la imagen vislumbra -y por ello el decir se vuelve asimismo infinito-, en ese susurrar luminoso el texto renace en cada uno de sus desfallecimientos, para insistir desde sus silencios y escanciones en su pretensión nobilísima de instaurar el cosmos.
Tratando de significar ese espaciamiento que abre las márgenes del mundo hacia un confín “que no sería”, el texto deviene espacio él mismo: los versos dibujan una topo-grafía que instaura orillas imprecisas, márgenes fluctuantes y lábiles que se esfuman en sus proyecciones sobre el continente vacío de la página. Como una mímesis sutil que quisiera mostrar ya no la imagen sino la forma de la imagen, los versos se dispersan configurando un espacio textual cuyos límites se hallan constantemente en fuga: de verso en verso, de poema en poema, el texto se construye como un espacio infinito, discurriendo morosamente en un movimiento perpetuo que conoce, él también, momentos de remanso y discontinuidades que ritman su fluir incesante.
Al representar el espacio, el texto se presenta como espacio. Abierto a la “intemperie sin fin” del vacío de la página blanca, espacializa además sus articulaciones para mantener su decurso: por encima de los versos, va tramando su ilimitada sintaxis, para engarzar, a la manera de las cuentas de un collar que nunca terminara, la solidez de sus puntos sustantivos con el hilo de aquellas partículas conjuntivas o prepositivas que en la lengua solamente representan el lugar de un pasaje.
Esa textualidad en permanente expansión es la inscripción de una escritura múltiple en cuanto a su naturaleza significante. Porque así como la escritura intenta reproducir de manera fidedigna la oralidad de un discurso modulado por entonaciones, interjecciones, silencios y sonoridades que orquestan su pudorosa armonía, por otra parte lo grafemático adquiere un valor suplementario al generar un exceso de sentido en la composición “pictórica” del poema.
La línea discursiva que recorre en su desarrollo moroso -y aquí la morosidad es un efecto de lectura que produce la complejísima sintaxis del texto- la infinidad de versos irregulares que se despliegan desplazando sus posiciones de un lado a otro de la página, significa, más allá del carácter grafemático de sus elementos, una representación "visiva" -visible- del río, en la medida en que esa línea reproduce, a la manera de un diagrama, las formas del curso cambiante pero eterno de ese río al cual no cesa de nombrar. La letra oscila de ese modo en una polivalencia “semiótica” generada tanto por su función reproductiva de lo fónico cuanto por el sentido icónico que produce su composición espacial, al modo de una figura que sobresignificase al objeto poetizado; esa figurabilidad que desborda la mera función de notación de la escritura resulta, además, la marca de otras escrituras que establecen un horizonte textual sobre el cual, y contra el cual, el texto se construye.
De un lado, la escritura del simbolismo: de ella evocan los poemas su elaborada fonética, el verso libre, la alta conciencia de los procedimientos compositivos que generan la imagen, pero sobre todo ese lugar paradigmático en su excepcionalidad que es “Un golpe de dados…” de Mallarmé, cuya composición espacial sostenida por una sintaxis expansiva constituye una suerte de modelo que orienta la escritura orticiana.
De otro lado, la escritura de la poesía china: en este caso, un modelo inaprehensible dada la radical alteridad que supone la escritura ideogramática, pero que no deja de alumbrar al texto en la manera de construir “caligráficamente” su bidimensionalidad, o en el modo de inscribir el vacío, no sólo como blanco sino también como efecto de elisiones de unidades significantes.
Ese horizonte textual -verdaderamente universal en su doble nivel de alteridad- no constituye sin embargo un límite que recortaría, acotándolas,
las formas de una escritura reproductiva: ni simplemente simbolista, ni mucho menos oriental, la escritura orticiana opera sobre ese horizonte para provocar la singularidad de su propio suceso. Diríase que de lo que se trata, en todo caso, es de una manera del devenir del poema, de un modo de realización que escapa -como la escritura mallarmeana o la escritura china- de la pura linealidad del lenguaje para instaurar, en su espacialidad significante, la ambigüedad esencial de la palabra poética. Ambigüedad que no debe entenderse aquí como simple “autorreferencialidad” del texto ni como una especie de polisemia que sería desactivada por algún tipo de interpretación hermenéutica: el espesor semántico de la escritura orticiana, si bien comporta los signos de su propia poeticidad al tiempo que significa al mundo, está dado fundamentalmente por una construcción sintagmática que potencia, en un grado sorprendente, sus mecanismos de articulación sintáctica y textual.
