LA MANO

¡Qué no quiere, don Villa!... Cierto: criollo que sale agarrao, tacaño, sale de dos dobleces. Y si, encima, es ladino... Güeno: entonces no tiene comparancia con ninguna casta’e gente y más vale perderlo que hallarlo.

Chupó el mate, le volteó la ceniza al cigarro y, arrugando un ojo, se quedó mirando el humo del habanito paraguayo, más bien suave pero aromático, que acababa de obsequiarle.

Estábamos en Paraná, en su casa ajena, porque alquilaba ese rancho de mate­rial y techo de totora, medio ataperado de aguantar los años, al final de calle  Urquiza, cerca del arroyo Antoñico. Era domingo y, en el fondo del sitio, a la som­bra de un viejo ombú, descansaba el carro, con las varas apuntando al cielo. Yo había caído de visita. Mejor dicho: le había conseguido una buena changa, al amigo viejo, para el día siguiente, pues un vecino mío se mudaba de casa. Su carro era grande y él tan baquiano como cuidadoso para el transporte de muebles.

Me miró, don Julián (Juárez, de apellido, aunque más conocido por el de Silveyra, del patrón de la estancia donde se crió, en el departamento Gualeguaychú). Me miró, al alargarme el mate, agregando, con su reposada voz cam­pesina:

Yo no digo por esos pobres infelices, com’un servidor, que a la juerza nos ponemos agarraos, porque siempre nos está faltando un güeso o un puñao de fariña y vivimos pasando más necesidades que perro atao... Le digo por los cogotudos, esos que tienen el riñón aforrao en grasa y, de yapa, son como el chancho, que come y s’echa en lo que le sobra, pa que otro no coma. Ésos son los más dañinos: los criollos trompetas.

Volvió a llenar el mate, que le había devuelto vacío, y siguió:

Afiguresé... Yo conocí un tal Guacama, Primitivo Guacama, hace una ponchada de años. Era criollo de por áhi lejos, de la Banda, que le dicen y qu’es en Santiago’el Estero. Lo conocí en las juntadas de maiz, en las colonias de San­ta Fe ¡Lindo mozo, el santiagueño! Bien formado de cuerpo: ni demás alto, ni demás flaco. Pa’l trabajo, guapo com’una herramienta. Y siempre contento, qu’era un gusto andar con él. Acá, en la provincia, cuando los desmontes grandes, de que haberá oído hablar, en el departamento Villaguay, Guacama era una luz, con I' hacha y la pala. “¡Y qué!”, me sabía decir, “¿No sabés que a mí me parieron con hacha y todo?”... Tenía color aindiao, tirando al del yerguá cuando lo lus­tran, bigote ralo y las vistas medias tirantes, com’ojal de coyunda. De sobre­nombre le decíamos el Cachimayo, qu’en habla d’indio quiere decir Río Salado y qu’es ese que pasa por Santiago y unas cuantas provincias, viniendo de arriba, pa cair en el Paraná, cerquitita’e Santa Fe. Y dice qu’el general Belgrano tam­bién le puso Juramento... Guacama era el que me sabía contar d’eso, ¿no?, los días sin trabajo, qu’era cuando llovía: así que mateábamos o echábamos un tra­go a gusto, jaraniando, acordandosé cada cual de su pago y hablando’e cosas... d’esas que uno aprende brutiando. Nos hicimos amigazos. Más de cuatro años anduvimos en yunta, trabajando en lo que se presentara. Él, pa’l trabajo, era muy cumplidor. Por eso nos entendimos. Porque, ¿sabe?, a mí tampoco me gus­ta que me anden carambajeando... Después, pegó la güelt’al pago y se pasó, por áhi, como tres años. Volvió pobrísimo: ¡ni pitaba, amigo! Al último, había estao de changador, en la estación del tren, en el mesmo Santiago, que allá es la capi­tal de la provincia. Sí, pues: igual qu’el Paraná, acá. Y me contaba el Cachimayo, el pobre, la güelta que se jué de hocico, por una changa linda, cuando lo vido al gobernador, que venía del Güenos Aires, con la señora y una hija moza. ¡Y el valijerío, amigo, qu’era una temeridá! Corrió Guacama y medio se le cuadró, con la boinita en la mano:

—Güen día, su eselencia —dice que le dijo—. ¿No quiere que le lleve las vali­jas pa’l auto, señor gobernador?

