Tomado de http://www.lanacion.com.ar
La Academia Argentina de Letras publicó Borges, de Carlos Mastronardi (1901-1976), del que publicamos algunos fragmentos. El libro es el penetrante testimonio que un amigo brinda sobre el admirado autor de Ficciones
XXIII
Una vez más hacemos memoria de las opiniones y pareceres que oímos de labios de Borges a lo largo de muchos diálogos animosos. Una parte considerable de nuestra reconstrucción corresponde a sus años de juventud, pero es evidente que no seguimos aquí un orden estrictamente cronológico. Nos libramos a los azares del recuerdo y del olvido, proceder que justamente por antimetódico acaso permite recuperar la fluidez y el sabor de una conversación que se renueva a través de muchos días. Borges (ese doctor Johnson sudamericano de quien somos el atento Boswell), acuña juicios y observaciones sin recurrir a énfasis alguno, como si buscara con inocencia, ajeno a los efectos que originan sus palabras, el esclarecimiento de una cuestión que le preocupa. El tono y el ritmo entrecortado de sus frases dejan la impresión de que está pidiendo excusas por cuanto dice. Se advierte que huye de la brillantez y disimula sus aciertos.
Al pasar junto al atrio de una iglesia, oímos la voz de un mendigo. Después de responder a su llamado, planteamos el inmemorial problema estético: ¿por qué razón el mendigo del teatro o de la novela puede conmovernos más que su modelo real? No ha de ser -arriesgamos- porque el alma humana se nutre de ficciones. Borges habla:
-Nos conmueve más porque lo conocemos. En el transcurso de dos o tres horas podemos mirarlo de un modo no eventual. El que acabamos de ver es apenas una imagen, una percepción suelta que estuvo en nuestro espíritu unos pocos segundos. En ese término, que es el de una instantánea impresión visual, no pudimos identificarnos con él. Con mucha frecuencia, la vida cotidiana sólo nos suministra sombras. Atado a preocupaciones y tareas, el espíritu mira sin ver. Por cierto, estos descosidos pareceres no jubilan tan compleja cuestión.
XXIV
Borges sólo siente el deleite de la música a través de las palabras. En el terreno literario, desde sus años de juventud, cuando todavía su visión era normal, se muestra distante y apartado de los efectos plásticos, de los modos expresivos que tienden a rescatar colores. Todo artista es un centro vivo de afinidades y oposiciones. En cierta medida, Borges se forma por oposición al Modernismo, cuyos adeptos abundan en hallazgos cromáticos. Apenas cumplidos los 23 años, como lo declara de manera explícita el prólogo de Fervor de Buenos Aires, su primer libro, se decide por la opacidad y practica una poesía voluntariamente despojada de alusiones al mundo externo. No entra en sus planes el esplendor que se alcanza por la vía descriptiva. Si nos atenemos a los fines que se propone, habrá de parecernos extraño que la música -arte cuya única condición es el tiempo- no resuene en su intimidad, por cierto compleja y rica. Descartada la sustancia extensa, se diría que ninguna de las artes sujetas al principio de sucesión puede ser ajena a su alma. Sin embargo, oye algunas piezas musicales con la misma indiferencia con que oye al doctor Capdevila. Las rapsodias de Brahms constituyen una excepción digna de mencionarse. El agrado que en él suscitan estas obras de raíz popular es aprendizaje y don de Graciela Peyrou, cuya hospitalidad melodiosa rinde así buen fruto.
Por lo demás, siempre que se habla de música, Borges se limita a decir que le gustan mucho los tangos. Acaso se trate de una actitud que viene de su primera mocedad y que ahora reitera, con alguna coquetería, de manera automática. No se esfuerza por conocer el orbe puramente temporal del concierto y la sinfonía. Ya transpuestos sus 40 años, lo invito a una audición de violín a la que debo asistir por obligación periodística. En la puerta del desaparecido teatro Ateneo, lugar del espectáculo, aclara con timidez: "Creo que es la segunda vez que asisto a un concierto".
La luz de la sala es precaria; en un entreacto, alguien se queja de la escasa visibilidad. Como tantos otros, el quejoso quiere apreciar la proeza física, el esfuerzo muscular del violinista. De tal modo, el arte se vuelve fisiología. Borges observa que la luz no es necesaria: "El violinista no ejercita un arte del espacio. Podemos estar a oscuras".
XXXVII
Agosto de 1948. Hoy me encontré con Borges, quien me habló de la muchacha a la cual profesa una ternura unilateral. (Por lo visto, "mi pecho es de violetas para la confidencia", como diría M. Fernández). Alimento del recuerdo y del venidero análisis, esa cruel aporía, esa indiferente belleza -según la define- le trae una dicha que ya quiere ser desdicha. Evocó de este modo sus últimos encuentros con ella: "Era tan agradable su compañía, me alegraba tanto poder nombrarla y sentir el resplandor de su cabellera, que casi olvidé la indiferencia que me destina". En otra ocasión, quizá bajo un estado de ánimo más sombrío, me confió que estar con ella, salir con ella, son hechos que subrayan la imposibilidad de interesarla y atraerla. Cuando hay varias personas, -agrega- lo íntimo no pesa y se borra esa triste impresión. Es evidente que cultiva el infortunio con lúcida complacencia. Como todo lo habitual, ese infortunio ya se ha vuelto benigno, llevadero.