Reproduciendo en su inmensidad la del espacio litoral, el texto se abre, para insistir, desde su ilimitada sintaxis, en sus interrogaciones extensísimas que preguntan -a un otro tan múltiple como desdibujado- por ese mundo evanescente que se desdobla en un allá ilocalizable: como si fuera una parodia de la deixis, el allá que nombra el texto -irreductible a toda localización espacial- significa un espacio atópico donde los seres y las cosas devienen imágenes fantasmáticas que borran los límites supuestos de lo real.
Lejos de una cosmovisión o de una estética que pretendiese diferenciar al mundo en zonas de realidad o irrealidad, la imagen orticiana integra las formas múltiples de esas criaturas por cuyo destino no deja de interrogarse: el canto de la calandria o de la ranita, el tiritar de las viborinas bajo la lluvia, el estremecimiento los sobrevivientes de los baldíos, son simplemente los datos que posibilitan, al desplegarse la mirada sobre el mundo, la inscripción de una dimensión trágica donde la temporalidad del universo y de la historia se conjugan.
Sometida al devenir universal, la vida es la fugacidad de ese “minuto” en que se disgrega, cuando no es segregada, la existencia de los seres vivientes, no sólo por imperio de los designios naturales sino también de los designios humanos que gobiernan su decurso. Sin embargo, la mirada que contempla ese espectáculo se resiste, desde un saber hecho de iluminaciones y reminiscencias, a aceptar como evidencia la disgregación del universo; cada momento del ser, en su efímera temporalidad, es asimismo un momento de afirmación de la gracia del ser que tiende a un futuro en el cual todo habrá de reencontrarse.
De ese modo, el mundo se muestra como una escena en la que se oponen, en una singular dialéctica, la tragicidad de la vida y la certeza de un momento donde la “salvación” habrá de ser, por todos y para todos: figura amorosa de comunión cósmica, la “redención” que representan “las milicias de las consumaciones sin fin y de las integraciones sin fin” afirma la trascendentalidad de un tiempo que confiere sentido a la Historia.
Pero si todo es y no es, como “la semilla de ese árbol que ha de abrir simultáneamente, un día, las hojas de su vuelo y de su caída”, la mirada no puede dejar de buscar, en cierta compulsión por repetirse, las inciertas imágenes de los seres y las cosas en las que se alumbra, hecha de dubitaciones e interrogaciones, la precariedad de su presente. Por ello, el preguntar se vuelve insistencia en “llamar” a los infinitos nombres de todo lo que puebla al mundo, repitiendo hasta casi la exasperación las formas interrogativas que evocan esa infinitud, como si se tratara de modular, a través de incesantes variaciones, todas las formas posibles del sentido con las que se dice el cosmos.
Contorneadas por la forma de esas preguntas tan amplias como recurrentes, las extensas enumeraciones donde se significa el universo se muestran, desde esa perspectiva, como la manifestación de una pulsión que querría nombrar, amén de la totalidad del mundo, la totalidad de los nombres que podrían significar cada elemento del mundo.
Nombrar todo y nombrarlo de todas las maneras posibles parecería ser la utopía de la escritura orticiana, como si la mismidad del ser solamente pudiera decirse repitiendo, en innumerables series diferenciales, las variaciones de las imágenes que muestran las formas cambiantes de lo múltiple donde se representa lo mismo.
Esa pulsión y esa utopía determinan la complejísima sintaxis del texto, que extiende la dimensión frástica en una medida inaudita, haciendo de su inacabamiento la marca de una persistencia que se resiste al movimiento conclusivo del ordenamiento sintáctico.
