EL MAIZAL (FRAGMENTO 2)

No te olvides de estar en varias partes a la vez,

en forma casual a veces, ubicua tantas otras,

como los dioses que de joven saludaste en Grecia.

No te olvides del calor de las manos.

No te olvides que al comienzo y al final de la frase

la misma sensación de impotencia nos rondaba.

De esa nada, del polvillo de las velas prendidas,

no te olvides.

Se encuentran entre dos corrientes de aire,

no te olvides.

Del libro que se apretuja entre tus manos.

De la palabra destartalada.

Del labio que se ausenta del rezo.

Del calor de las velas.

De los pabilos prendidos como ríos meditabundos

por calles de Copacabana, Bolivia.

Del ojo izquierdo de santa Eulalia,

cierva acosada por la jauría,

de Renunciada, de Gertrudis, de Angélica Delicia María.

De los ojos de los padres de las santas.

De los oídos que entonces fuimos,

del viaje emprendido a la luz de las velas.

Del dialecto gregoriano.

Mientras la teoría de luces se concentra hasta apagarse.

Del dialecto de miradas.

De la reunión de santas bajo tierra.

Del muerto bajo tierra.

Del encuentro de la palabra con su silencio.

De los pabilos alineados.

De los padres de las santas que fueron, uno a uno,

padre de santa.

No te olvides que esa tarde fuimos los ojos de esas imágenes.

Imágenes que proferiste en sueños.

No te olvides de estar en varias partes a la vez.

Por si consiguieras dar con la palabra y el lugar exacto, exactos.

Del maíz que asoma de tierra,

cosechado por una mano o por el viento.

De la lámpara que se apaga por falta de querosén.

De los pabilos en pugna con la oscuridad de Copacabana.

De la frase gritada en sueños, a la que contestabas en sueños, ¿era

en el mismo sueño?

Del propio olvido.

Del invierno, padre y madre de raíz de los árboles.

De tu infancia de pie grande.

De la vocal descarnada.

Del trino que al cesar se vuelve al árbol,

ya es del árbol, es árbol.

Del labio que no sabía de rezos no te olvides.

Y de esa nada, del polvillo de la luz de las velas

no te olvides.

De las diferentes maneras de olvidar.

Del calorcito que sube del regazo, llega a las manos.

De la comunión de las santas.

De los muertos bajo tierra.

De esta habla gregoriana.

Del plato de blanco reluciente.

De la luz que no cierra.

Del paisaje en fuga, paisaje demorándose tras el árbol.

Del prenderse y apagarse las velas.

Torrentes de oscuridad en el cuarto abandonado.

Del olvido no te olvides.

No importa de qué. Lo que importa es no olvidar,

no olvidarse.

De la forma de olvidar no te olvides,

del propio olvido no te olvides.

Abandonado en su nombre,

nombre de alguien que ahora es nadie.

Del paisaje anestesiado no te olvides.

Apunado.

Del hombre incapaz de toda música.

Del calor que se va de las manos.

De este cuaderno borrador.

Grandes lluvias de oscuridad, con la oscuridad por destino, por

lecho único.

No importa de qué, de nada, importa no olvidar.

Del poder del olvido no te olvides.

De las diferentes maneras de olvidar.

De la página por venir del libro.

De los años ya muertos o a punto de morirse.

De este palpitar en sueños.

De la luz sobre la página, luz que cae sobre la página.

No te olvides de esa nada entre dos vientos, nada que surge del

encuentro de los vientos.

De la vocal derramada sobre el labio.

De la luz de rezar, luz que a sí misma se reza.

 

 

Ahora un golpe de viento entre las páginas. Techo entre dos vien­tos, techo de dos aguas, lluvia por inventar el movimiento de dos ríos, de esos dos ríos no te apartes. Lomas en el poniente de pro­vincias remotas, ríos idos, ríos del más allá, de esos ríos del más allá no te apartes. La otoñada fue causa de sueños. Transforma en páginas lo ya ido. Vocal que no encarna sobre la piedra helada. Entre las piedras congeladas, en lugares que dan al sur. La noche por todo eco, la noche y el frío por todo eco y cielo.

