LA ORILLA QUE SE ABISMA, O EL FELIZ DESENCUENTRO ENTRE POESÍA Y LENGUAJE
Por Roberto Retamoso
(Y hénos a nosotros preguntándonos si
no viene de luciérnagas, también, la poesía...)
Preguntar, interrogar: el gesto orticiano, que nutre y conforma a su obra como un infinito suceso donde el cosmos es interpelado, se reduplica y potencia cuando intentamos leerlo. De un modo encantatorio, nos fascina en la complejísima urdimbre de su letra, obligándonos a tomarla con la misma actitud cultual con que ella tomaría al mundo: como una aproximación incesante que nunca podría clausurarse en las formas imperiosas de lo aseverativo.
Se trata, así, de ensayar una aproximación a lo que, por principio, se muestra como inagotable: la vastedad de una obra que labra, espejeante, la vastedad del universo. Y sin embargo, si la lectura quiere singularizarse, debe intentar “desasirse” de su objeto para decirlo desde el nivel de su propio horizonte, desde la alteridad de una palabra que comulgadiferenciándose con la palabra del poeta.
Ese movimiento, antes que instantáneo o acrónico, se desarrolla a lo largo del tiempo. Leer, así, deviene en un trayecto crítico que, como lo proponía Jean Starobinski, supone tanto una posición de empatía respecto de la obra como una comprensión objetiva de la misma, e incluso una instancia de reflexión que conjuga ambas posiciones. [1] De esa clase será, en consecuencia, el trayecto que nos proponemos desplegar como lectura del último libro de Juan L. Ortiz, La Orilla que se Abisma, sabiendo que afectividad, intelección y juicio son dimensiones que necesariamente se conjugan, o se imbrican, en la simultaneidad de su devenir lectoral.
(...Qué tiempo del alma
es éste que en la tarde, infinitamente, transparece
unas islas...)
Transparecer, revelar, iluminar: si lo que genéricamente el lenguaje denomina “mundo” puede mostrarse en “el tiempo del alma” donde congrúe con la palabra que lo dice, ello es posible porque ese mundo se encarna en lo concreto de sus formas sensibles, la de “unas islas”. Porque esas formas sensibles, lejos de leerse como la representación mezquina de lo meramente regional, se leen en la poesía de Juan L. como el sitio por el cual el universo se revela y se muestra.
En la íntima comunión que con él instaura, la poesía orticiana establece una concentrada y sutilísima asunción del lugar donde ambos advienen, y esa asunción es lo que funda, en el reverberar de sus formas, su dimensión universal. Dimensión que, a su vez, admite dos vertientes: la proyección más allá de su ámbito geográfico y lingüístico -la poesía de Juan L. clama, con el imperio de su humildad, desde su sinfónico silencio, ser vertida a otras lenguas- y el hecho de corporizar ella misma un universo -un mundo- es decir, una totalidad diferenciada y organizada de modo significante.
Así, en la obra de Juan L. el río es el universo, del mismo modo como el universo es un mundo litoral. Y si para decirlo y para cantarlo la poesía de Juan L. se fusiona con sus formas, mimando en su curso sinuoso las formas capilares de su corriente infinita, al hacerlo actualiza además una tradición poética que es también universal, en la acepción más amplia que ese término admite.
Porque esa amplitud incluye a lo otro de lo que convencionalmente se acepta como universal: lo de oriente. Hay en la poesía orticiana una modulación, un tratamiento del lenguaje que evoca a la escritura del simbolismo, reconocible en su elaborado fonetismo, en el uso del verso libre, en la alta conciencia de los procedimientos que construyen la imagen, e incluso en la reinscripción de ese modelo por excelencia que es “Un golpe de dados...” de Mallarmé. Pero hay también -y la composición espacial de los poemas, a la manera de Mallarmé indica esa tendencia- un intento de componer caligráficamente los textos en su bidimensionalidad, una aspiración a inscribir el vacíocomo blanco pero también como elisión de unidades significantes, que no cesan de evocar el modelo irrepetible de aquello que se lee como su otro inalcanzable: las formas ideogramáticas de la poesía oriental.