La sintaxis orticiana se lee como una sintaxis inconclusa porque la escritura orticiana es una escritura de lo inconcluso: abierta a la inmensidad de un decir infinito, que vuelve sobre sí misma para enunciar al mundo en su repetición incesante, esa escritura se encarna en una frase que no podría constreñir, en el ámbito de una extensión limitada, la fluencia de su decir expansivo.
Análoga a la sintaxis de Mallarmé, la sintaxis de Ortiz parecería querer demostrar que el texto puede enunciarse en una sola frase, tan amplia como el mismo texto. Esa frase resulta excepcional no sólo por su amplitud, sino además por su irreductibilidad a las formas del lenguaje comunicacional, puesto que se construye a partir de formas inexploradas de la combinatoria virtual que ofrece la gramática de la lengua. Porque si en el uso comunicacional la lengua se actualiza en estructuras sintácticas cuyas articulaciones conservan un ordenamiento lineal, que no alcanzan a perturbar los procedimientos de subordinación y coordinación, en la frase orticiana la lengua se actualiza en estructuraciones sintácticas de gran complejidad, merced a la recurrencia de formas subordinadas y coordinadas que expanden no sólo la estructura elemental sino también las estructuras derivadas. A la manera de un proceso que recomenzara constantemente, la estructuración sintáctica se reproduce a partir de cualquier lugar de su desarrollo, abriendo nuevos cursos que complejizan los cursos preexistentes, en una trama sostenida por la utilización de pronombres, preposiciones y conjunciones que producen una verdadera proliferación de lo articulatorio:
“Y no te roza, / ahora, aquel azoramiento, aquél / de limo… / que las luces, al ceñirse, / ciñen, / y ya hasta el cuello, / a los aparecidos de entre los taludes, / o de esos sobrevivientes de los baldíos de los que ninguno sabe, todavía, / cómo flotan sobre los junios: / aquel imposible, por ejemplo, de faldas, más sin paño / para enjugar a la ‘colilla’ / que tropieza en sus tocesitas…”
Esa modalidad de la sintaxis orticiana evoca la de Mallarmé, hecha de inversiones, elipsis e incrustaciones ilimitadas, en la que se ha leído el intento de sustraerse a la linealidad del lenguaje. Pero si en Mallarmé se pierde la linealidad del lenguaje al fracturarse la sintaxis, en Ortiz se pierde, antes que por un defecto, por un exceso de lo sintáctico, que se dispersa en diversas líneas de fuga instaurando una real arborescencia, al ramificar en una pluralidad de estructuras derivadas la estructura frástica elemental.
Paradójicamente, esa ramificación solamente puede ocurrir en el devenir sintagmático del texto, y por ello se espacia la contigüidad de sus constituyentes: la sintaxis se va configurando entonces como articulaciones discontinuas, que conectan sintagmas distantes entre sí, en un proceso que vuelve imposible toda lectura lineal, dado que el texto obliga a una lectura “en vaivén” mediante proyecciones y retroacciones que buscan reconocer antecedentes y consecuentes, determinados y determinantes, según una topología inaprehensible en términos de “escucha”.
Si la lectura no puede retener, como memoria, la improbable sucesividad de las unidades articuladas, ello se corresponde con la imposibilidad de reproducir oralmente las dimensiones de una textualidad que se construye como una tópica de lo monumental: al derogar la continuidad -la contigüidad- de lo lineal, la sintaxis orticiana se despliega en una heterotopía que espacia, en un entrecruzamiento de planos y relaciones, la superficie sinuosa del sintagma.
Hay, por otra parte, una coexistencia de la continuidad con la discontinuidad en ese registro donde el texto se articula: así como la sintaxis se ve quebrada a menudo por procedimientos de elisión, que suprimen sintagmas verbales para provocar la inscripción no predicativa de sintagmas nominales, por otra parte los límites que deberían acotar lo sintáctico se ven frecuentemente transgredidos, puesto que las aparentes oraciones se conectan por medio de formas conjuntivas que sugieren, por encima de la notación y la puntuación de la escritura, una continuidad de lo sintáctico que atravesara su máximo dominio, el espacio oracional.