 

 

Entrado en posesión de mi silencio, oigo el lamento que encalma, llega de unos montes natales, redondea la palabra que vacila en la frase, veo arrimarse los dos ríos de la memoria, en este momento Paraná y Uruguay juntan sus aguas en mis manos. Se las dejo para que las empapen.

 

 

Somos unas y las mismas manos, quisiéramos reunirnos unas con otras, sabernos juntas, por fin reunidas. Unas manos, y quisiéramos reconocernos una con otra, manos separadas, la mano derecha y la mano izquierda, la derecha versus la izquierda, quisiéramos establecer el contacto, poder reunimos en paz, paz entre las dos manos. Como acaso en nuestra estadía prenatal reunimos ciertos lugares del día y de la noche.

 

 

¿Penetrará la mano en la mano?, ¿se encontrarán una con otra hasta dar con el mensaje tantas veces diferido? Manos que quisieran -no quisieran, pugnan por- juntarse, reconocerse, reunirse en I. aquiescencia, el diálogo entre mano izquierda y mano derecha Pasarse el santo y seña.

 

 

Somos varias veces las mismas manos, quisiéramos reunimos, jun­tarnos unas con otras. Varias veces el mismo comienzo. Siempre diferido. Manos que quisieran juntarse. ¿Cómo podrán rezar las manos que no se juntan? ¿Silencio de unas mismas cosas esencia­les? Quisieran hablar el gregoriano.

 

 

Alma de violonchelo, manos en instancias de reunirse, de estar por fin juntas unos momentos eternos, por poco eternos. ¿Estar, estarse dos manos juntas, reunidas así como en la muerte? ¿Igual así la muerte?, ¿igual así en la muerte?

 

 

En mitad de la glacial Europa, Europa la aterida. Hora de cuchi­cheos. ¿Qué hacer con el cuchicheo?, ¿qué hacer con el cuchicheo de los muertos?, ¿qué hacer con el cuchicheo de los muertos bajo una tierra escarchada? A medida que por dentro se quema te po­nes de camino hacia unos campos para siempre verdes.

 

 

Escriba desvelado por el canto y por el hombre que se ocupa de las velas, no abandones tu página. De lo contrario, tu página terminará por abandonarte, se mandará mudar, te dejará en cueros en medio de la noche que no acaba.

 

 

Casa convocada por el silencio, hombres y mujeres reunidos por un deambular de patio. ¿Qué fue de aquel sueño bajo los árboles? Silenció de esa casa hasta hoy traspapelado en tu mente y casa que cuida tu memoria. Los padres de las santas reposan bajo la piedra. La lluvia que ahora menudea con arrestos de nevisca los mantiene pensativos.

 

 

Padre de santa atento al rayo que no termina de sepultarse en el lapa­cho joven. Acostado. Recostado. Sudor helado le recubre los huesos. ¿Y en verdad no fue cierto de todas las miradas? Son muertos bajo tierra. La polvareda de Salomé en danza, se acerca, viene hacia ellos.

 

 

El patio con el patio respira, respira silencio, respira una pausa de antes. Incansable, refleja el plantío que poco o nada se ve, no se fatiga en los tres o cuatro árboles. Árboles en espera de nombre. En noches así, el eucalipto de casa brindaba pampa, atraía la tor­menta. Mantenía a raya la tormenta.

 

 

Gregoriana la noche. Así a oscuras, noche a espaldas del gregoriano de apenas nombre. Del patio llegan las pausas que oyes, te llegan con el canto de los monjes. Con el silencio de la casuarina te llega, su respiración te llega. Gregoriano de poco, de apenas nombre, su­cede por rachas la sombra, llega del patio, a escondidas del canto, del patio en sombra son las pausas, pausas de patio en sombra.

 

 

Noche cuerdas adentro. Con noche afinan. Cuerdas en lo desierto del patio, con él afinan. En este invierno que dura siglos.

 

 

De aquí no se consigue ver los árboles. Sólo alcanzo a distinguir su silueta que encoge y se deforma en lo mejor del viento. Por poco de árbol esas sombras. No se los alcanza a ver. Tiempo de permanecer sentados oyendo rodar el gregoriano de los montes. ¿Cuándo acaba­rá la noche que no acude hacia el día? Noche de nueva oscuridad.