La potencia de esa poesía - potencia en su sentido específico de poder, y nunca en el sentido convencional de un decir estentóreo- se despliega así en una amplitud de registros verdaderamente sorprendentes. Acaece en los modos en que históricamente lo hace la mejor tradición de occidente, y tensa sus formas invocando las formas de aquella otra poesía a la que solo puede llamar como ausencia o reverso. Y al abrir de esa manera su horizonte textual para abarcar todas las formas de escritura donde se escribe el mundo, produce una escritura absolutamente universal, con la que dibuja las formas asimismo universales de ese mundo que deviene como cauce, como curso, como fluir incesante.
(...Marchan todas, todas esas vidas a través del pastizal
que tiembla con los destellos...)
El fluir del río -pasaje caudal que aúna, de manera paradójica, lo fugaz y lo eterno-, se corresponde en la poesía de Juan L. con el movimiento de la vida, concebida asimismo como un flujo constante que encarna el devenir del universo. Flujo constante donde el ser es como “instantaneidad”, porque al estar sometida al devenir cósmico, la vida no es más que la fugacidad de ese “minuto” en que se disgrega, cuando no es segregada, la existencia de los seres vivientes, no sólo por imperio de los designios naturales sino también de los designios humanos que gobiernan su decurso.
Por ello, la disgregación o la segregación acechan permanentemente al ser, y manifiestan su inminencia en todas las formas que adopta la crueldad: en aquellas que son propias del orden de la Naturaleza –“...pero por qué la vida o lo que se llamaba la vida / siempre tragándose a sí misma para ser o subsistir...”-, o en aquellas que corresponden al orden de lo humano -“...Ellos viven allí. Con el sueño amenzado / y un posible abrir de ojos aún más trágico que el de las albas habituales...”-, para someterlos indistintamente al riesgo de su consumición y de su aniquilamiento.
Sin embargo, la mirada poética descubre en esa instantaneidad las formas de su redención futura; cada momento del ser, en su efímera temporalidad, es asimismo un momento de afirmación de la gracia del ser, que tiende a un futuro donde todo, amorosamente, habrá de reencontrarse.
La poesía orticiana es, en ese aspecto, una poesía de la esperanza y el optimismo, ya que confía en que finalmente advendrá la integración definitiva del hombre con el mundo, junto con la consagración del reinado armónico de todas las formas vitales. Por ello, la dimensión social de la crueldad -dimensión no siempre leída en la obra de Juan L.- supone siempre la expectativa de su superación por medio de una figura amorosa de redención y comunión cósmica. “Vagas manos de plata, también encontraréis vosotras, mañana, / las manos que esperáis entre todas para la amistad delicada...” dice su poesía, para afirmar la trascendentalidad de un tiempo que confiere sentido al devenir al transmutarlo en la soberbia forma de la Historia.
(... Toda criatura canta, no es cierto? canta para “ser” aún en el misterio,
en el extrañamiento de sí..)
La poesía de Juan L. Ortiz -poesía dialógica, que hace del hablar con aquello que la rodea y la excede su sentido más pleno- se labra como un espejo del mundo. Como un espejo singular, puesto que más que reflejar los contenidos de las múltiples figuras donde ese mundo se dice, refleja, en verdad, las formas de tales figuras, como si se tratara de una mímesis sutil que quisiera mostrar, antes que la imagen, la forma de la imagen donde el universo se reconoce y celebra.