—“Y güeno, hijo: si te comedís... Esto ¿sabe?” —le dijo el gobernador a Guacama, que ya estaba con dos valijas grandes en cada mano, trotiando medio en cuclilla, pa soliviarles el peso, que era mucho, en derecera pa’l auto oficial del gobernador, un tal Castro. Este Castro era un criollo, asegún decía Guacama, más bien petizo y gordo, achinao, con el pelo como quisca. Era dotor, pero no de curar: era dotor de trigunal, como dicen. Y, en ese entonces, era gobernador. Dice que había vendido, entre otras cosas, una porción de leguas del monte, qu’eran fiscas... Algotros dicen fiscalas. Lindos montes de quebracho y algarro­bo, como pa llenar el país de durmientes y de carbón. ¡Porqu’eran quién sabe cuántas leguas, don Villa! Y las vendió por menos que nada, áhi verá, a un ami­go y hasta parece que medio’e la parentela, es claro, como puede maliciar... Le vendió como a diez pesos la hetária. ¡Dése cuenta! La hetária’e monte grande, que con un árbol que tumbara la pagaba... Y claro: justamente se habló mucho d’eso y la cosa salió en los diarios y por todo. Hasta qu’el presidente, qu’era el general Justo, si no ando trascordao, lo mandó llamar, que bajara’l Güenos Ai­res. Quién sabe qué trapícheos haberá habido por áhi... La cosa es qu’el hombre ya estaba de güelta en el pago. Y qu’el Cachimayo se jué de hocico por la changa, como s’imaginará. Hizo más de cinco viajes con valijas grandes, con cajas de sombrero, paquetes, envoltorios y qué sé yo... Guacama se acordaba’e cuanto bulto acarrió esa ocasión y se reiba d’él mismo, por la chapetonada. Hizo más de cinco viajes, como le digo, del tren al auto. Y cuando, al fin, estiró la mano pa que se la untara con unos pesos, por la changa, el gobernador sacó la mano, por arriba 'e la puertita’el auto, y le dió la mano al Cachimayo... ¡Afiguresé!... ¡El gobernador le dió la mano! Y no me v’a crer lo que le dijo: “Güeno, hijo, gracias. Y que Dios te lo pague...”. ¡Que Dios te lo pague! ¿Se da cuenta, don Villa? Tan luego al Cachimayo, que andaba galguiando, porque no tenía más qu’el día y la noche... Trompeta, el hombre ¿no?... Dice por áhi, por los pagos de Guacama, le decían el gaucho Castro. ¡Qué gaucho!... ¿Vido? Criollo que sale dañino es de darle con el ojo’el hacha.

Don Julián me alargó otro mate, echó una humada tranquila, saboreándola como un recuerdo, y añadió:

— Pero, ahura verá... ¡lo que son las cosas! ¿no?... Otra güelta, después d’eso, dice'l Cachimayo qu’él estaba en la estación, como siempre, viendo de pescar alguna changa. En eso se apareció el tren, meta chiflidos y haciendo retumbar el piso. Como no era quedao, enseguida bichó qu’en un vagón de primera venía un señor muy conocido y apreciado en Santiago. Este que le digo era un señor de edá, aunque no se le conocían los setenta años, ni por lejos, y eso que los tenía ya bien pisaos. Un hombre sano y juerte, claro. A más, que le gustaba cuidarse, porque era persona asiada y hasta paqueta ¿sabe? Se le llamaba don Israel... no sé cuánto... Se me ha olvidao. Era judío, de nación.