 

 

Las hojas siguen cayendo del gregoriano de los árboles en el paisaje anonadado y sin árboles. Paisaje anonadado y sin árboles. Entre hojas llega, blanda blandamente del lado del sueño. Blandamente anestesia, se anestesia. Ciego color. Ciego color ciego. ¿Anestesiado? Recubierto. Fibra de carne que recubre el hueso. Las hojas siguen cayendo. Ter­minarán por anestesiar este cuento. Ramas congeladas, provincias, fatigadas provincias de los sueños. Hipnótico paisaje. Notker llega. Invierno de sigilo y de siglos. La vocal termina por anestesiarlo.

 

 

En esta cueva alguien nos espía, sigue el desplazarse, los movimien­tos, las pisadas, el ir y venir del reno. La casuarina se vuelve una esponja de humedad. Ningún árbol, ningún árbol, ningún paisaje.

 

 

Vista desde tu oído esa campanilla invita a la concentración. Diciem­bre y estas horas. Gotear incesante, gota de la lluvia pretérita, se refu­gia en la estalactita encima de la mesa de café.

 

 

Sube, gregoriano, elipse de gregoriano asciende por la cuesta, anábasis de sombra, avanza hacia el mar del oído, allí eliges domicilio, te demoras con la nota, la sostienes, la mantienes hasta extinción del aire. Aniquilamiento. Anábasis. Anábasis hasta el desvarío de la vocal o nota fija en un punto barriendo, radar barriendo, cose­chando mazorcas de silencio, yéndose hacia el fondo el cielo para semilla de esas casas.

 

 

La vocal termina por anestesiarlo. Canto mirado desde un oído. Las hojas van cayendo y el gregoriano es humus, envés de sueño. Sueño que al sueño pertenece. No modifica pausas, parvas, acen­tos no modifica. Una pausa no modifica.

 

 

Privación. Privación por exceso. El aliento, el neuma, la tierra plantada de cara al hombre preludian la hambruna del tartamudo. Neuma. Los diversos neumas. Hieratismo de las parcas según el gregoriano. ¿Caerías en el remilgo?

 

 

La noche avanza según retrocede. De rama en rama, forma de ár­bol retrocede, de nombre en nombre, de raíz en raíz. La veo no la veo. Aprovecha la helada para acosar al reno en su guarida. Tenso como el arco de su flecha, hombre tenso como el arco de su flecha. Vocal que propende a la mayúscula —no, no se fatiga de acosar al reno. Palabras se acostumbran a nosotros, desde hace mucho a las matanzas -no te olvides del que se despierta en sueños. Lenta, in­somnemente, desde hace tanto.

 

 

A lo mejor el día dejó de pensar, a lo mejor se le ha dado por descreer de esta historia de renos expatriados en busca de manan­tiales, en busca de una luz que no llega a los campos de junto al monasterio, ¿unos centímetros de hombre asomado de una caver­na bastarán para que vuelva el día?

 

 

Nunca vocales, nunca vocales. De mano en mano. De mirada a mirada. Boca a boca, de nombre a nombre. Sucede, se sucede. Tiende a borrarse. A que la borren. Acuden. Entona. Engendra. Nunca vocales. Campos ciegos de junto al cementerio, campos sujetos a este dialecto.

 

 

Nunca tan alto cuerdas vocales noche adentro se empinan, con­templan. Cuaderno borrador en trabajos de benedictino. Ola que empieza la vocal la borra. Nacida alta y un maizal la cuida. Del alto del maizal con el que sueña. No desciende, de ahí no desciende.

 

 

Un yo, mi yo, para tutearlo. Escribe en el sentido de la página para que la palabra acuda. No, no desciende. Acude. Acude. Ola recién soltada llega, recién cierta, ¿recién llegada?, empieza a borrarse por las mayúsculas. Sí, un yo para tutearlo.

 

 

Por hileras, por filas, a lo maizal, por rachas la marea de gregoriano en procura de un cielo asciende de sombra en sombra, no decae, vuelve a descender de ese cielo. Sube para volver a descender de ese cielo. Desde mi lugar sigo los pasos del encargado de las velas.

