EL SENTIDO ESENCIAL DEL MARTIN FIERRO

A mi entender, los trabajos realizados en torno al poema de Hernández -exclui­dos los de traducción- pueden reducirse a los siguientes, que son fundamenta­les y que anoto por orden cronológico:

a) De Leopoldo Lugones: valoración artística del Martín Fierro.

b) De Eleuterio F. Tiscornia: anotación sistemática del mismo.

c) De José Carlos Maubé: compilación ordenada de las referencias bibliográ­ficas y hemerográficas relativas al poema y a su autor.

d) De Carlos Alberto Leumann: valoración estilística de la labor de Hernández.

Llamo fundamentales a estos trabajos porque su contribución al conocimiento del Martín Fierro es capital en los aspectos integrales que se han señalado. Sus defectos, que no excluyo, son accesorios, pues no corresponden, en general, a la órbita propia de la tarea que los califica.

Lugones, por ejemplo, resuelve rápidamente el problema de la génesis del Martín Fierro por reducción al genio del autor, admitiendo que éste “lo impro­visó en ocho días”, por una “feliz ocurrencia”, para “alejar el fastidio de la vida de hotel”. Este testimonio de Lugones -verdadera ocurrencia, inconcebible en un poeta de sus facultades y su disciplina- no fue recibido sin beneficio de in­ventario por Federico de Onís, que expuso sus dudas al consignarlo: ...“en un hotel de Buenos Aires, en el año 1872, se daba en la mente de este hombre abu­rrido (Hernández) el milagro, que tanto nos resistimos a creer”... Después, Leumann ha documentado escrupulosamente la labor poética de Hernández, con lo que resultan absueltas en términos positivos las dudas de Federico de Onís. Pero nadie podrá disminuir el mérito del magnífico esfuerzo cumplido por Lugones al reivindicar artísticamente el Martín Fierro y darle ubicación defini­tiva entre las grandes creaciones literarias del hombre.

Tiscornia, a su vez, en la anotación y comentario del Martín Fierro, tortura su razonamiento y su información de las fuentes hispanas para demostrar que el poema criollo no contiene voces, giros o refranes cuyo uso no esté registrado antes en la península. Esta tesis colonialista -cuyo fracaso se ve forzado a re­conocer su propio autor, en varias oportunidades- fue rebatida y destruida bien pronto por Santiago Lugones, Vicente Rossi y otros. Pero no se podrá quitar a Tiscornia el mérito de haber disciplinado esta clase de estudios y de haber realizado por primera vez la tarea magna de la anotación sistemática del poema.

Leumann, por su parte, tras haber destruido criteriosamente el prejuicio de la improvisación y de la inconsciencia genial difundido con respecto a la obra de Hernández, demostrando en forma documentada e irrebatible la voluntad crea­dora y el enérgico trabajo estilístico que el poeta puso a contribución de su varo­nil empresa artística, cae en la exaltación casi supersticiosa de ciertos detalles más o menos oscuros del poema, sobreestima la influencia del “misterio” en la concepción de las obras del arte y concluye en el exceso inconcebible de estimar el Martín Fierro como “poema religioso”... Pero su contribución positiva, inne­gable, consiste en haber demostrado y probado palmariamente la labor estilísti­ca cumplida a conciencia por Hernández.

En cuanto a la obra de Maubé, que no es interpretativa sino informativa y do­cumental, es claro que podrá ser ampliada en sus fichas -pues tales trabajos son prácticamente sin término- y con alguna nueva clasificación de sus materiales, pero el esfuerzo mayor, de reunir y ordenar la información biblio-hemerográfica, está cumplido con paciente rigor y gallardía. Y esto es lo importante.

Son trabajos fundamentales, pues, sin desmedro para los muy numerosos -y algunos hasta de singular mérito- que se han escrito sobre el Martín Fierro, porque han sistematizado un enfoque general del poema desde un punto de vis­ta particular de las disciplinas literarias. Lo cual no quiere decir que no se puedan aportar nuevos testimonios en la materia que les es propia o que no se los pue­da rectificar en cuestión de detalle. Mas la verdad es que los trabajos fragmenta­rios escritos o que se escriban sobre el Martín Fierro son y tendrán que ser, por fuerza, complementarios de esas obras, mientras el tema abordado corresponda a la órbita del asunto sistematizado en ellas por primera vez. Éste es el premio de la disciplina.