XL
El interés que en él despiertan los libros, nada tiene de sistemático. No se somete al orden sucesivo que fijó el autor, sino que saltea páginas o vuelve sobre las ya leídas, según las exigencias de su curiosidad y de su gusto. Se detiene aquí y allá, retoma la marcha y a veces prescinde de algunos capítulos, pues su naturaleza le impide hacer de la lectura una grave ceremonia, y mucho menos un deber fríamente impuesto a su espíritu. Quizá no leyó todo el Quijote; quizá no leyó todas las cláusulas y períodos que integran El mundo como voluntad y representación, pero vuelve siempre a esas obras, con las cuales mantiene íntimo trato desde sus años mozos. A lo largo de lustros y decenios, muchas noches lo vieron repasar las páginas de aquellos libros que, si ya no le traen sorpresa, hoy como ayer responden a sus apetencias profundas. Regresa a los pasajes o las líneas que lo tocan de manera esencial. No asume la obligación, pongamos por caso, de estudiar todo Berkeley, todo Hume o todo Carlyle, pero siempre está con ellos. Por lo demás, Borges separa con prontitud lo principal de lo accesorio. Su agudeza inquisitiva le permite discernir y desprender, aun de los textos más farragosos, la virginal riqueza que nos traen. Esta pericia de rastreador merece destacarse; es sabido que muchos lectores se pierden en la maraña de frases digresivas y de proposiciones incidentales que acumulan filósofos y ensayistas.
Respecto de las novelas, Borges estima que, a diferencia de las narraciones breves, son obras para entrar y salir, pues en ellas importan los quietos caracteres o los graduales ambientes, no los hechos que se precipitan hacia un fin determinado. El deleite que encuentra en Proust y en Joyce es de tal índole que no puede seguirlos con el solo afán de informarse acerca de ellos, como si fueran dos objetos de solemnes estudios monográficos. Borges los llama y convoca desde su propia intimidad, sólo atento al noble agrado que le dispensan. De ahí que pueda hablar de estos escritores y de muchos otros, clásicos o modernos, con la misma soltura con que habla del reciente acto literario o del amigo con el cual acaba de encontrarse.
L
Hacia el cuarenta y tantos, cuando la guerra mundial es el tema o la pesadilla de todos, Borges publica un libro de relatos fantásticos. Los diarios, con atención excluyente, dedican numerosas páginas a las operaciones militares que se cumplen en Europa, en Asia y en África. No obstante tratarse de una obra excelente, de una obra que en cierto modo corrige o atempera la excesiva realidad que viven los hombres, la de Borges sólo obtiene un breve comentario periodístico. Fuera de esa mínima gacetilla, ningún eco, ninguna resonancia. Pero se resigna a ese dilatado silencio y formula esta pregunta con ánimo sereno:
-¿Cómo competir con el bombardeo de Londres?
LI
Afirma que son dos las grandes fuentes en que abreva la cultura occidental. Estas antiguas fuentes surten de mitos, símbolos y alegorías a todo el mundo civilizado. El sitio de Troya y el sacrificio de Cristo -Helena y la Cruz- son los incesantes manantiales donde bebemos. Y agrega con voluntad de síntesis:
"Dos agonías inmortales -la agonía de un Dios humanizado y la de una ciudad largamente sitiada por el hierro y el fuego- viven en la memoria de los hombres y renuevan sin cesar las posibilidades del arte."
LIV
Se habla de la dietética criolla y se elogian algunas costumbres culinarias locales. Borges menciona con agrado la mazamorra, el dulce de leche y el pastel de humita, pero dice que no es adepto al puchero. Su rechazo, por ser de índole abstracta, excluye la decisión inmediata de los sentidos:
"No me gusta el plato heterogéneo. Tiendo a lo elemental. La carbonada y el puchero, en mi opinión, por cierto falible, son nuestros platos más barrocos, más parecidos a las mixturas de Góngora y de Gracián. Poco entiendo de estas cosas. Además, es muy bueno comer pero no es tan bueno hablar de comidas."
Cierto escritor francés, huésped de Buenos Aires y muy aficionado a la buena mesa, pregunta a Borges cuál es nuestro plato nacional típico. Con bien sazonada ironía, éste responde que los ravioles.
LVII
El poeta Francisco Luis Bernárdez, cuyo teísmo se lleva bien con la filosofía de Unamuno, cita algunas páginas de El sentimiento trágico de la vida y afirma que la inmortalidad personal, con la plena posesión del pasado, constituye el punto de partida de toda indagación metafísica, por ser el problema previo a todo problema. Borges observa que se trata de una cuestión subordinada, ya que primero debemos saber en qué madera estamos plasmados y cuáles son los fines del universo, si es que realmente responde a fines inteligibles. Piensa que la inmortalidad personal, en un mundo de espectros que no llevan rumbo alguno, carece de sentido: la perennidad del alma requiere justificación y solicita coherencia. ¿Para qué fatigarlo a Dios?
LXXIII
El novelista M. L. cultiva cierto dandysmo intelectual que se resuelve en humoradas y extravagancias siempre llamativas. La gente letrada lo mira con prevención, y a veces con desafecto. Sin embargo, las honras y las distinciones lo ponen en evidencia. Entre irónico y asombrado, Borges comenta:
"M. L. es el hombre más aborrecido y más agasajado de Buenos Aires ¿No es raro? Uno oye censuras pero presencia banquete innumerables."
LXXV
Se refiere a cierto escritor que languidece entre costosos objetos suntuarios. En su casa pueden verse -dice- muchas cosas que deparan bienestar, pero el destino literario de ese poderoso es incierto. Estas circunstancias personales lo llevan a la siguiente conclusión general:
"El adulto no identifica la felicidad con la mera posesión de objetos. A diferencia del niño, los artefactos no le traen dicha. El hombre realmente adulto no desea cosas; más bien codicia símbolos." .
Borges de Carlos Mastronardi. Academia Argentina de Letras. Buenos Aires, 132 pp., 2007.