DANIEL BARENBOIM

Daniel Barenboim

Reportaje tomado de: http://adncultura.lanacion.com.ar

"La notoriedad crea obligaciones"

En una entrevista realizada en Viena, el pianista y director argentino-israelí, explica por qué eligió un repertorio exigente para interpretar en Buenos Aires, reflexiona acerca del significado profundo de la música y sobre los valores humanos, que trascienden las prácticas políticas. Además, en un artículo de su autoría recrea aspectos autobiográficos y de la historia de Israel

 

Por Pablo Gianera 
De la Redacción de LA NACION 


Recién concluido el ensayo con la Filarmónica de Viena, Daniel Barenboim toma agua mineral sin gas en una salita -mitad lugar de reunión, mitad sala de ensayo, amueblado con una mesa ratona, un par de sillones y un piano de media cola- ubicada a la derecha del escenario de la sala principal del Musikverein. En la puerta, lo espera un grupo de gente ávido por saludarlo. No está cansado, y podría pensarse que la fatiga no es una sensación que lo visite muy a menudo. Más bien, hay en el pianista y director una dimensión casi fáustica, en el sentido de que parece encontrar en la actividad la justificación plena de su vida. 

Otro gran pianista, Sviatoslav Richter, dijo de él que era "diabólicamente talentoso". Lejos de ser negativo, el matiz demoníaco de la definición apunta al talento multiforme y proteico del músico que, sin embargo, nunca incurre en la dispersión. Su concentración es sencillamente asombrosa. Solo así se explica que durante su carrera haya sobrevivido a pruebas de fuerza intelectualmente agotadoras como la interpretación en una única semana de las 32 sonatas para piano de Beethoven. Y solo así se explica, también, que se hunda por completo en aquello que lo ocupa en cada momento, como si viviera en un continuo presente. A lo largo de la entrevista con adn CULTURA hubo varias interrupciones. Su teléfono celular sonaba y recibía insistentes mensajes de texto porque en esas horas estaba resolviéndose una crisis muy ardua y prolongada en la Staatsoper de Berlín, institución de la que Barenboim es director musical, que derivó finalmente en la renuncia del director general, Peter Mussbach. De hecho, viajaría el día siguiente a Berlín, después de otro ensayo, para ofrecer una conferencia de prensa a los medios alemanes. En todo ese tiempo, sin embargo, nunca perdió el hilo de la charla, retomada invariablemente en el punto en el que había quedado suspendida. Tampoco dejó de mirar fijamente a los ojos. Su mirada compromete al interlocutor, lo obliga a seguir el curso de su inteligencia, a estar alerta, a esforzarse por ser cómplice de esa inteligencia, a estar siempre en vilo. 

Hablar de música con Barenboim es hablar de música pero, también, y sin riesgo de que se pierda la autonomía del discurso musical, de muchas otras cosas, desde la política hasta la educación. La música es la matriz de su pensamiento, el campo de fuerzas a partir del cual mide el mundo. Según Barenboim, el poderío de la música reside en su capacidad de interpelar cada uno de los aspectos humanos: el animal, el emocional, el intelectual y el espiritual. La música enseñaría que, en el fondo, casi todas las cosas mantienen una conexión secreta, y sería por lo tanto una especie de divinidad en el sentido que esta palabra tenía para el filósofo Baruch Spinoza, es decir, una sustancia dotada de infinitos atributos. No es casual que la Ética de Spinoza siga siendo el libro de cabecera de Barenboim. "Con los años no ha disminuido para nada la relevancia de ese libro", asegura. "Por el contrario, se volvió más importante. Es un libro clave. Comparándolo con lo más importante que se ha escrito en la historia, Albert Einstein decía siempre que la Biblia, y todo lo que tiene que ver con la religión, es una demostración del miedo y, por lo tanto, es una demostración de la superstición del ser humano. Y la Ética es para mí una demostración de la inteligencia del ser humano." 

-¿Podría concebirse la Ética como una biblia de la razón? 

-Sí, exactamente. Es un libro que describe las herramientas que tiene el ser humano para superar sus miedos, sus angustias y sus supersticiones. Es todavía más importante que otros libros que tienen belleza literaria, y más importante también que los libros religiosos porque confía justamente en la capacidad del ser humano para razonar y desarrollar las capacidades que nos distinguen de los animales. Sobre todo, tiene rigor; y el rigor es algo que no está muy bien considerado hoy en día. 

En el Musikverein, Barenboim estuvo ensayando (véase aparte) la Sinfonía n° 9 , de Anton Bruckner, obra que formará parte de uno de los conciertos con la Orquesta Staatskapelle de Berlín (el del 2 de junio en el Teatro Coliseo, junto con las Variaciones op. 30 de Arnold Schoenberg) que dirigirá en Buenos Aires para el Mozarteum Argentino, institución que organiza su visita al país. El 29 de mayo dirigirá la Sinfonía n° 7 , y el 30, la Sinfonía n° 8 , ambas también de Bruckner. Y el 1° de junio ofrecerá en el Luna Park un concierto de homenaje por el centenario del Teatro Colón con una programa que incluye el Preludio de Los maestros cantores de Nuremberg Preludio yMuerte de amor de Tristán e Isolda , de Richard Wagner y la Sinfonía n° 5 , de Gustav Mahler. 