Tal admisión no implica restar mérito a la labor accesoria, complementaria, al trabajo de detalle, de precisión y de ajuste que ella comporta. Nada de eso. Por el contrario: esa tarea complementaria de esclarecimiento es indispensable y de suma importancia. El trabajo de detalle es el que pule, afina y perfecciona la obra general, de fuertes rasgos. Ése es el premio de la colaboración.

Muchas veces este trabajo de detalle suele representar el tributo que otras disciplinas -ajenas a lo específico del arte- ofrecen a la empresa común de cul­tivar y extender la influencia de una obra de arte, es decir, en el caso que nos ocupa, de estructurar una literatura. Sin embargo, entre nosotros no constituye excepción el escritor que, estudiando el Martín Fierro, manifiesta indignación o desdén por el comentario que un aspecto cualquiera del poema sugiere a un médico, a un tipógrafo, a un agrimensor, a un político, a un naturalista, a un dirigente sindical, a un marino, hasta a un cura, por relación próxima o lejana con conocimientos propios de su profesión, actividad u oficio. Subestimar esta movilización de mentes y de simpatías significa subestimar el espíritu de la obra que se estudia. Y esa actitud implica vanidad e incomprensión. Vanidad, porque supone la pretensión de derechos exclusivos sobre una obra ajena, que es, ade­más, patrimonio espiritual de un pueblo y hasta de un mundo nuevo. Incom­prensión, porque lo que no se advierte, a través de este nuevo proceso de interés general suscitado por el poema, es que estamos cubriendo el período de conden­sación de voluntades que la madurez de esta singular obra de arte provoca, pe­ríodo tras el cual la misma proliferará en nuevas creaciones espiritualmente afi­nes, que marcarán el desarrollo inequívoco de una auténtica literatura, paralela al desarrollo de la sociedad que la produzca.

Para cubrir este período de condensación de voluntades que su influencia pro­mueve, el Martín Fierro reclama otro trabajo fundamental de exégesis: el de su interpretación esencial.

Si en los otros aspectos de la interpretación sistemática del poema ya no caben vacilaciones sustanciales, en éste, el de su sentido esencial, en cambio, lo normal es la vacilación. Y tanto, que se llega a suponer si no es que nuestros estudiosos se acogen, en esta tarea, a lo que se ha llamado “la libertad de vacilar”...

Indudablemente, vamos llegando recién “a la parte más sentida”, como dijo el protagonista gaucho. Porque para esclarecer la tendencia del poema de Hernández, que es un bloque palpitante de aspiraciones colectivas orientadas al porvenir, es exigencia previa la dilucidación estricta de todos aquellos períodos y aspectos de la vida nacional que se presentan confusos, divergentes y hasta contradictorios en el juicio de las generaciones actuales, pero como cosa juzga­da en el de la historia manual. A veces, la documentación más importante se ha perdido, por circunstancias extrañas, como sucedió con los archivos de la Con­federación Argentina; otras, es pobre o escasa; en ocasiones, un erróneo pudor patriótico nos veda exhumar la documentación existente; en otras, porque las pasiones banderizas o de casta nos ciegan todavía con mezquinas parcialidades. En lo personal, confieso que la publicación de mis modestas investigaciones en torno a la vida literaria de Hernández me ha ocasionado alguna vez el recibi­miento de verdaderas marimbas postales, administradas por descendientes de autores clásicos argentinos, que decían poseer documentación familiar que des­mentía mis apreciaciones; documentación que no se ha publicado todavía, pese a los años transcurridos desde las incidencias y a mi cortés requerimiento en tal sentido, que no ahorraba las expresiones de mi entusiasmo ante las noticias de su existencia, ni el encomio del valor de los presuntos antecedentes, inestima­bles para llenar lagunas hasta ahora insalvables para el empeño de hacer una veraz reconstrucción de época. Y esto, tratándose de historia literaria...

Lo cierto es que hay que cubrir los claros que la historia de nuestra literatura presenta entre unas y otras generaciones, como si hubieran vivido aisladamente y fuera imposible encontrar sus puntos de coincidencia o siquiera de contacto. Así, es indispensable determinarlos entre generaciones tan características como las del 37 y del 80, en cuyo intermedio aparece la capital obra de arte que nos ocupa.

