TOMÁS ABRAHAM

PRESENTE Y PORVENIR DE LA FILOSOFÍA. 

(Conferencia en la Facultad de Humanidades de Catamarca).  
Por Tomás Abraham

Tomado de: http://www.tomasabraham.com.ar

 

Metafísica.  
 
Hagamos ciertas distinciones para caracterizar diversos modos de hacer filosofía.  
 
Hay un modo de ejercer la filosofía que caracteriza el proceder de la mayoría de los filósofos contemporáneos. Lo ilustro con la imagen de una soga. Una punta de la cuerda se arroja hacia el presente, el otro extremo se lo ata a la tradición. Por eso cuando el filósofo discute alguna cuestión de actualidad evoca la palabra de los clásicos. El filósofo mira el presente mientras discute con los clásicos. Y esto es algo más que una impostación erudita. Otras veces mira a los clásicos mientras discute el presente. Y esto también es más que una recurrencia arbitraria.  
 
Esta es la técnica que Nietzsche define como inactualidad y Foucault historia del presente.  
 
En ambos converge la perspectiva genealógica. Otros filósofos hacen esta labor de dos puntas desde otra perspectiva. Habermas lo hace desde Kant, Rorty desde la tradición pragmática de los EE.UU.  
 
Cuando leemos a los filósofos recién nombrados, presenciamos el escuadrón de la tradición filosófica arremeter el presente.  
 
Por supuesto que hay otros quienes tienen una visión diferente de la práctica de la filosofía.  
 
Su labor está especializada en recorrer la tradición, conversar con los clásicos, afinar aún más las dudas o las certezas etimológicas, y plantear cuestiones fuera de toda contingencia histórica como los eternos problemas de la filosofía: la verdad, el ser, el conocimiento.  
 
Voy ahora a otro modo de fraccionamiento. Gilles Deleuze distinguía a dos tipos de filósofos. Unos son los edificantes, los otros los sísmicos. Estas dos palabras son elocuentes.  
 
Mientras unos construyen, los otros destruyen. Pero que la palabra destrucción, como la de construcción, no nos encandile. No es que los unos sean buenos y los otros malos, o que unos sean ecuménicos y los otros nihilistas. En todo caso, estas palabras, como la de nihilista, también tienen valor filosófico, y son discutibles y sumamente maleables.  
 
El efecto sísmico es uno de desestabilización, de movimiento inesperado, de remoción de cimientos, es una imagen eléctrica, espasmódica. Por su lado el filósofo edificante puede asumir el rol de un candor de mala fe, de alguien sumamente preocupado por su imagen de alma bella, alguien que hace del sermón laico el abrigo espiritual que los poderes necesitan.  
 
O por una afinidad psicológica ser un perfeccionista que obsesivamente repasa las terminaciones de un esquema que nunca deja de completarse. Un prolijo ebanista que saca brillo a lo que ya brilla.  
 
Hay filósofos edificantes que insisten y refuerzan la idea de que debe haber un Bien, que debe existir una Verdad, de que que hay una Realidad o un Real que sostiene el todo y que la objetividad del conocimiento encuentra en él su garantía. Es la vieja idea de la permanencia en el realismo metafísico desde Platón a Hegel. El ser es lo que permanece, es la sustancia plasmada en una Idea o en un Sujeto.  
 
Y hay otros edificantes, a la manera de Kant, pero sin su talento, que emplean el estilo rococó y sobrecargan el texto con minucias analíticas, subdividen los argumentos hasta su saturación semántica. Son de una precisión confusa y excesiva.  
 
Voy a explayarme de un modo infantil. Respecto de las grandes cuestiones de la filosofía, la Verdad, el Ser, el Conocer, pienso que son interrogantes humanos, demasiado humanos.  
 
Pertenecen a la metafísica. Y la metafísica no es una tradición perimida, no es como dice Heidegger, la trasmisora de una falsa pregunta o un catálogo de sustancias. La pregunta de por qué algo más bien que la nada, pertenece a la metafísica, y es su pregunta fundamental.  
 