 

 

El canto frío helado, frío que no tiene paradero. Llega hasta noso­tros que ya no somos los árboles del patio. Árboles toda la noche. Toda la noche árboles. La curva aminora hasta volverse un sende­ro. Sube hacia más alto que todo lo oscuro. ¿Habrías de compa­rarla con el espejo del que Salomé irrumpirá dentro de instantes? ¿Qué será de los colores cuando despierte el gregoriano? ¿Hacía más alto todavía? ¿Pasar por el árbol de la danza, árbol en danza? El espejo aguarda la aparición de la bailarina entre las aljabas del patio de la casa de su padre. En este momento ella se dirige hacia los bosques, espejo que fuera todos los bosques.

 

 

Gregoriano, sin llama arde. Hombres de lento arder, quemarse. Quemarse un hombre que es tu lento arder, quemarte, llaga indo­lora, indoloro el canto no deja huellas, canción de irse quemando uno, hombres en medio del oxígeno derramado por el aire, no deja(mellas, cicatriz no deja, nadie vio nunca nada, nadie se dio cuenta nunca de nada, no dolor, no dolor... Apenas arde, si arde. Apenas, arde. Si es que arde.

 

 

En la noche, la mínima campanilla. Pide concentración. Fervor fe­rruginoso, levemente a punto de llegar y ya de irse, leve, levemente cargado con silencio ajeno. Describir ese sonido, está a punto de irse. Éste es el lugar y momento de la campanilla. ¿Qué será de los colores cuando se despierte el gregoriano? La campanilla pidiendo concentración.

 

 

Maizal que se desgrana a paso de hombre, desgrana viento, des­grana lomas, con el avanzar se vuelve campo, canto, molino, cos­tado del viento, viento. Con el moler se desangra, desangra moler, desangra viento.

 

 

Sucede a la cuesta, hombre que se destina a maizal, herido a causa de la noche, por inventarse oscuridad en tumbas de blanco ciego yacen los huesos de las santas velados por aromo de raíz desco­nocida, tatuaje, tiempo, otra cosa de ellas no sabemos, olvidado el santo y seña. Representación fija, empantanada, atascada en el barro, caminos intransitables, es para quedarse mirando.

 

 

Se inventa por más oscuridad, camino por más adoración, en tum­bas de blanco ciego los huesos de las santas suavemente rendidas en criptas sus huesos transpiran, no se ve nada, nadie les conoce santo y seña, tatuaje invisible, sólo sabemos de ahora y de aquí -el blanco de blanco esplendente.

 

 

Lo que cantan. Se superpone a parvas de oscuridad, aquí lo seguimos esperando en la pieza grande de la casa, no queda techo.

Opiniones contradictorias sobre el techo de la casa. Los abra/i largamente prometidos, largamente postergados. Se extravía c nuevo. Vuelve de mano en mano. Gente a la intemperie, por le cuatro costados el viento vuelve tiesas las cosas a él expuestas.

 

 

Una sola mazorca todo, por todo. A medida que la levantan -he­lado el canto, helado el viento—, la mazorca que disponen sobre el plato, juego invasor de centellas, a nadie invocan, se persiguen mientras arden, no hacen sino arder, perseguirse, no hacen sino arder, perseguirse.

 

 

Hora en que los sauces no socorren a las nubes, en que las ca­rreteras transcurren para nadie, en que los trigales del sur se van en vicio y las provincias de la memoria transpiran por sus ríos. A medida que el gregoriano se va quemando, busca por lo aterido de los campos ese aire que llega de bajo tierra y que lo va quemando. Tiempo puro: el galope de un caballo que se abisma en el anoche­cer del libro. Palabras unidas y separadas por una coma.

 

 

La mujer ha dejado de salir con la fresca a buscar plantas y raíces con qué alimentar a la tribu. Mientras lo sabía, el hombre recono­cía a la tierra como suya, le acercaba semillas, raíces, canciones. La mujer no madruga para ponerse de camino hacia los bosques. Arrancan de raíz la tierra como a yuyo o planta ida en vicio, ¿quién dibujó en las paredes de esta casa que no tiene lumbre un corazón traspasado por una flecha?

 

 

Escribe el libro con lo que ves, no te olvides que el ejercicio de me­ditación ha de estar sostenido por la mirada. Mira, sigue mirando en derredor tuyo.