Pero esa reflexividad no se agota en la única dirección que lleva de las cosas y los seres a su representación poética, dado que también actúa en el sentido opuesto; así, los seres y las cosas del mundo, en la densa construcción de sus “poemas”, muchas veces terminan leyéndose como el reflejo especular de las formas singulares que dibujan la literalidad de esa poesía. Cuando el poeta dice: “toda criatura canta, no es cierto? canta para ‘ser’ aun en el misterio / en el extrañamiento de sí...”, está representando, simbólicamente, el modo de ser de ese universo al que él canta, asimismo, en la entonación religiosa de sus versos. Pero además, al hacerlo no deja de proyectar los rasgos de su canto sobre las cosas del mundo, como si devolviera, en un proceso de indisoluble comunión con el objeto de esos versos, las formas de su canto a la textura misma del cosmos. Porque es, en rigor, la poesía de Juan L. la que canta para ser en el misterio y en el extrañamiento de sí: al abrirse, “hacia no se sabe qué lirio / de sí”, es ella la que se extraña de su propio ser, y extrañándose se reconoce y se consuma en el ser de lo otro -del otro-, donde encuentra la concresión de su propio destino. Por ello, la reflexividad que se establece entre la poesía de Juan L. y el mundo es una reflexividad recíproca. Los poemas repiten la forma del mundo tanto como el mundo repite la forma de esos poemas, y en esa reciprocidad poesía y mundo se compenetran y funden, como si el ser de uno solo fuera posible en el ser del otro, en un vínculo perpetuo que consagra su consustanción en lo común de sus formas.
“Oh, allá mirarías / con un noviembre de jacarandáes...sí,sí...” dice también el poeta. Y es ese mirar, tan imposible como persistente, lo que intenta captar las formas fantasmáticas y evanescentes del mundo del río. Porque el destino de la mirada -destino conjetural y problemático que sus versos invocan: “...Mas, qué allí / qué de los ojos de violeta, y de los ojos de verdín...”- se extravía, literalmente, en esa orilla “que se abisma”.
Mirar, entonces, es el acto reflexivo que duplica el abismarse de las cosas y el mundo: así, no sólo se abisma la orilla, sino que, junto con ella, se abisma también la mirada que querría aprehenderla, en una contemplación extática que refleja el espectáculo del abismarse universal, el tiempo y el espacio míticos donde el mundo deviene totalidad en la fugacidad de un reverberar, el de la luz o el sonido.
Y aún más, la contemplación, diríase, deviene en un disciplinado ejercicio de comunión por el camino del éxtasis. Porque en Juan L. la contemplación -esa “contemplación activa”a la que, al decir de Hugo Gola, su obra “fervorosamente nos convoca”- [2] se distingue por igual del abandono impotente que de la pasiva indiferencia ante el acaecer del mundo. Contemplar, en Juan L., no es más que despojarse de los límites del ser-en-sí, y abrirse al ser-fuera-de-sí, que es la humana posibilidad de integración y de participación en “la gracia”.
De ese modo -del mismo modo que el mundo-, el poema es abriéndose, abismándose. Si el universo es todo lo que restituyen sus imágenes como modo de afirmación de un sentido que desaría iluminar la densidad de lo abismado, el poema, al cantarlo, no hace más duplicar ese “extrañamiento de sí” que se consuma en el silencio y el vacío. Por ello, la iluminación que produce su texto es una iluminación fatigosa y perpetuamente fallida, en la medida en que nunca se termina de decir el allá que la imagen vislumbra, y por ello, en ese susurrar luminoso su texto renace en cada uno de sus desfallecimientos, para insistir desde sus silencios y escanciones en su pretensión nobilísima de instaurar el cosmos.
Tratando de significar ese espaciamiento que abre las márgenes del mundo hacia un confín “que no sería”, el texto orticiano deviene espacio él mismo: los versos dibujan una “topografía” que instaura orillas imprecisas, márgenes fluctuantes y lábiles que se esfuman en sus proyecciones sobre el continente vacío de la página. En una sutil mímesis respecto de su objeto, sus versos van configurando un espacio textual cuyos límites se hallan constantemente en fuga: de verso en verso, de poema en poema, la escritura de Juan L. se construye como un espacio infinito, discurriendo morosamente en un movimiento perpetuo que conoce, él también, momentos de remanso que ritman su fluir incesante.
(...Y por unas once que no cuentan,
o de almas,
en un limbo de rocío, también... y que Junio, todavía,
por momentos orilla
en un hálito de jazmín?...)