Esta pregunta es lo que más se aproxima al misterio del ser, y no tiene respuesta, y esta falta de respuesta produce un cierto malestar que no tiene cura. Es un agujero al que sólo puede dársele forma pero que no se puede tapar, obturar, suturar. Es una cicatriz abierta. Es lo que los psicoanalistas llaman la castración, es lo que Bataille figuraba cuando decía que el hombre sufría de no poder serlo todo, es un lamento cuasi místico, y que yo infantilizo así: no fuimos nada antes de nacer( y si lo fuimos lo hemos olvidado), y no sabemos si seremos algo después de morir. Así, sencillo, esto es parte de la constitución ontológica del hombre, un manifiesto de su incompletud que lo hace vulnerable, ignorante, hijo del misterio. No hay verdad que pueda obturar esta ignorancia.  
 
Pero el misterio del ser tiene, además, un nivel cósmico. Quiero decir que más allá de ignorar nuestro destino como seres singulares, ignorancia que sólo la religión dice responder, ignoramos el origen, el sentido y la densidad existencial del universo que habitamos, y este desconocer también tiene que ver con la pregunta sobre algo en lugar de la nada. Podemos elaborar teorías acerca del big bang, del modo en que se produjo, de su evolución, de su reversibilidad, de sus ciclos, pero el misterio del ser quedará sin respuesta.  
 
En tanto humanos preguntamos por el por qué del ser, y sólo podemos responder con las técnicas de meditación religiosas, como las de la India, y con fábulas mesopotámicas como en el judeocristianismo, pero en tanto seres racionales nada sabemos sobre la pregunta metafísica.  
 
Si nada sabemos acerca del origen, nos queda la posibilidad del análisis histórico del deseo de saber sobre estas cuestiones. De nuestra voluntad de verdad. Las construcciones de la metafísica occidental nos hablan de los límites de lo humano, de la destreza argumentativa que los hombres pueden llegar a desplegar para construir un orden que aleje la confusión, el caos y las tinieblas de su pensamiento. Son juegos de lenguaje, modos de expresión que construyen una subjetividad, la del autor filósofo, y marcan una trascendencia: la red de relaciones que se dan entre esta palabra metafísica y los otros lenguajes con los que los hombres interpretan la realidad, y las formas de vida de la época de las que proceden.  
 
Así interpuse a la metafísica dos nuevas palabras: lenguaje y formas de vida.  
 
Estimo que la metafísica condensada en la pregunta por el algo más bien que la nada, no tiene mucho más que agregar en el presente, salvo mostrar nuevos modos de decir lo mismo. Pero estos modos no pueden aparecer en un lenguaje clásico, representacional, como el que empleaban los filósofos del racionalismo del siglo XVII, Spinoza, Leibniz, porque la filosofía difícilmente busque hoy en el lenguaje al estilo matemático o en un orden geométrico, un modo de probar la existencia de Dios, o de desplegar un orden deductivo que represente un orden del mundo.  
 
Pero lo que si nos ofrece con singular contraste el racionalismo de los filósofos del sistema como Leibniz y Spinoza, es un mundo en el que las cosas ocurren con irremediable necesidad. Un mundo-pantalla en el que se congela una imagen total - la mathesis universalis - la causalidad circular de todas las cosas en sus cadenas de determinación.  
 
Percibir este movimiento en su verdad eleva al hombre sobre el común de los mortales. Esta capacidad es lo que define al hombre teorético de Aristóteles, al Sabio estoico, y al Beato de Spinoza. Esta contemplación de lo que es en cuanto es, adquiere en los tiempos actuales - los de la muerte de Dios - el atributo de ser un arte de la inteligencia por la inteligencia misma. Obtenemos el placer del juego del saber. Gratuito, escolástico, intenso y catártico.  
 
La pregunta sobre el algo más bien que la nada, o el efecto de anulación que la pregunta puede tener sobre ella misma, las consecuencias que tiene que esta pregunta insista y que le muestre al hombre los límites de su conocimiento, todas las formas de la no respuesta, se expresa mejor en algunos poetas que en metafísicos de profesión. Poetas como Pessoa, y no muchos más. Quizás Borges.  
 
Ética.  
 
En la actualidad filosófica hay una dificultad con el Bien, y creo que también la hay con el Mal. Respecto del Bien se ha relativizado su importancia, se nos habla de lo mejor. Lo mejor no necesariamente es hijo del Bien. Quiero decir que es posible enunciar lo mejor para una sociedad (¿y por qué no para un individuo?) sin tener ni una idea del Bien trascendente, ni una doctrina del Bien. Rorty, por ejemplo, cree en el progreso moral pero sin una visión final de la historia. Parte de una petición de principios: la superioridad moral de la democracia liberal. Lo concibe como el sistema político de menor crueldad concebible. Es el menos humillante. La idea de progreso implica un pasaje de menor a mayor, y cuando se habla de moral, es de algo relativamente bueno a algo mejor.  
 
