ANÉCDOTAS PUEBLERINAS

Un PV local conocido por sus artículos  en  medios  de difusión y su repercusión como escritor, crítico de cine, comentarista político y que nunca lo habían reconocido por su labor, ni entregado una medalla, una placa, un diploma, por lo que decide urdir un plan para lograrlo. Adelgaza bastante, se tiñe el pelo de gris y se pinta unas ojeras que lo hacen parecer cerca del arpa. Consultado por un periodista amigo, le dice que padece una enfermedad terminal.

A partir de los titulares del diario local del día siguiente, donde dan a conocer que al artista se le acaba el cuento y que es cuestión de días el desenlace fatal, lo comienzan a convocar a todas las actividades festivas y culturales; le dan un lugar permanente en el palco oficial junto al intendente, lo llenan de medallas, copas, diplomas y logra todo el reconocimiento que esperaba tener.

El galardonado se hace pasear por los distintos actos en una silla de ruedas ante el aplauso generalizado y emotivo de los presentes. Un cantor popular le escribe y graba una sentida canción, con la cual se cansa de vender CDs en el pago y por, las dudas, lo nombran ciudadano ilustre.

Al tiempo, el mismo periodista que había difundido la triste noticia y que junto con el resto de ciudadanos estaban alertas, esperando el triste final -para el cual más de uno ya tenía escritas unas palabras de despedida en el cementerio al son de la banda de música- lo encuentra por la calle y nota que tiente un aspecto normal, saludable

–¿Y..? -le pregunta.

–¿Y qué..? -contesta secamente el interrogado.

–¿No estabas a punto de morirte vos?

–Ah sí, ¿viste? pero me hicieron nuevos análisis... y resulta que se trataba de una simple gripe…

La indignación ciudadana fue tal al sentirse engañada y saber de que el futuro difunto no concurriría a su velorio, que desde ese momento decidieron condenarlo al ostracismo. No más publicaciones, halagos, ni homenajes.

Años más tarde, este ciudadano fallece de muerte natural, pero pocos se enteran, la mayoría lo seguía ignorando de una manera atroz, a muerte. Murmuran algunos en secreto, que el muerto –luego de ser encajonado por una pompa fúnebre de un pueblo vecino– quedó abandonado en su habitación y nadie entró jamás a ella ni, por supuesto, le dieron sepultura.

También cuentan que unas manos anónimas y solidarias le habrían hecho un par de agujeros al costado del cajón, suponiendo que quizás, como ya habría resucitado una vez, podría hacerlo nuevamente, sacar sus manos, agarrar las manijas y llevarse solo al cementerio.