Signo de corte pero también de continuidad, los puntos suspensivos dibujan las zonas de vacío (de silencio) donde la escritura orticiana retorna: como hálito y como flujo, como corriente y como voz, su letra inscribe entre ellos, o a partir de ellos, las formas que reproducen la persistencia de su decir. Pero allí, cuando las letras querrían mostrarse como una suerte de equivalente que duplicase, literalmente, el orden específico de la oralidad, lo escrito revela las diferencias que impiden esa identificación imaginaria, haciendo del orden de lo gráfico el modo finalmente irreductible donde lo fónico se dice tanto como se enajena. La poesía de Juan L. es, en ese sentido, la coexistencia de fuerzas encontradas: porque así como su literalidad pretende reproducir su singular fonetismo, por otra parte inscribe sus formas y figuras en un registro que excede tanto como sustrae las posibilidades de simple reproducción de sus sonidos.
Hay, en ese plano, un modo de significar específicamente escriturario que resulta irreductible frente a la pretensión de leer los poemas como mera reproducción de la voz. Modo que se vincula, por cierto, con el uso peculiar que se realiza de ciertos signos de notación, como son los signos de interrogación. Entre los recursos del poetizar de Juan L., hay un procedimiento característico, que consiste en elidir el signo de apertura de la interrogación. Esa elisión, unida generalmente a la falta de inflexión verbal, hace que el comienzo de la secuencia interrogativa resulte imperceptible, y que recién se lea como tal en su final.
Ese recurso, verdaderamente notable en su carácter de artificio, impone una serie de efectos que desestabilizan las formas convencionales del discurso. En primer instancia, la de lo lineal. Porque al leerlos, la mirada re-corre la línea sinuosa de sus versos sin advertir que está en presencia de una interrogación, y sólo cuando arriba al final de ese enunciado -muchas veces extenso e inabarcable para una única emisión oral- descubre no sin asombro que se trataba de una pregunta:
“O no tendrías nombre, ni necesariamente edad, ni esencia pues serías
y no serías
en la continuidad de ese “aire”
que oscurece y se ilumina de lo íntimo
de la vida
a la vuelta de nada...
o cuanto más, lo creíble y simultáneamente, lo increíble
que no deja de vivir
y de morir
en la fe de una caña que carecería
de articulaciones, para asumir
por ahí,
la respuesta, sin tiempo, a las respiraciones, a la vez,
y de los abismos...?”
Pregunta, que como tal, se constituye en su posterioridad: así, el texto obliga a la lectura a retrotraerse, a retornar a un sitio previo del curso de su letra para transmutarlo y volver a leerlo como otra modalidad de su enunciado; y en ese volver, en ese vaivén donde el orden de lo grafemático se disocia respecto del orden de la voz, la escritura produce el efecto asombroso de convertir en una interrogación lo que hasta entonces se leía como una aseveración.
Las consecuencias de semejante operación son, sin duda, fabulosas. Porque es en esa clase de circunstancias cuando el poeta revela el poder de sus palabras, logrando mudar el alcance de sus formas en una medida inaudita para cualquier otra experiencia discursiva. Sólo él puede llegar tan lejos, borrando los límites que separan la aseveración de la pregunta, haciendo que ambas formas se transmuten a partir de su influencia mutua, como si la interrogación se suavizara en la llaneza de lo meramente enunciado y la enunciación se crispara en el tono interrogativo que atraviesa la totalidad de su discurso. Y entonces, como en tantas ocasiones, la poesía de Juan L. logra el prodigio de convertir lo uno en dos, o en más de dos.