¿Cómo ponerse de acuerdo sobre este punto si no hay una distribución universal de una misma idea de Bien? Es ésta una de las preocupaciones de la filosofía actual que se responde con una inversión del problema. No se trata de subordinar a los hombres a una misma idea del Bien, sino de subordinar el bien a un acuerdo entre los hombres. El valor deriva así del consenso.  
 
Una de las vertientes de la problemática ética actual es el modelo comunicativo, dialógico y consensual. Supone un acuerdo sobre ciertas reglas de juego y una simetría de oportunidades. Lo que nos lleva a un emblema cercano a la idea de Bien, me refiero al de la justicia.  
 
Pero los filósofos de profesión insisten en afirmar que no hay valoración posible sin una definición jerárquica previa. Que nadie puede apreciar ni despreciar ni decir de algo que es mejor o peor sin una previa concepción del Bien. Sin horizonte no hay distancia, dicen.  
 
En la misma estructura del lenguaje, nos aseguran los puntillosos de cátedra, existe la generalidad. No me detendré en este punto después de los siglos de la escolástica en los que nominalistas y realistas gastaron todos los cartuchos sobre el espesor ontológico del lenguaje y sobre la relación entre singulares e universales. . Pero Deleuze ya desechó la generalidad ineludible al diferenciar lo general del nombre de una variable. Y Wittgenstein dedicó su vida, que no fue vana, en mostrar el modo en que las situaciones de lenguaje y las formas de vida dan vuelta tantas veces los significados como oportunidades escénicas ofrece el crice entre individuos parlantes.  
 
Antes de terminar esta cuestión del Bien quiero decir algo del Mal. Se habla de la banalidad del mal. Una de las cosas que el siglo XX ha legado es una especie de crimen organizado según la racionalidad y los dispositivos de las grandes sociedades industriales. Son los genocidios, de los cuales el perpetrado por la Alemania nazi es el modelo. Este sistema de matanza planificada a la manera de la producción en serie, necesita funcionarios, expertos en productividad, contadores, especialistas en relaciones humanas, gestores. Esto fue Auschwitz y todas sus dependencias en Europa Central.  
 
Desde las reflexiones de Hannah Arendt, desde su análisis del juicio a Eichman, se interroga de un nuevo modo la cualidad moral de los verdugos. Y se llega a la conclusión de que estos agentes no son malos de un modo total, que su humanidad pervive en la mayoría de sus acciones, que son gente común, que participan de sus pequeñeces y hasta de sus grandezas, pero que en un costado de su existir cumplen una labor criminal sin la consciencia del mal que infligen, del absoluto dolor que causan.  
 
Esta gente común cumple órdenes, se justifica en la obediencia debida, no trasmite odios carnales, pasionales o viscerales, cumplen una función, ejecutan un mandato, casi por error.  
 
El mal es así banal, ordinario, fuera de cuestión, casi mediocre. Es el mal endémico originado en la mediocridad, un mal filisteo.  
 
Aunque nada es tan banal ni tan ordinario. El hombre que odia a un negro y riega su jardín o el que asesina judíos y gusta de las partituras de Mozart sin duda es banal en el sentido en que no es un monstruo. No es un fuera de especie. Pero no hay nada de normal en esto, lo que sí hay es un ambiente de exterminio y una ideología que orienta el odio de tal modo que le permite dormir y soñar al verdugo sin pesadillas.  
 
El hombre mata a partir de una idea del Bien, y del Mal - por ejemplo el Bien es una sociedad aria, pura y vigorosa, y el mal es una sociedad de judíos, negros, gitanos, degenerada - y a partir de esta verdad ejecutan lo que sea necesario para su realización. La ideología, que es mucho más que discursos, se apoya sobre la base de un resentimiento bañado en la pulsión de muerte.  
 
O también, para no olvidarnos de otro fenómeno de las matanzas en la historia del siglo XX, otra idea del Bien nace esta vez basada en la interpretación de que la historia es la lucha de clases, que la clase desposeída es la que debe tomar el Estado, que el Estado deberá desaparecer una vez que las condiciones objetivas de una sobreabundancia de bienes sea posible, y que de este modo habrá un Hombre Nuevo y una sociedad sin clases, de una justicia objetiva e histórica. Y el que dude, el que tenga el germen de la reacción, se lo declarará insano, delincuente, enemigo de la sociedad, y destinado a lo que se conoce por Gulag.  
 