En ese plano, como así también en el puramente sintáctico, la disyunción deviene una sucesividad de alternativas que en su amplitud significa, además de relaciones de exclusión, relaciones de equivalencia entre las series conectadas. Forma singular de la repetición, la conjunción disyuntiva se lee en los poemas como el soporte de un proceso de recurrencias anafóricas, donde cada sintagma actualiza, por medio de variantes diferenciales, la representación múltiple del objeto:
“O la hojilla que amanece / sin amanecer…? / O el acuerdo que se descubre, desde casi la nada, / en el secreto que no tiene / edad…? / O todavía el quehacer que increíblemente se liga, enjugándose, / con el de las abejas del éter…? / O nuestras cinco puertecillas sin sus cenizas, una vez, / o sin las acumulaciones de la rutina, / dando, naturalmente, / tras el rayo del deshielo, / sobre la azucena sin contradicción…”
Simétricamente, la conjunción copulativa, además de modularse como manifestación de un tono enfático, se lee en ciertos casos como una forma disyuntiva que establecería las opciones no excluyentes donde los enunciados generan las diversas posibilidades de construcción de la imagen:
“En el rocío que sube, / ellas / más blancas que el día… / Y la luna dejó ‘viborinas’ en la penumbra? / Y el suspiro de las sombras / dejó novias / en esta ‘orilla’? / Y lo desconocido que no llega a respirar / dejó / desvanecimientos en la hierba, / de cera?…”
Si las conjunciones copulativas y disyuntivas expanden el orden sintáctico más allá de la puntuación que querría acotarlo, complejizando la significación de las secuencias vinculadas, las conjunciones adversativas, al conectar aparentes oraciones, sobreimprimen un sentido polémico a ese proceso que articula “proposiciones” enfrentadas, en una dimensión dialógica donde las voces no siempre pueden situarse en posiciones enunciativas específicas:
“O la debilidad, todavía, sobre los bordes de los precipicios / a que llevaran los tapices? / -Pero la melancolía del ‘río’ / es una llaga que no puede acceder a cabrilleos / de lirios…”
“Ni es de luna, indefectiblemente, por el camino de los escalofríos / y de los ladridos / para cortar, maeterlinkianamente, un hilo… / -Mas, si pudiéramos responder hasta a las hijas de la vibración / no lo haríamos luego de ‘salvarnos’?…”
A pesar del uso de guiones que en estos casos inauguran las secuencias, sugiriendo la emergencia de otra voz, la lectura se enfrenta con opciones interpretativas indecidibles en la recurrencia de las conjunciones adversativas, ya que por un lado se lee el sentido contrastivo de las secuencias conectadas, pero por otro resulta dificultoso, cuando no imposible, atribuir los enunciados a la singularidad de un habla.
Esencialmente plurales en cuanto al lugar supuesto de su enunciación, los enunciados adversativos podrían adjudicarse tanto a una voz que dialogara con sí misma, como a diversas voces -de un otro o unos otros indeterminados- que fueran tramando el desarrollo de una polémica atenuada en su tono antes que en su significación.
La imposibilidad de reconocer los lugares enunciativos desde donde se polemiza produce un efecto de extrañeza, al leerse las formas de una refutación cuyos sujetos resultan ilocalizables: enunciado cuyas marcas de enunciación no pueden remitir a un lugar reconocible, la “refutatio” deviene una figura elocutiva desgajada del discurso que la enuncia. Ese desgajamiento termina leyéndose como la teatralización de un discurso argumentativo en el que no cuentan los ejecutantes sino la ejecución misma: en ese movimiento trazado por una figura que inscribe la confrontación de no importa qué voces, el texto va mimando los modos de una argumentación que sostiene, más allá de su polifonía, la perspectiva de una mirada que ve, desde su azoramiento esencial, la dramaticidad del devenir universal transmutada en las imágenes antitéticas o contradictorias donde se revela.