Igualmente, debemos recapitular la historia política argentina, pasándola en limpio a través de una síntesis sencilla, franca y veraz, que permita reconocer claramente el curso espontáneo de los movimientos en que canaliza la opinión pública y la influencia favorable o contrariante que ejercieron sobre ella nues­tros políticos y estadistas, orientándola o confundiéndola. Pero hay que hacerlo con criterio rigurosamente científico, sin parcialidades o preferencias de fami­lia, de partidos o de localismos, y atentos a la circunstancia de que si, entre no­sotros, los que hicieron historia fueron los mismos que la han escrito, también fueron los que han transmitido su tendencia personal a buena parte de nuestra producción literaria, “ocultando en su fondo”, según observa Yunque, “una idea profundamente conservadora”, como sucede “en el gauchismo exterior, descrip­tivo, pintoresco, costumbrista, apariencia de original”.

Sólo así se podrá establecer sin error y sin réplica, definitivamente, la natura­leza de las relaciones históricas de una obra de arte cuya intención social no puede ser más evidente, profunda y perdurable.

Nos falta, asimismo, a pesar de todo lo que sobra al respecto, determinar en forma inequívoca quién era y qué era el gaucho, protagonista del poema, consi­derado en el plano de la historia, la sociología, la geografía, la etnografía, la lin­güística...

Hay bastante que hacer y que hacer entre todos, como se ve, para superar positivamente esta etapa que hemos llamado de condensación de voluntades y dejar la mesa de trabajo lista para la generación que viene, cuya obra será conse­cuencia de la densidad cultural de la sociedad argentina, desde su clase letrada o pensante hasta su clase trabajadora u operante.

Hay que trabajar sin vanidad y rigurosamente, a conciencia y no a destajo, para la verdad y no para el lucro. Trabajo puro, sin margen para la plusvalía. Trabajo difícil (y, por eso mismo, lindo), como se advertirá por los aspectos enun­ciados. Trabajo duro, también, porque, amigo, en esta tierra nunca se acaba el embrollo.-    Fuera de las investigaciones relativas al gaucho, todavía incompletas y por lo común inspiradas en la tradición española y en el espíritu de clase, muy poco se ha logrado adelantar en la interpretación esencial del Martín Fierro. Los traba­jos conocidos sólo han tratado en plano secundario este aspecto de la labor de esclarecimiento del poema, a veces al socaire de otra preocupación mayor. Y cuando en algún trabajo fragmentario se lo ha abordado con alguna lucidez, ha faltado la disciplina o la decisión necesaria para abarcarlo en su compleja pers­pectiva total.
 

Ese Canto I del Martín Fierro se divide, a los efectos interpretativos, en dos partes perfectamente distintas y bien deslindadas por su propio autor: la prime­ra, casi autobiográfica, que es una franca profesión de fe literaria de Hernández y cuyo análisis ha sido materia del citado ensayo; la segunda, en que el poeta hace la presentación del protagonista social, se significa por sí sola desde los versos en que el cantor previene:

Soy gaucho, y entiéndanlo como mi lengua lo esplica,

Es evidente que estos versos inician una rectificación pública del juicio ofi­cial circulado con malicia contra el gaucho, y que éste, en persona, como cantor, va a restablecer la verdad en su lugar, “como su lengua lo esplica”.

Y, en efecto: para quien haya investigado, con un poco de constancia y con la necesaria honestidad, los antecedentes histórico-sociales del gaucho, la identi­dad del mismo resulta absoluta, en carne y en espíritu, con el personaje que allí presenta Hernández.

Esta comprobación, que aparentemente puede juzgarse pueril o perogrullesca, no lo es, sin embargo. Porque existen innumerables presentaciones o represen­taciones literarias del gaucho (algunas aceptadas como clásicas), hechas por in­finidad de autores, que son total o parcialmente falsas y que contribuyen, por lo tanto, a desfigurar la fisonomía física o moral de nuestro hombre. Contra ese cúmulo de falsedades parciales o totales se levantó, precisamente, el testimonio del poema, que el arte mantiene en toda su vitalidad.

No obstante, mucha gente, librándose a su inspiración y acaso de buena fe, sigue escribiendo sobre el gaucho y sobre el origen del epíteto que lo designa, sin tomar en cuenta el testimonio de Hernández y con desconocimiento o desaprensión de los testimonios obrantes a través de tres siglos, como si en esta materia fuera dable improvisar todavía, igual que antes del Martín Fierro. No se debe olvidar, por lo menos, que Arturo Costa Álvarez comenzó su estudio so­bre la palabra gaucho con esta frase elocuente y abrumadora: “Veinticinco eti­mologías se han propuesto para esta palabra”. Y concluyó desechándolas a to­das. Lo que nos da una idea del mboyeré tramado al respecto.