Decía que hermanada a la idea de bien está la de justicia. Aquí también hubo novedades en el frente filosófico. Ante el descrédito de las ideologías del siglo XX, de los grandes relatos, de los relatos emancipatorios elaborados en el siglo XIX, se hace dominante una idea pragmática de la justicia. A la manera de John Rawls.  
 
La justicia ya no se definirá respecto de la igualdad, aquella idea que asimila lo justo a lo equivalente. La idea de justicia debe desprenderse del pesado legado de las ideologías totalitarias, aquellas que en nombre de la fraternidad han forjado los más crueles despotismos. Debe admitirse que los hombres si bien son iguales en sus derechos en tanto ciudadanos, no lo son como agentes sociales. Y en una sociedad abierta, libre, hay competencia, lo que supone que hay quienes ganan y quienes pierden. Pero esto no debe significar que la justicia desaparece en nombre de la ley de la selva y de la legitimidad establecida por la fuerza y la victoria. La justicia no puede sólo sostenerse en el poder, necesita una idea del Bien.  
 
El utilitarismo tenía su máxima moral y política: el Bien es el bienestar, aquello que los hombres gozan como placer y evitan como dolor. Una felicidad sensible y no racional. Pero el bienestar es legítimo si le cabe a la mayoría de los hombres.La máxima felicidad posible para la mayoría de los hombres. Cantidad de placer y cantidad de beneficiarios.  
 
Esta es una idea democrática de la justicia, ya que sostiene la importancia de las mayorías en la definición del Bien, y baja el nivel de la exigencia clásica del bien haciendo de la felicidad una aliada del placer, y ya no del conocimiento. Disuelve el ideal aristocrático de la antigüedad hacia el sentido común del común de los hombres.  
 
Es un ideal de bien concebido para una sociedad de masas compuesta por individuos comunes que viven compitiendo entre sí. Una sociedad hará justicia cuando el beneficio de los ricos beneficie también a los pobres, cuando la distancia social pueda justificarse en la mejor vida de los más carenciados. Es decir que el poder de los poderosos deberá serle útil a los débiles gracias a un sistema de compensaciones y participación. La justicia de un capitalismo benefactor.  
 
De este modo la justicia desplaza su medida de la igualdad a la proporción, con lo que admite a la desigualdad y cambia los parámetros de la comparación.  
 
Epistemología.  
 
La filosofía en sus vertientes modernas se ha interesado con intensidad por el discurso de la ciencia. Muchos han encontrado en esta inclinación un modo supuestamente inapelable para decretar una vez por todas el matrimonio indisoluble entre la verdad y la razón. La universalidad y la objetividad del saber científico es fácil de probar. En todos los idiomas uno más uno es dos, nos dicen. Pero hay otros que responden que en lo que se refiere a las relaciones humanas uno más uno no es dos, es entre-unos.  
 
Sin embargo, esta vez los epistemólogos duros se han salido con la suya. Me refiero a que ante la secular insistencia de fabricar una ciencia social aplicando una metodología rigurosa a la sociología, a las ciencias políticas, la semiología, la semiótica, la psicología, la lingüística, todo el aparato disciplinario de las ciencias humanas, tras años de vericuetos, problemas de identidad, peticiones de principio, hoy sí, podemos vislumbrar la aurora de que será posible una ciencia en el sentido galileano, newtoniano y einsteniano del término, para el hombre y las relaciones humanas. Estamos en vísperas de conformar el sueño positivista del siglo XIX, el de crear una ciencia humana. Y esto se lo debemos a la ingeniería genética, la biología genética, a la neurobiología.  
 
El sueño de una ciencia de las sociedades se verá realizado por los adelantos en el mapa del genoma humano, por la informatización de nuestra cerebro, por los implantes de microchips en nuestro cráneo, por los desplazamientos transorgánicos, por mutaciones genéticas matemáticamente programadas. Este sueño de la epistemología será real, mucho más real que las pesadillas de Orwell o de Huxley.  
 