De ese modo, la construcción de la imagen se basa en una complejísima articulación sintáctica, modulada por el uso recurrente de formas conjuntivas y prepositivas, según una dinámica de lo expansivo que produce el espesor semántico del texto.
Lejos de la articulación sintáctica que actualiza el discurso comunicacional, la sintaxis orticiana deroga en su exasperación la linealidad del lenguaje, pero al mismo tiempo potencia las posibilidades virtuales de combinación que ofrece la gramática de la lengua, como si se tratara de exhibir la riqueza inexplotada del código. Sin embargo, esa práctica que se inscribe en el orden codificado de la legalidad gramatical termina parodiando la ley que debería regirla, en un simulacro de gramaticalidad que transgrede, en su mimar, el imperio de sus normas.
Se sabe que una gramática, cualesquiera sean sus principios y reglas, no es más que el intento imposible de formalizar la naturaleza de los fenómenos lingüísticos, de suyo irreductibles a una supuesta matematización donde la relación entre expresión y contenido, o significantes y significados, pudiera homologarse a la simetría perfecta de lo biunívoco. Pero si toda gramática se construye sobre el imperativo de producir un modelo del objeto lingüístico exhaustivo y no contradictorio, es porque la “pulsión” gramatical sólo puede realizarse en la alucinación de un objeto algebraico que excluya, desde su logicidad, las “anomalías” lingüísticas que caracterizan, constitutivamente, ciertas prácticas como la poética.
Ese gesto de exclusión, que fija los límites impuestos por la Ley gramatical, reconoce distintas formas de manifestación: en el caso de las teorías generativistas o transformacionales, la noción de “gramaticalidad” resulta el parámetro inapelable que instituye las posibilidades combinatorias del código.
En tanto que manifestación de la Ley, la gramaticalidad presupone un privilegio de lo sintáctico sobre lo semántico, determinando bajo la forma de reglas de selección las restricciones que fijarían sus límites: semejante concepción se sostiene en un imaginario lingüístico donde las categorías y las funciones sintácticas se articulan para generar las formas de un sentido torpemente denotativo y prisionero de una lógica referencial.
Enfrentada a esa clase de imaginario, la sintaxis orticiana se lee como un simulacro paródico de su legalidad: su decurso conserva las categorías y funciones aceptables por la gramática, pero las actualiza en unidades lexicales que violan, sistemáticamente, las restricciones contextuales, generando sintagmas “anómalos” en su configuración. Sobre una especie de matriz sintáctica elemental, que permite reconocer funciones tales como sujeto, verbo, objeto o circunstantes, los poemas se actualizan en sintagmas donde las unidades léxicas se combinan derogando todas las constricciones gramaticales del sentido:
“Mas de improviso / se libera la congoja que ha debido de urgir / unas pupilas… / y las pupilas dividen y acercan y vuelven, infinitamente, a tejer / pero en fosforecencias de aguapé / los rocíos de la nebulosa / y éstos flotan, a la vez, en idas / y venidas, / y se inclinan, aún, a detallar en miopía / las sendas que reflejan luego de disuadir y disuadir / del río…”
De esa forma, la sintaxis orticiana se convierte en un reverso paródico de la sintaxis gramatical; si ésta pretende que el orden sintáctico sea el lugar donde el sentido pueda limitarse, aquella lo libera de toda restricción, posibilitando su diseminación absoluta.
Si se ha calificado -a falta de un epíteto mejor- como fantasmática a la imagen generada por el texto, es para señalar con ello su naturaleza y su función representativa, irreductibles a una relación de tipo “referencial”. El valor representativo de la imagen no podría pensarse en los términos de una concepción “realista”, pero tampoco desde un punto de vista que hiciera de la imagen el lugar donde una subjetividad, autosuficiente en su alucinar, produjera una fantasmagoría sin nexos con su exterior.
