Ha llegado el momento de señalar las tres clases de “poetas” que publican libros:
Una de ellas está compuesta por los que se desconectan de sí mismos y de los demás, imitando escuelas que —ingenuamente— creen que son modernas; amontonando imágenes, no aventurando una sola gota de sangre, una minúscula parte de vivencia.
La otra es la clase de los detenidos en el espíritu de lo viejo, atados al pasado orden de la poesía, al sonetito con vuelo de garzas y gerundios de rosas. No crean nada. Recrean. Una poesía que está muerta antes de haber nacido.
La tercera clase es la de los auténticos poetas: aventura, transmisión, el uso de la palabra no únicamente como sonido agradable o como cabo para sugerir o poetizar, sino, esencialmente, como elemento de comunicación, sin desechar lo cotidiano, ni la jerga, ni lo pulcro. El uso, además, de las vivencias dadas con el tono personal. Lo que más distingue a un ser de otro ser, es, además de la imagen física, su espíritu, su sentido de la alegría o de la angustia, su concepto de la vida. Por eso, los verdaderos poetas no pueden detenerse en imitar a otros, no pueden elegir escuelas. Son distintos. Ellos mismos guardan —muchos sin saberlo— una escuela propia de la poesía. Lo que tanto se dio en llamar estilo. Lo que es de uno exclusivamente.
Blaistein pertenece a esta última clase de poetas. Leyéndolo, no hay error posible. “En una pensión un hombre solo mira el techo”, es Blaistein. Y el que pide a la madre “un lugar despeinado en tus caricias”, es Blaistein. Y es de Blaistein esa novísima “Teoría del Esgunfio”, porque él, muchas veces, habrá pensado que al esgunfio “hay que matarlo una tarde de lluvia cuando juega al dominó por las cocinas”.
Todo lo que “Sucedió en la lluvia” tiene acumulamiento de vivencias. Basta ese acorazonado canto para Edith Piaf, que le mueve a pensar en la hora en que mueren los solitarios. De no haber hecho eso, de no haberse lanzado a la aventura de su propio mundo, de no haber abierto la llave de paso de su melancolía para dejarla correr en poemas de verdad, Blaistein podría haber arriesgado menos, podría haber hecho literatura, podría haber escrito como otros. Pero él se hubiera mentido. Y él no se lo hubiera perdonado nunca, a pesar de los posibles y transitorios éxitos, a pesar de lo poco que duele escribir “como se usa”.
Por todo eso, Blaistein es un poeta. No nos equivoquemos si pretendemos juzgar a Sucedió en la lluvia como su primer libro. Porque no por ser el primer libro de Blaistein, éste es el libro de un novel. Basta con abrir sus páginas y notar que esta poesía tiene el repliegue de la madurez. Es la poesía que se lanza ya tamizada por el autor. Porque Blaistein no es el enamorado por mostrar sus cosas. Es, en cambio, el enamorado de crear sus cosas. Y esa poesía recién ahora se da a conocer, recién ahora sale a la aventura, después de haber hecho otra y otras y otras más, o de haber sedimentado emociones, o de haber mordido muchos reveses, o de haber aguantado los manotazos de la tristeza o los insólitos rechinamientos de la soledad.
Lo que tiene que decir Blaistein y dice no es titubeo. Es bien firme. Por eso, se nos incorpora sin reticencias, seguro, en lugar ya importante en la zona de los poetas auténticos.
Sucedió en la lluvia es una invitación a su mundo.
Mario Jorge de Lellis