Claro que tendrá su precio, todo conocimiento lo tiene, es la lección de Fausto, pero las vías de la voluntad de saber no tiene límites. Esta es la era de la técnica decía Heidegger. Quizás el precio sea que la ciencia del hombre será posible a cambio de una metamorfósis, de la transformación de la imagen del hombre, de su `species´, de su espejo, de su rasgo específico. Una humanidad futura constituída por seres androides, humanos de la vieja cepa, y otras variantes que desafían nuestra imaginación.  
 
Quedarán en los archivos de la memoria de la tecnología social, las utopías y los experimentos de Bentham y Taylor, se olvidará en el desván la idea de constituir un cuerpo disciplinado y productivo basado en la ciencia y la reproducción planificada del hombre-mano. La nueva ciencia de la productividad apuntará al hombre cerebro a partir de la manipulación de estos nuevos integrantes de la vida: el gen y la neurona.  
 
Política.  
 
Régis Debray - aquel joven filósofo que acompañó al Che en Bolivia y que luego fue funcionario del gobierno socialista de Mitterand - dice que nuestra generación vió desaparecer en el término de una década los pilares culturales de una civilización. Estos pilares que sostuvieron siglos son el Libro, la República y la Revolución. Siglo XV, XVIII y XIX. Y esto tiene que ver con la filosofía.  
 
La filosofía cumplió un rol fundante y fundamental durante el siglo XX mientras existieron los socialismos de Estado. El Estado soviético usó a la filosofía como otros países usan y abusan de la religión. La idea de revolución es inseparable de la del libro. La formación del militante revolucionario, como la del ciudadano soviético se basó en una educación filosófica llamada marxismo leninismo que operaba como depuradora de la herencia de los idealismos burgueses. Sin duda, la filosofía en estos menesteres cumple una función higiénica, es un engranaje del higienismo estatal.  
 
Es interesante seguir las elaboraciones acerca de las relaciones entre el Estado y la filosofía, de parte de uno de los más extraños personajes de la historia de la filosofía del siglo XX, me refiero al ruso-francés Alexandre Kojève. Las diagrama como las relaciones entre el tirano y el filósofo dando a la palabra tirano la antigua acepción de soberano. Nos dice que estas relaciones sí existieron y fueron importantes. Para esto marca dos hitos. Uno es Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles, quien siembra los valores del helenismo por Asia. El universalismo de Alejandro es imperial, como lo es todo universalismo para el hegeliano Kojève, y este imperialismo positivo se basa en la idea de humanidad, de igualdad entre los hombres, de mestizaje, de mezcla, adaptando a esta visión universal, gracias a Aristóteles y a sus antecesores sofistas como Antifón, el aristocratismo segregacionista de los atenienses y espartanos.  
 
El otro es Napoléon, a quien la filosofía le viene después, como Buho de Minerva, en la filosofía de Hegel. Pero al mismo tiempo Hegel es el filósofo anticipatorio del imperialismo actual, de un nuevo Estado universal, el ideal de la democracia capitalista occidental, hoy universal. Es la tesis de Fukuyama - quien de este modo señala el fin de la historia a la manera de Hegel - , adaptador de Kojève a los tiempos modernos.  
 
Estas son algunas de las variaciones entre Estado imperial, universalidad y filosofía. Otro eje de las relaciones entre filosofía y política es el de Nietzsche-Foucault. Nietzsche cuando nos habla de los valores en su genealogía de la moral describe los diversos modos de espiritualización de las relaciones de poder. El modo en que la jerarquía del poder, la relación entre amos y esclavos, entre superiores e inferiores, adquieren `valor´, legitimidad, en una jerarquía que pretende componer un órden de mérito, una verticalidad entre buenos y malos. Nietzsche analiza las formas del poder, las que traviesan la ética y la estética. La voluntad de poder es voluntad de singularidad, de fisionomía propia, de diferencia, de crear y crearse, es voluntad de soberanía, de ser. Nietzsche también es un hijo bastardo del romanticismo y de su idea metafísica del arte.  
 
Foucault sigue la tradición de entender el poder en sus efectos microfísicos. Las relaciones entre el poder y la memoria, entre la memoria y los cuerpos, las formas de la domesticación, las relaciones entre las legitimidades instauradas por el saber - las palabras autorizadas, las palabras de `verdad´, las disciplinas - y las estrategias de dominación. También en la última parte de su obra, la que nos habla de la estética de la existencia, Foucault desarrolla esta variante de la voluntad de poder, la del arte de vivir, que es además un ejercicio de la libertad.  
 