La verdad es que las investigaciones sobre el gaucho y el vocablo que lo desig­na son previas a toda labor interpretativa del Martín Fierro. Y que un estudio de tal naturaleza debe preceder cualquier trabajo, que se repute serio, relativo al sentido esencial del poema. Por mi parte, expuse hace años en su mayor núme­ro, los resultados de mis indagaciones sobre el esquema semántico o evolución del significado de esa palabra,a tarea que me permitió constatar la calibrada exactitud con que corresponde a tal esquema el tipo social presentado por Hernández en sus versos de difícil facilidad. Vale decir que, cuando se analizan e interpre­tan documentada y lógicamente las expresiones literarias con que Hernández aboceta el gaucho en la segunda parte del Canto I del poema, se aprecia la gallar­día del esfuerzo cumplido por el poeta para llevar al arte, con absoluta autentici­dad humana y entero respeto de la verdad histórica, el militante protagonista de su obra. Él ya lo dijo:

aquí no hay imitación

ésta es pura realidá.

y empezaré por pedir

no duden de cuanto digo;

pues debe crerse al testigo

si no pagan por mentir.

Bien. Resumiendo apreciaciones con respecto a la introducción del Martín Fierro, lo evidente es que en ambas partes de ese Canto I -la que expone la tesis literaria del autor y la que expone la tesis humana del poema- queda declarada sin ambages la militancia social de nuestra máxima obra de arte. Esto tampoco debe de ser una novedad para nadie.

Por lo mismo, no deja de ser curioso que, después de todos los acercamientos, parangones y contrastes literarios propuestos al Martín Fierro, la crítica toda­vía no haya reconocido claramente el origen y la naturaleza de la particularidad que caracteriza a esta magnífica creación americana con respecto a las de su gé­nero, el épico, en el que tanto se resistía a ubicarla porque no encaja estricta­mente en los moldes clásicos. Como si en algún tiempo las creaciones del genio se hubieran adaptado a un género, en vez de ser las que lo originan y le impri­men sus modificaciones.

Lugones ya había observado: “el mismo personaje resulta enteramente pecu­liar en nuestro poema: no es el caballero insigne, ni el jefe de familia de alta alcurnia que figuran en el Romancero o en la Ilíada; sino un varón oscuro, exal­tado a la vida superior por su resistencia heroica contra la injusticia”. Y agrega­ba: “Con ello tórnase más simpático y más influyente sobre el alma popular a la cual lleva el estímulo de la acción viril en el bien de la esperanza”.

Después, y hace ya años, Jorge Luis Borges propuso la identidad del Martín Fierro con la novela, es decir, con el género literario que adquiere extraordina­rio desarrollo en la era de la democracia burguesa y que tan magnífico floreci­miento registra en este siglo del hombre común, para usar la definición de Henry Wallace.

Señaladas estas particularidades del Martín Fierro, resulta ya del todo curio­so que la crítica no se haya propuesto el paralelo más espontáneo y esclarecedor,

sugerido por la misma literatura continental: Whitman y Hernández, los dos mayores poetas de la democracia. Y es curioso que no se lo haya planteado toda­vía, cuando la realidad geográfica, el clima histórico, la atmósfera social y hasta las analogías biográficas están proponiendo la confrontación, al denunciar la fuente común de la obra literaria de ambos notables escritores del mundo nue­vo. Y escribo mundo nuevo, en vez de Nuevo Mundo, para que se perciba mejor, por sobre la mera expresión geográfica, el espíritu que ambos geniales poetas representan en la órbita del arte.

Últimamente, en La literatura social en la Argentina, Alvaro Yunque, co­mentando la apreciación de Menéndez y Pelayo de que “quizá el pensamiento de reforma social resulte en el poema de Hernández más visible de lo que conven­dría a la pureza de la impresión estética”, arguye:

El mismo reproche podría hacerse, si se examina bien, a las más grandes obras literarias. Lo social, más aún, lo político, y en lo que éste tiene de anecdótico inme­diato, se halla en la Ilíada de Homero, en las comedias de Aristófanes, en los dra­mas de Eurípides, en las sátiras de Juvenal, en los poemas de Dante y Milton, en el Quijote de Cervantes, en los dramas de Schiller, en los poemas de Greenleaf Whittier y Rusell Lowell, antiesclavistas estadounidenses; en los poemas de Tobías Barreto y Antonio Castro Alves, antiesclavistas del Brasil; en las Briznas de hierba de Walt Whitman, en el Canto a Roosevelt y otras poesías latinoamericanas de Rubén Darío...

El acercamiento está hecho.