—Me parece que yo sé de quién se trata —interrumpí—. ¿No era don Israel Wainsburd?

—¡El mismo, don Villa! —se alegró mi amigo viejo—. ¿Así que usté lo conoce, al hombre?

—No, don Julián. Pero tengo amigos que lo conocen. Así que yo lo conozco... de oído, de mentas.

—¿Ajá?... Güeno, como l’iba diciendo: ese señor viejo era judío, de nación, pero había caido gurisito a Santiago, como de seis años. “Así que ya era más santiagueño que yo”, decía el Cachimayo, “que recién ando pisotiando los trein­ta y cinco”... La cosa es que, cuando estuvo en edá, dentró a trabajar de depen­diente, con un bolichero. Después, jovencito, de unos veinte años, se casó. Le jué bien, echó raiz y formó familia, con un montón d’hijos, que s’hicieron mozos y algunos trabajaron a su lao. Ahura era rico, tenía campos, obrajes y hasta un negocio grande, de los más juertes de Santiago. La gente lo apreciaba, porqu’era servicial y considerao con el pobrerío. Dice que sabía decir: “Yo también me he visto ansí”... Por cierto, era un contribuyente grande, que todos los años pagaba mucha plata al gobierno, en patentas, impuestos y cosas ansí. Pero, de yapa, cada güelta que se acercaban las votaciones nacionales, provinciales o munici­pales, qu’en ese entonces ¿se acuerda? sabían venir todas desparramadas, el gaucho Castro los ponía en una lista a los propietarios y a los comerciantes, ande les apuntaba a su gusto, y sin mirarles la marca, la plata con la que tenían que formar pa’l partido’e la situación. Eso era pa pagar comiteses y carruajes, algunos asaos, vino, empanadas y... ¡vaya a saber uno qué otras cosas más! En esas ocasiones, don Israel era de los que estaba apuntao con más plata que nin­guno, pa lo que le digo. Y él formaba, callao la boca. Nunca se negaba, ni nunca dijo nada.

El Cachimayo trotió al costao del tren y, cuando se paró la máquina, él ya estaba enfrente a la ventanilla’e don Israel, al que l’hizo com’un saludo con la mano, pa que lo viese, y le gritó:

—¡Güen día, don Israel! ¿Le bajo las valijas?

—Sí, pues, hijo: subí —contestó él—. Mirá: son esas dos nomás. Son livianas, muchacho.

Guacama bajó las valijas y marchó atrás del dueño. Cuando, en eso... ¡qué me dice usté!... Don Israel qu’iba, adelante d’él, y el gobernador, el tal Castro, que venía, a buscar a no sé qué otro que llegaba del Güenos Aires. Dice qu’el gober­nador lo saludó a don Israel, desde mucho antes d’estar cerca, y qu’éste le con­testó el saludo, muy respetuoso, porque hasta se sacó el sombrero. Pero ande va qu’el gobernador se para, lo qu’estuvo al lao, y l’estira la mano y don Israel pare­ce que no vido eso.

—¿No me da la mano? —le dijo Castro, con una risita que l’enseñaba los dientes.

—¿La mano? —dijo don Israel, lo más tranquilo—. No, señor gobernador. Pla­ta, toda la que usté quiera... Pero la mano, no.

Y lo dejó chanta.

Cuando don Israel le pagó la changa, el Cachimayo dice que le dijo:

—¡Gracias, don Israel, muchas gracias! Y que por muchos años se conserve sano y güeno.

Pero me decía a mí:

—¿Sabe, hermano? Yo no le di las gracias por los pesos que me pagó, sinó por el desquite que me dió, sin saber, lo que le plantó esa marca, qu’entuavía l'estará ardiendo, al trompetón de Castro. Y porque áhi m’enseñó cómo es la cosa: cómo hace un hombre pa retirarle su respeto al que no se lo merece, sea criollo o lo que se sea. Porque hay muchos criollos, Julián, que no pasan de ser basura, por más alto que anden volando...

En La mano y otros cuentos