Foucault, siguiendo a Nietzsche, define a la filosofía como una política de la verdad, el análisis de las formas históricas que adoptan las relaciones entre la verdad y el poder.  
 
Presente y futuro de la filosofía.  
 
Considero tres surcos en la historia de la filosofía del siglo XX, los que constituyen la herencia, a mi modo de ver, más fecunda. Tres nombres: Heidegger, Wittgenstein, Foucault. Heidegger afirmó que la filosofía de Nietzsche es el pliegue de la historia de la metafísica occidental. Pliegue, un doblez, algo que pertenece al mismo género, que es su prolongación, su extensión, pero que realiza un movimiento de inversión, se da vuelta. En mi opinión, estimo, por el contrario, que Nietzsche es un filósofo posmetafísico, nada tiene que ver con la metafísica, Nietzsche es el creador de un modo de filosofar que aún constituye nuestro quehacer. Inventó la filosofía polifónica - quizás más bien poligráfica - para parafrasear el modo en que Bakhtine define la novela de Dostoievski.  
 
Pero el que sí es el pliegue de la metafísica occidental es el mismo Heidegger; la pregunta por el ser, la ontología, constituyen el último eslabón del recorrido metafísico. Una metafísica del olvido, del preguntar, de la cópula.  
 
Wittgenstein es un lógico que se volvió loco, o que volvió loca a la lógica, le hace algo similar a lo que le hizo Lewis Caroll, la prolonga hasta hacerla irreconocible. La aplica en ámbitos prosaicos, ordinarios, vulgares en el que el positivismo lógico es profanado una y mil veces.  
 
Foucault se dedica a una tarea parecida con la historia. Sus libros no son de historia, pero no son posibles sin ella. Es del archivo que Foucault extrae su material, y el archivo es el arca de textos impersonales, mínimos, olvidados, que muestran el modo en que una sociedad se administra. Este material archivístico, el del arqueólogo, es usado por Foucault para interrogar las formas del poder.  
 
El ser, el lenguage y el poder, son tres objetos de tres discursos posibles. El discurso de la meditación en Heidegger en el que su prosa se diluye en la medida en que se enuncia. El del juego, como lo llama Wittgenstein, en el que las proposiciones son objeto de las más variadas manipulaciones. Y el del la historia, es decir del relato, como decían los griegos, Heródoto, la enunciación de la palabra pública y testimonial que se despliega en el lenguaje narrativo.  
 
Meditar, jugar, relatar, los tres verbos del quehacer de la filosofía.  
 
A estas torsiones hechas a la metafísica, la lógica y la historia por los tres mayores filósofos del siglo XX, agregaré un vacío, un lugar sin ocupante para un filósofo que vendrá. Este filósofo será un doxólogo, tendrá amor por la doxa, será un doxólogo sin culpas, sin falta de episteme, un doxólogo positivo, un opinólogo ilustrado.  
 
Su literatura es el ensayo, un espacio discursivo en el que se ensayan las teorías y las ideas, un campo de experimentación que fractura la coherencia de las disciplinas, que invade y corroe los límites de los géneros, que mezcla sus materiales.  
 
Su característica será rapsódica, híbrida, ficcional de ratos pero siempre pública y testimonial. La filosofía prolonga hoy la red de los medios de comunicación, torsiona la literatura de actualidad, es parte de ella. Asume el corto plazo y sus textos padecen el riesgo de las fechas de vencimiento.  
 
Pero no por eso la filosofía es una forma del periodismo, sino la conversión de la opinión en otra cosa. Mete tela en donde sólo quedan retazos, corta la palabra cuando se prolonga en justificaciones. Del mismo modo en que Sócrates vivía en el ágora y se convertía por su quehacer en un nuevo tipo de sofista que se hizo llamar filósofo, de modo análogo a un Sócrates que se enfrentaba a los - para usar una maravillosa palabra francesa - `fanfarrones´, aquellos que dicen saber y lo demuestran con credenciales y pergaminos que los autorizan como expertos; del mismo modo el filósofo de hoy será un habitante del nuevo ágora, un opinólogo disfrazado, un nuevo tipo de reportero, que hará de la opinión un permanente contravalor.  
 
El filósofo ya no es hijo del saber universal, ni de la verdad unívoca, ni del bien mayúsculo.  
 
Es parte de la plaza pública y del mercado, y su eficacia sólo depende de su coraje para pensar, de la honestidad de su palabra, y de su irreverencia.