 

 

Con el pensamiento vuelves de la glacial Europa en tu viaje hacia los campos para siempre verdes. Sucede con el sur de esos lugares que la lluvia acuda desgastada por el largo viaje y que una vez llegada al suelo se haga polvo, una instantaneidad de colinas. ¿Acaso no oyes la saeta del viaje que no duerme?

 

 

¿Sollozos de santas en los sótanos?, ¿sollozan las santas bajo tierra?, ¿sollozan en nichos habilitados para el culto?, ¿sollozos de santas esta entonación que nos aborda llegando de recién, llegada del campo contiguo a la abadía, y nos conmueve? Se enlazan, parecen enlazarse, saeta sin fuerza, santas ya no anónimas en el rescoldo del sollozo, po­nerse nombres corno en un juego, sudor de mazorcas al menearse con el viento, con esos nombres recién puestos se sacuden, se arrancan de la planta, Trémula María, Luz Resignada, Dulce Encarnación, María Rosita, santas, unas con otras cunden, se propagan, se enla­zan al tronco, embisten mazorcas con su nombre de recién, santas ya no anónimas, ¡oh, recientemente nombre! ¿Por qué sollozas en la pe­numbra? Lágrimas que hace tiempo dejaron de rodar por la mejilla. El cuchicheo, ya sabrás arreglarte con él, a él atenerte, el cuchicheo de los muertos bajo tierra de la Sarthe. Oyendo como oyes, escuchando como escuchas llegar por hileras tupidas la marea del maizal.

 

 

Mirando desfilar sombras -el lugar es siempre la iglesia de la abadía de Solesmes—, sombras que entonan una salmodia al parecer des­tinada a acompañar la cacería de los muertos, mujeres y hombres muertos entre la noche y la madrugada.

 

 

¡Custodien el plato de blanco silencio, custodien el silencio que lo lava! ¡Custodien la curva de la melodía! Eso que cantan. Ola que con el llegar retrocede. Es de nuevo extraviarse. Rodar de mano en mano. Los abrazos largamente prometidos. Recobro la campanilla de la larga noche que no corre hacia el día.

 

 

Se van pasando la melodía de mano en mano, entre las mano1. distraen, se posa, anida, proferida engendra otras vocales que tienden a, que no invocan a la mayúscula como en una música mayestática destinada a la adoración de las santas recostadas tierra. Mientras nombran a las santas las van dejando de nombrar unas con otras se enlazan, Trémula, María, Ana, Anita, Resignación, unas a otras se enlazan. Hasta que otra vocal se las lleve, que un decir de gregoriano las saque al descampado.

 

 

Silencio de lava que se enfría pondera algo que no vemos. Lava enfriada pondera algo que no vemos. Escuchado el hiato. Escuchado el canto. Escuchada la canción. Escuchado el hombre de hacer frío. Su estar de árbol en lo oscuro.

 

 

Campos de luto junto a la abadía, lugar donde se halla el pozo de agua, en las horas de luz puedes verlo. También puedes distinguir desde aquí el resplandor de las velas. Cuando las luces de la redon­da se apagan, unas estrellas recién muertas se vuelven de nuevo visibles, hasta tarde nos quedamos conversando de luces malas.

 

 

Solesmes, lugar desde donde podremos atisbar la caída de las ho­jas. Hojas del árbol de noticias, ¿intrigas de este cuento? Algo en el olor a humedad, en el olor a oscuridad. Doble la noche. Alta noche doble. Algo en el olor a oscuridad se parece a una lumbre formándose en la antípoda. De lejos -de andar lejos— oiríamos el disco que se raya de un ladrido. ¿Con qué?, ¿a partir de qué?, ¿con qué hace noche el gregoriano? ¿Cómo fabrica gregoriano el des­campado de gregoriano?, ¿la tierra tan sin nadie del gregoriano?

 

 

¿Esa luz te saca al descampado? Hombrecito niño viejo viruejo de picopicotuejo de pomporerá, ¿sigues sentado en espera de qué campos?, ¿en el silencio recuperado ya te transformaste en rincón de la iglesia, tú, Arnaldo Calveyra, en rincón de la iglesia? Sí, esa lucecita te saca al descampado.

 

 

 

 

(De: “Maizal del gregoriano”, AH, Editora, 2005)