Planteada así la cuestión, tal cual la presentan los testimonios físicos del mundo, las experiencias generales de la humanidad y el curso de la literatura, la originalidad del Martín Fierro ya no erige dificultades insalvables para su iden­tificación dentro del arte universal: su peculiaridad, con respecto a la épica tra­dicional o clásica, corresponde a la de las formas sociales con que el hombre ha superado universalmente las que caracterizaron al mundo antiguo y el feudalis­mo. Es decir: la originalidad del Martín Fierro corresponde a la de la sociedad democrática, cuyo espíritu liberal incorpora al arte de todos los tiempos. De este modo, la épica ha evolucionado con la sociedad. Esto ya es señalado por Yun­que, cuando dice, en su obra citada:

La poesía épica -o patriótica o civil o social, como quiera llamársela-, como todo lo que debe vivir y perpetuarse, ha evolucionado. El épico contemporáneo va a ha­cer poemas en donde los episodios de la lucha por la vida reemplacen a los episodios de la lucha por la muerte.

Ese espíritu de la sociedad moderna -esa savia del mundo nuevo, legítima y ascendente, emancipadora y constructiva- trasciende revolucionariamente, con militante ímpetu, en la poesía desenvuelta y austera del norteamericano

Whitman, el bardo de la Democracia, como él mismo se calificó; pero su madu­ración en poema cíclico sólo se alcanza con la aparición de la popularísima y extraordinaria creación del sudamericano Hernández.

Whitman y Hernández fueron contemporáneos. Whitman nació varios años antes y murió varios años después que Hernández. Para coincidir en el espíritu militante de su arte creador, estos dos grandes poetas americanos, sin duda los más conspicuos de su siglo, no necesitaron conocerse: les bastó ser fieles a su mundo, ser hombres de su pueblo y de su tiempo. Y la mayor entereza formal de la obra de Hernández se explica por los antecedentes locales: un proceso menos desarrollado en la sociedad, una característica en el habla poética de Hidalgo, una doctrina en la previsora labor de Echeverría y una crítica singular en el ma­gisterio de Juan María Gutiérrez.

¡Qué soberana lucidez perdura en la réplica de Echeverría a Alcalá Galiano escrita en 1846!

El arte americano, democrático, sin desconocer la forma, puliéndola con esmero -expresa Echeverría-, debe buscar en las profundidades de la conciencia y del co­razón el verbo de una inspiración que armonice con la virgen, grandiosa naturaleza americana. Los escritores americanos tampoco ignoran que están viviendo en una época de transición y preparación, y se contentan con acopiar materiales para el porvenir. Presienten que la época de la verdadera creación no está lejana; pero sa­ben que ella no asomará sino cuando se difundan y arraiguen las nuevas creencias sociales que deben servir de fundamento a las nacionalidades americanas. Porque el genio, que no es planta parásita ni exótica, sólo puede beber la vida y la inspira­ción en la fuente primitiva de las creencias nacionales.

Sostuvo Echeverría, en esa réplica, que era absurdo ser americano en política y español en literatura, y aclaró que una faz del movimiento de emancipación ini­ciado en el Río de la Plata consistía en la emancipación del clasicismo y en el com­pleto divorcio de todo lo colonial, así como en la fundación de creencias sobre el principio democrático de la revolución americana: “trabajo lento -decía-, difícil, necesario para que pueda constituirse cada una de las nacionalidades america­nas, trabajo indispensable para que surja una literatura nacional americana”.

En suma: lo que no reconocíamos hasta aquí en nuestro querido Martín Fie­rro es, precisamente, lo que debe caracterizarnos, lo que da razón de existencia nacional a nuestro país, lo que representa la mejor contribución de América a la civilización universal, lo que sigue ascendiendo en el anhelo unánime de la hu­manidad de nuestros días, a pesar de la violencia con que las viejas concepcio­nes sociales pretenden todavía cerrarle el camino de la libertad.

Es un mérito grande para la literatura argentina haber logrado dar al mundo moderno y al arte universal esta epopeya de la democracia, que innova, con su heroísmo civil y civilizador, el más vetusto de los géneros literarios.

Estimo que, con la ayuda del precedente esquema, se explican para siempre, por consecuencia, las tan misteriosas circunstancias que se ha creído ver en el desenlace del Martín Fierro: el cambio de nombre de los protagonistas de la escena final y su separación a los cuatro vientos. Releamos:

Después a los cuatro vientos

los cuatro se dirigieron.