El saber de los gramáticos, como es notorio, ha establecido desde siempre la unicidad de las categorías que ordenan la inteligibilidad de las lenguas. Esas categorías, opositivas y excluyentes, hacen que los enunciados se sometan al imperio de un género, de un tiempo, de un modo o deuna voz. Por consiguiente, lo que se dice como presente no podría decirse además como pretérito o futuro, ni lo que se dice como aseveración podría decirse como pregunta. Pero la poesía, sabemos, no es estrictamente una cuestión de gramática, dado que generalmente sus construcciones exceden el dominio riguroso de sus normas. La poesía de Juan L., en su riqueza y en su potencia, fluye como un curso incontenible que parecería no tener fin, y en ese fluir atraviesa y desborda también el imperio de esas normas: por ello, dice más de lo que la gramática permitiría, y al hacerlo produce una forma maravillosa que contiene, como extraordinario exceso, lo uno y lo otro, lo mismo y lo diferente, para afirmar también allí lo inagotable -lo literalmente inagotable- de su sentido.
(...No le devolvía el eco, acaso,
las notas de ese destino, que es el suyo, de iluminar
por momentos
la marea de la duración,
y de iluminar, asimismo, para un desconocido,
la cadencia que lo cita y lo habrá de citar, humildemente
a través de toda la luna?...)
La extensión de la pregunta orticiana es solidaria respecto de la amplitud de la sintaxis orticiana: la una parece sostenerse en la otra, como si ese despliegue de secuencias discursivas que se modulan, imprevistamente, como preguntas, solamente fuera posible sobre la base de una sintaxis que, también ella, prolifera y se amplía incesantemente.
Si la sintaxis es el dominio de lo articulado, la escritura de Juan L. prueba su vigencia en el sentido etimológico del término, es decir, como aquello que recorta, separando, para unir lo seccionado. Así, la sintaxis en tanto que orden de las articulaciones supone la institución de las formas discretas que se habrán de tramar en la superficie del texto, para hacer de su contigüidad el modo por el cual adviene la forma del sentido. Pero la sintaxis tiene sus propios límites, que no son otros que los de las frases u oraciones donde esas articulaciones se practican. Por ello, cualquier texto “gramaticalmente correcto” reconoce el límite oracional como esa suerte de frontera donde lo sintáctico concluye, para recomenzar como un proceso que idénticamente se repite una vez que ese límite se ha transpuesto. La sintaxis, podría decirse desde esa perspectiva, no es más que el dominio de lo estrictamente oracional.
No obstante ello, en el espacio textual donde la poesía orticiana se practica y consuma, ese dominio también es ignorado. Si la poesía de Juan L. supone un perpetuo recomenzar que atraviesa los límites formales de los textos -sus poemas, recurrentes en su fluir, se leen por momentos como un único poema que renace en cada momento de obertura de esas piezas-, ello es posible porque sus articulaciones se despliegan más allá de los límites que querrían acotarlas, ya sean los límites formales y genéricos de los poemas, o los límites gramaticales de lo sintáctico. Cuando alguno de esos límites instaura el corte que delimita las unidades gramaticales o textuales, la escritura orticiana generalmente trasvasa su linde para conectar, por encima de esas marcas, sus articulaciones sintácticas como si se tratase de una gran frase, de una frase infinita que nunca concluyera realmente. Para ello utiliza recursos específicos, como el inaugurar muchas veces una secuencia oracional con una conjunción escrita con mayúsculas, que sugiere, a pesar de la notación y de la puntuación de la escritura, una continuidad de lo sintáctico que atravesara su espacio máximo, el de las frases u oraciones. Y así, desbordando la dimensión de los versos y el espacio de las estructuras frásticas, va tramando su ilimitada sintaxis, para engarzar, a la manera de las cuentas de un collar que nunca terminara, la solidez de sus puntos sustantivos con el hilo de aquellas partículas conjuntivas o prepositivas que en la lengua solamente representan el lugar de un pasaje.
