LETRAS

Me preocupé por mirar el papel.

Es que estaba desorientado y sentía la necesidad de buscar una mano amiga que me sacara de la angustia y liberara la opresión que sentía en el corazón.

Noté que no podría volver a escribir y creí que todos se habían dado cuenta. Sentí que lo sabían. Tenía miles de ojos en la nuca que me señalaban, me perseguían.

Era como un licuado de vergüenza y fracaso que llenaba mi garganta de un sabor amargo y mi nariz de olor nauseabundo y podrido.

No había ya palabras, ni letras. No había nada, estaba vacío, sin ideas, que es lo mismo casi que estar sin alma. Desnudo, indefenso, perdido.

Volví a observar el papel. Me preocupé por mirar su blancura. Las líneas que dividían mi hoja en renglones habían cobrado vida, ví que se movían como olas gigantes y creí que me alcanzaban, me envolvían. Naufragaba a la deriva de un mar de ideas que se desvanecían.

¿Es que acaso estaba viviendo en un sueño? Más que un sueño era una terrible pesadilla y dentro de ella ni mi mano ni mi cerebro se conectaban, sin comunicación aparente mi única forma real de expresión me había dejado. Miré mi mano imposibilitada de movimientos: ya no soy humano.

Sin embargo, aunque lograra mover la mano sobre el papel en blanco con renglones mojados, me dí cuenta que mi lápiz no tenía punta, por lo que tampoco hubiese sido posible garabatear ningún recuerdo escondido, previo al miedo, previo a estar vencido.

Miré el papel en blanco, mi cerebro vacío, mi lápiz sin punta y mi pupitre de repente comenzó a hacerse cada vez más pequeño.

¿Dónde estoy? Es un aula de una escuela que no distingo, me es ajena.

A-E-I-O-U

Paro. Retrocedo, mi pupitre se hace aún más pequeño y esta aula crece en dimensiones escalofriantes. Y yo soy diminuto y estoy solo. Miro las letras, ya no sé cómo suenan esas vocales, no entiendo cuál es cuál.

En realidad, no estoy seguro si hay un sonido que da el nombre a una vocal.

No leo, no escribo, no pienso, casi que no respiro. Si no logro garabatear mi hoja blanca definitivamente, no existo.

Tengo frío y mientras reconozco que necesito un abrigo, un fuerte cachetazo golpea mi mejilla y es tan fuerte el golpe que quema, me asfixia. Sé que está roja aunque no me refleje ningún espejo. Una lágrima cae lenta a través del ardor y escucho gritos cargados de odio:

“tenés que aprender las vocales,

tenés que aprender a leer,

tenés que aprender a escribir,

tenés que aprender las tablas,

tenés que aprender a sumar,

tenés que aprender a vivir.”

Escondo mi cabeza con brazos débiles y tapo mis oídos con manos insignificantes, la frente se arruga , la nariz gotea, los hombros y la espalda se tensan, no hay cuello, hay miedo, soy un niño, no lo entiendo.

Los aullidos van perdiendo intensidad y se ahogan en la corta distancia de un tiempo que se desvanece. Creo que el peligro ha pasado y abro cauteloso el ojo izquierdo, tomo coraje y con los dos vuelvo a la hoja de papel en blanco con sus renglones que naufragan en mi pupitre pequeño, a esta aula gigante, a mi lápiz que sigue sin tener punta. A mi fracaso, a mi vacío.

Con un poco más de confianza, levanto aún más la cabeza y mis ojos se clavan en las letras escritas con tizas de colores en el pizarrón del frente.

A-E-I-O-U

No las conozco, no sé cómo suenan.

¡Rinnnnnnn! Aguda campana ensordecedora resuena no tan lejos.

No, no estoy solo, estoy rodeado de niños que no quiero, que gritan alocados mientras salen por la puerta que da a un patio donde hay un mástil con una bandera que no es mía. Maestras con guardapolvos largos y peinados antiguos y ojos pintados con sobras violetas caminan entre los alumnos que juegan, mientras cuchichean chismes de las otras maestras que toman café amargo y fuman ansiosas.

Mi malestar mejora, lentamente la angustia se disipa, es que la mano salvadora que espero desde el principio de los tiempos ha llegado y me distrae.

Repite mi cabeza con ecos: ha llegado... Ha llegado.

Es alguien alto con un rostro nublado que no distingo, con voz amarga de mates verdes y dientes amarillos. Olor de invierno que llena mis sentidos. Toca mi frente y exclama: “tienes fiebre”.

Caigo vencido por el peso inhumano que se cuelgan de los postigos de mis ojos brillosos.

Lejos del conocimiento adquirido y los versos aprendidos, ya no escucho niños, ni oigo sus chillidos, no veo letras pintadas en pizarrones con tizas de colores, ya no tengo un lápiz sin punta entre mis dedos, ni estoy sentado en un pupitre pequeño, la hoja blanca con renglones que mojan que tenía delante de mis ojos se ha desvanecido. No existe, es olvido.

Pese a la tranquilidad de saberme en la guarida, sin cachetazos, sin miedo y con la brújula marcando la salida, mi garganta sigue seca, raspa.

Vuelvo a abrir los ojos luego de creerme muerto. Conocimiento de letras que he aprendido

Miro y me abrigo, estoy tranquilo, he recobrado el dominio de mi mismo, me olvido del olvido, siento que escribo.