Si lo real es lo que se ve, como querían los simbolistas, el mundo deja de ser el espacio positivo de lo denotable para convertirse en una totalidad trans-referencial: por ello, los seres y las cosas se transmutan en actores y procesos que, de una manera fantasmal, se revelan en esas “iluminaciones” que no podrían atribuirse a lo simplemente subjetivo ni a lo puramente objetivo, ya que la imagen orticiana -en tanto síncresis de lo oriental con el simbolismo- se lee como la fusión del sujeto y el mundo, consumada en el éxtasis del mirar.
Efecto de una verdadera arte poética, en el sentido casi orfébrico del término, esa imagen se actualiza en una retórica de lo sintagmático: las figuras que el texto privilegia, como la anáfora y la elipsis, operan sobre esa dimensión para tramar las continuidades y las discontinuidades sobre las que su enunciado se despliega.
Verdadero soporte de las formas nominales de los poemas, la elipsis acota lo sustantivo donde se significa el universo, despojándolo de cualquier modalidad predicativa, como si el nombrar cobrase un valor mostrativo que bastara para instituir el mundo:
“Un río… / o la iluminación, más bien, del efluvio del ‘huésped’ / al lechar, aún, su vía… / Un río… / y unas venillas de flauta por las que no deja de morir / un tiempo que, sin embargo, no era…”
Pero en tanto la elipsis fractura el enunciado, desgajando sus lugares sustantivos, la anáfora opera a través de esas fracturas repitiendo lo mismo por medio de lo otro: en ese juego donde lo diferente se enuncia desde la equivalencia que simbolizan los nexos conjuntivos, la anáfora repite, en lo plural de su manifestación, la insistencia de un sentido que recurre en el acontecer proteico de la imagen.
Así, esa retórica de lo sintagmático inscribe, merced al trabajo de las figuras que confieren su forma a la superficie sinuosa del texto, tanto lo continuo como lo discontinuo, lo pleno como lo vacío: si la elipsis indica el espacio de silencio donde emerge el poema, la anáfora afirma la perpetua proliferación de los signos que intentan colmarlo.
Como todo artefacto retórico, este dispositivo “elocutivo” inscribe no sólo el modo de un decir sino también el sujeto de ese decir, generando en la superficie del texto las marcas donde el sujeto se enuncia.
Irreductible a toda ubicación tópica, irrepresentable bajo la forma de una deixis estructurada sobre el paradigma pronominal, ese sujeto se dice en todas las personas, en la medida en que se fusiona con los otros, con las voces y en las voces de los otros, para instaurar un diálogo infinito en el que las interrogaciones devuelven, sobre el espejo de su reflexividad, las palabras tan trémulas como luminosas donde el mundo, al preguntarse, se escribe eternamente.
NOTA
1. Tal es la lectura practicada por Julia Kristeva en La révolution du langage poetique, específicamente en el capítulo II de la sección B, “Sintaxe et composition” (págs. 265 a 291). París, Du Seuil, 1974.
( "Sobre la orilla que se abisma", está incluido en libro "La dimensión de lo poético", Rosario, Héctor Dinsmann Editor, 1995, y fue enviado gentimente por el autor para su publicación en esta Página).
ROBERTO RETAMOSO. Nació en Rosario, Argentina, en 1947. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario, graduándose como Profesor en Letras en 1975 y como Doctor en Humanidades y Artes con mención en Literatura en 2003, también en dicha universidad. En ella se desempeña como docente de manera ininterrumpida desde 1984, como profesor titular por concurso de las cátedras de “Análisis y Crítica I” y “Análisis del Texto” en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes, y de las cátedras de “Lenguajes III” y “Periodismo y Literatura” en la Escuela de Comunicación Social de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Se ha especializado en el estudio de la poesía argentina contemporánea, como así también en el de diversos aspectos de la literatura y la cultura argentina del siglo XX. Es autor de los libros: La dimensión de lo poético (1995), Figuras Cercanas (2000/2004), Oliverio Girondo: el devenir de su poesía (2005), Preguntar de hijo (2007), La primavera camporista y otros poemas (2008) y Apuntes de Literatura Argentina (2008).