Análoga a la sintaxis de Mallarmé, la sintaxis de Juan L. parecería querer demostrar que el texto poético puede decirse en una sola frase, tan amplia como el mismo texto. Esa frase resulta excepcional no sólo por su amplitud, sino además por su irreductibilidad respecto de las formas habituales del lenguaje. Para estas formas, el desenvolvimiento lineal de las oraciones y de los discursos es un principio de inteligibilidad, al que respetan la mayoría de las ejecuciones lingüísticas, y al que no logran (ni deben) perturbar los procedimientos de coordinación y subordinación sintáctica. La frase orticiana, por el contrario, supone estructuraciones sintácticas de gran complejidad, gracias a la recurrencia de formas subordinadas y coordinadas que multiplican y reproducen el curso sintáctico principal, a la manera de una estructura arbórea que se reprodujera ilimitadamente en cada uno de los puntos de su trazo:
“...Y no te roza,
ahora, aquel azoramiento, aquél
de limo...
que las luces, al ceñirse,
ciñen,
y ya hasta el cuello,
a los aparecidos de entre los taludes,
o de esos sobrevivientes de los baldíos de los que ninguno sabe, todavía,
cómo flotan sobre los junios:
aquel imposible, por ejemplo, de faldas, más sin paño
para enjugar a la ‘colilla’
que tropieza en sus tocesitas...”
Esa modalidad de la sintaxis orticiana evoca a la de Mallarmé, hecha de inversiones, elipsis e incrustaciones ilimitadas, en la que Julia Kristeva ha leído el intento de sustraerse de la linealidad del lenguaje. [3] Pero si en Mallarmé se pierde la linealidad del lenguaje al fracturarse la sintaxis, en Ortiz se pierde, antes que por un defecto, por un exceso de lo sintáctico, que se dispersa en diversas líneas de fuga instaurando una auténtica arborescencia, al ramificar en una pluralidad de estructuras derivadas la estructura frástica elemental.
Paradójicamente, esa ramificación sólo puede ocurrir en el devenir sintagmático del texto: en su desenvolvimiento lineal. Por ello, el curso de la sintaxis orticiana se va configurando como un sucederse discontinuo de unidades vinculadas funcionalmente, que obligan a una lectura “en vaivén”, dado que esas unidades exigen proyectarse o retrotaerse sobre la superficie del texto con el fin de reconocer antecedemtes y consecuentes, determinados y determinantes, según una “topología” inaprehensible en términos de “escucha”: se trata, así, de lo que en vez de escucharse,sólo se puede leer.
Pero leer, a su vez, supone una cierta memoria que permite retener la forma y el sentido de lo que del texto se capta, y por ello la lectura también es una actividad que se desenvuelve en el orden de la sucesión y la linealidad. Orden al que la poesía de Juan L. también se resiste, porque obliga a subvertirlo permanentemente al establecer relaciones funcionales entre términos distantes y lejanos entre sí. Y al hacerlo produce efectos sorprendentes y extraños, que desalienan al lenguaje de las formas automatizadas de su funcionamiento habitual. Efectos -podría decirse- de puntuación y espaciamiento, de escanción del texto y de establecimiento de intervalos que dibujan, sobre su superficie, las formas sinuosas de una heterotopía incompatible e irreductible respecto de las formas convencionales del discurrir del lenguaje.
Y es de ese modo como la escritura orticiana labra, sobre las formas manifiestas de sus enunciados, las figuras que, trazadas como en filigrana, dibujan sobre ellas la dimensión virtual de su monumentalidad: la dimensión donde lo espacial y volumétrico también se inscribe en el texto, para hacer de lo escrito el revés infalible de su discurrir lineal.
(...Un río...
o la iluminación, más bien, del efluvio del ‘huésped’
al lechar, aún, su vía...
Un río...
y unas venillas de flauta por las que no deja de morir
un tiempo que, sin embargo, no era...)
La sintaxis orticiana encuentra las formas más finas de su tejido en esos signos aditivos que son las conjunciones y las preposiciones. Verdaderos articuladores de su discurso, tales signos parecen urdir los pasajes más afinados de sus versos, como si en esos puntos donde el decir se adelgaza las palabras quedaran suspendidas por sus formas monosílabas, en la puntual precisión de su sentido. Porque las conjunciones y las preposiciones, en principio, parecerían ser la expresión de diversas relaciones lógicas, como la conjunción, la oposición, la disyunción o la negación. Relaciones que vendrían a conectar diversas proposiciones, para hacer de la sintaxis el ámbito en el cual la forma de la lógica también se manifiesta.