Una promesa se hicieron

que todos debían cumplir,

mas no la puedo decir,

pues secreto prometieron.-

Les alvierto solamente,

y esto a ninguno le asombre,

pues muchas veces el hombre

tiene que hacer de ese modo-,

Convinieron entre todos

en mudar allí de nombre.

¿Esta situación, como se ha dicho por algunos comentaristas, simboliza al gaucho vencido por el mal, representado en la civilización?

No. De ninguna manera. Allí está exteriorizada una manifestación de volun­tad, que se articula conscientemente con una concepción del porvenir: los cuatro hombres se dirigieron a los cuatro vientos, llevando una promesa que todos debian cumplir, pero sobre la cual prometieron guardar secreto. Además, convinieron mudar allí de nombre, circunstancia que va implícita en el plan secreto de la pro­mesa y es lo único que de ella puede revelar el autor, como observó Senet, según se desprende del primer verso de la segunda estrofa: “Les alvierto solamente”...

No puede ser más evidente, pues, que esos hombres se separan y se dirigen a los cuatro vientos para cumplir una misión.

Senet, que advertía el sentido optimista del Canto final del poema y se resistía, lógicamente, a aceptar la interpretación habitual de esta despedida como un sím­bolo de que el gaucho era batido y aniquilado por la civilización, preguntaba, no obstante: “¿Cuál es esa promesa? Confieso que hasta ahora no he podido sospe­charla siquiera y ninguna tampoco ha podido revelármela”.

Esa promesa -que todos debían cumplir- se desprende claramente del contexto del poema y está revelada por aquel “pensamiento de reforma social” que venía des­de la Revolución de 1810 y que Menéndez y Pelayo apreciaba en el Martín Fierro como “más visible de lo que convendría en la pureza de la impresión estética”.

Para disipar toda duda al respecto, obsérvese que es en las estrofas de este último Canto -iniciado con la separación de los protagonistas- donde más ex­plícitamente se formula el pensamiento político del poeta. Allí, entre otros conceptos sociales de una claridad meridiana, que hasta incluyen normas tácticas para orientar la lucha del pueblo, está consignada aquella advertencia, tan ex­presiva del ideal democrático:

Pero se ha de recordar

para hacer bien el trabajo,

que el fuego pa calentar,

debe ir siempre por abajo.-

De las comentadas circunstancias que particularizan la partida final de los protagonistas, dijo también Senet: “Que esto está escrito con toda intención, no hay la menor duda”. En efecto: ni siquiera los cuatro conjurados son cuatro por casualidad; lo son por necesidad, para los cuatro vientos. A los cuatro vientos se dirigieron cuatro enojos con una misión colectiva que cumplir pero antes deci­den mudar de nombre:

Convinieron entre todos en mudar allí de nombre.

Es decir: provenían de la masa y vuelven a su denso anonimato, pero ya como una fértil y simpática simiente de fraternidad y de redención social esparcida a los cuatro vientos de la muchedumbre del pueblo.

Recordemos nuevamente la transcripta observación de Lugones sobre la pe­culiaridad del protagonista de nuestro poema, que es “un varón oscuro, exalta­do a la vida superior por su resistencia heroica contra la injusticia”: “Con ello”, comentaba aquél, “tórnase más simpático y más influyente sobre el alma popu­lar a la cual lleva el estímulo de la acción viril en el bien de la esperanza”. Ahora esa observación desprende todo su alcance.

Pero la concepción de Hernández es más completa todavía y no descuida un solo detalle en su genial realización artística: sus héroes, que proceden de la más modesta extracción popular, no se convertirán luego en caudillos ni en ninguna otra posible expresión del privilegio social, así sea por imperio de la influyente simpatía que despiertan en sus iguales, en el pueblo llano. Sus héroes son ejem­plarmente puros e incorruptibles en su militancia social: terminan mudando de nombre para reintegrarse modesta y fielmente a la masa, a la que transmiten, de este modo, la responsabilidad de proseguir el cometido que les dio personalidad pública. Son prototípicos y paradigmáticos. Es decir, se manifiestan para ejem­plo de la toma de personalidad por el pueblo.

Éste es el sentido esencial del Martín Fierro, de su militancia artística, de su épica activa, que se proyecta sobre la conciencia del pueblo argentino. De modo que es éste, dentro de la concepción del poeta, quien debe dar desenlace real, en la sociedad, a su inmortal personificación en el arte.

a. “Denuncia de Martín Fierro” en Columna (revista dirigida por César Tiempo), Año X, N° 8, Buenos Aires, diciembre de 1937- 86

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