Siguiendo la línea de la biblioteca
encuentro a los hombres muertos,
los hombres que ya descansan o se incendian.
Los nombres que han mordídose,
los que han gritado en la página
y vivido en la noche taciturna.
Los alcohólicos.
Los amantes.
Los siempre iletrados de la sociedad.
Los misteriosos que han dejado
las fórmulas del mundo en el manuscrito
que sigue sin tener nombre.
Los que han muerto y visto morir.
Esos que vivieran la era dorada,
la de sus vidas diversas.
Cambiantes como Pessoa
y pasionales después del sentido.
Acérrimos.
Los hijos no deseados hasta su gloria
y perplejos en el parpadeo paradigmático.
Los osos.
Los ogros.
Todos allí en la biblioteca
amamantando los estantes.
Cada uno mi amante en el coito de la lectura:
el placer de desintegrarse
y reconocerse en la pérdida,
la identidad sin nombre,
la silenciosa.
Cada uno sepia en las hojas manchadas,
las inmortales que sienten solas o abiertas.
Los sin géneros.
Los polizones de la ciudad en aguas.
Los que han disparado las mentes
y son culpables de mi revuelta.
Los criminales.
Los abusadores del sentido común.
Los desnaturalizados.
Ellos ya no me importan,
lo que quiero es el puño de sus tintas,
ese muñón de vida y delirio.
Quiero besar sus manos y que me toquen,
los ojos.
Que me arranquen esas manos mis ojos…
aunque ya lo hayan hecho, que lo repitan.
Que me cieguen cada segundo
y los siga leyendo.
Entonces guardaré sus dedos
en mi mesa de luz y brillarán.
Sin nombres, los desconozco en la ebriedad.
Amo la combinación:
de sus letras,
de sus palabras,
de sus frases.
Como el río con sus afluentes
y no hay jerarquía.
Adoro la combinación y odio las jerarquías,
ellos las han incinerado
como a la monarquía y a la nobleza.
La prosapia y sus integrantes han muerto.
Todos.
Sólo que aún no se han enterado.
Los escritores los han matado,
ellos son los culpables.
Son los asesinos.
Han matado a todos con sus códigos.
Tengo en mi biblioteca
un manojo de combatientes,
todos agrupados pero no en una cárcel.
Odio las cárceles, más por los vigilantes…
esos sí son criminales.
Mis manos sostienen a pendencieros
que acunan mi aturdimiento
y lo reinterpretan en frenesí.
Los innombrables.
Los padres que son hijos en la madera
que los sostiene de la parquedad.
Los irreverentes.
Los locos más cuerdos,
serían en todo caso dementes por sobre la dolencia.
Mis estupefacientes y los de todos.
La droga más pura y natural.
Los escritores.
Los libros.
La página.
De: Cerrojo