En Juan L., no obstante, esas formas asimismo son desbordadas por el uso peculiar que de ellas realiza el poeta. Cuando en un poema leemos:
“...O la hojilla que amanece
sin amanecer...?
O el acuerdo que se descubre, desde casi la nada,
en el secreto que no tiene
edad...?
O todavía el quehacer que increíblemente se liga, enjugándose,
con el de las abejas del éter...?
O nuestras cinco puertecillas sin sus cenizas, una vez...”
advertimos prestamente que, amén de su sentido disyuntivo, las conjunciones se leen además como signo de aditividad. Del mismo modo, cuando el poeta enuncia:
“...Y la luna dejó ‘viborinas’ en la penumbra?
Y el suspiro de las sombras
dejó novias
en esta ‘orilla’?
Y lo desconocido que no llega a respirar...”
reconocemos en las formas conjuntivas cierto sentido de disyunción sobreimpreso al sentido elemental de esas partículas. Esa modalidad potencia la significación de su poesía hasta extremos notables, como si en esos lugares también se tratara de enriquecerla mediante usos sorprendentes que desbordan sus formas y sentidos convencionales. Pero si el uso peculiar de los términos conjuntivos y prepositivos sutiliza la fluencia del discurso, afinando hasta extremos insospechados su decir, los puntos suspensivos -marca de corte y de elipsis, de supresión y por lo tanto de vacío- instauran los momentos de discontinuidad donde el decir se sumerge en el marco de silencio que lo rodea, para puntuar la irrupción del vacío en la textura misma de sus versos.
La elipsis, así, es en Juan L. tanto vacío como contexto. Porque al rodear, literalmente, las formas nominales de su poesía, parece enmarcar los momentos recurrentes donde lo sustantivo se revela. Lo sustantivo y lo elíptico, lo nominal y lo innominado, se constituyen de ese modo en los pares correlativos que inscriben la singular dialéctica que articula a la poesía de Juan L. Ortiz. Si en ella se juega la contradicción insoluble que vincula al lenguaje con el silencio, es porque en esa tensión irresuelta se revela la alteridad radical que la palabra poética conjura con su decir persistente. Hablar poéticamente, así, probablemente no sea más que propiciar la utopía del poder del lenguaje, la imaginaria creencia en que las palabras, por su mágica patencia, serían capaces de iluminar la densa vacuidad donde las cosas y el mundo incesantemente se abisman.
( "La orilla que se abisma, o el feliz desencuentro entre poesía y lenguaje", está incluido en el libro: "Apuntes de Literatura Argentina", Santa Fe, UNL Ediciones, 2008, y fue enviado gentilmente por su autor para su publicación en esta Página.)
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[1] Starobinski, Jean: “La relación crítica”, en La relación crítica (Psicoanálisis y Literatura). Madrid, Taurus, 1974.
[2] Gola, Hugo: “Introducción” a En el aura del sauce. Rosario, Editorial Biblioteca, 1970
[3] Kristeva, Julia : “Sintaxe et composition”, en La révolution du langage poétique. París, Seuil, l974 .
ROBERTO RETAMOSO. Nació en Rosario, Argentina, en 1947. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario, graduándose como Profesor en Letras en 1975 y como Doctor en Humanidades y Artes con mención en Literatura en 2003, también en dicha universidad. En ella se desempeña como docente de manera ininterrumpida desde 1984, como profesor titular por concurso de las cátedras de “Análisis y Crítica I” y “Análisis del Texto” en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes, y de las cátedras de “Lenguajes III” y “Periodismo y Literatura” en la Escuela de Comunicación Social de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Se ha especializado en el estudio de la poesía argentina contemporánea, como así también en el de diversos aspectos de la literatura y la cultura argentina del siglo XX. Es autor de los libros: La dimensión de lo poético (1995), Figuras Cercanas (2000/2004), Oliverio Girondo: el devenir de su poesía (2005), Preguntar de hijo (2007), La primavera camporista y otros poemas (2008) y Apuntes de Literatura Argentina (2008).