-Sé que las sinfonías de Bruckner fueron el instrumento para que usted se acercara, alrededor de los 20 años, a la música de Richard Wagner, pero me gustaría que contara cómo fue su primer encuentro con la música de Bruckner. 

-Yo me fui de Buenos Aires a los nueve años, así que hasta ese momento no había escuchado óperas de Wagner. Mis padres no eran tan zaristas como para forzarme a escuchar una ópera entera de Wagner. Después fuimos a Israel, donde Wagner no se tocaba. Pero en Israel la persona que me enseñó todo lo que tiene que ver con orquestación fue Georg Singer, un director de orquesta muy bueno. Él me enseñó el problema de las transposiciones con las tubas de Siegfried . Ahí están en dos pares: unas en Fa y otras en Si bemol. Entonces, muy hábilmente, me explicó acordes de cuatro voces. En esa época me interesé por Wagner, pero desde un punto de vista puramente técnico. La primera vez que recuerdo haber entrado en contacto con Bruckner fue con la Sinfonía n° 9 . Cuando tenía 15 años, estaba en Australia con Rafael Kubelik y él hizo la Novena de Bruckner. Me acuerdo de que ensayó minuciosamente con las tubas porque son instrumentos raros que no se tocan mucho. Gracias a Bruckner, se me ocurrió la idea de dirigir música sinfónica. Me entusiasmó sobre todo el "Scherzo", que en los años cincuenta sonaba muy moderno, parecía Shostakovich. Y la Novena de Bruckner fue una de las primeras grandes sinfonías que dirigí. 

-Las sinfonías de Bruckner tienen una considerable densidad sonora, derivada acaso del hecho de que el compositor fuera organista. ¿Cómo logra usted transparencia en Bruckner? 

-En primer lugar, es muy importante tener una estrategia no solo de la construcción del tiempo sino también una estrategia dinámica, sobre todo tomando en cuenta la densidad de Bruckner. Un piano que viene antes de unpianissimo tiene que ser un poco más fuerte que un piano que viene después de un forte . El piano no es un atributo independiente, no tiene un valor absoluto. En Bruckner, las modulaciones, la estructura armónica, se construyen en un enlace muy fuerte con la dinámica: La mayor en pianissimo , Si bemol menor en pianissimo y La mayor en piano. Uno no siempre se da cuenta de las diferencias entre piano y pianissimo , pero entre Si bemol menor y La mayor tiene que haber un cambio tan drástico de atmósfera que debería parecer un territorio ajeno, tan remoto que sería necesario un visado. Eso es lo primero. Luego está la transparencia en los acordes. No hay que olvidarse de que los músicos de la orquesta tienen solamente su parte y no siempre cuentan con el tiempo de preguntarse qué función cumple en el acorde la nota que están tocando. Sin saber eso, no se puede tocar. Aun con la Filarmónica de Viena, es necesario trabajar con la afinación. Hay un matrimonio entre el equilibro y la dinámica, de ahí sale la transparencia. 

-¿Hay que variar el tempo en lugar de seguirlo como un metrónomo? 

-En un director o en un intérprete, la decisión sobre la velocidad con que se toca algo es importantísima, tal vez la más importante de todas. Pero es una decisión que se toma a último momento, porque el tempo no se oye; lo que se oye es el contenido. Necesito un cierto tempo para el contenido que tengo: si es demasiado rápido, no se entiende nada; si es demasiado lento, se derrumba todo en pedazos. Cuando se ensaya, la decisión del tempo es la última. Siempre queda allí lugar para experimentar. No digo que esto ocurra entre un adagissimo y un presto , desde ya. Los músicos que empiezan decidiendo la velocidad son como un ciudadano que no toma ninguna responsabilidad. El metrónomo no puede ser algo que dicte. Es un instrumento que sirve solamente para autocontrolarse. De lo contrario, sería como alguien que no tiene ningún sentido de la moral y se limita a obedecer órdenes. Los criminales nazis también decían que obedecían órdenes, seguían al metrónomo.

-Es interesante que en los programas de Buenos Aires vaya a dirigir obras de Bruckner con otras de Schoenberg. El propio Schoenberg observó que la construcción temática de Noche transfigurada procedía en parte de Bruckner y le interesaba especialmente la asimetría que detectaba en el tema principal de la Sinfonía n° 7. ¿Cómo entiende usted la influencia de uno sobre el otro? 

-Hubo dos razones por las que armé el programa con Bruckner y Schoenberg. Una, claro está, por la conexión entre ambos. La otra por el hecho de que las grandes obras de Schoenberg se tocan todavía demasiado poco; hay mucha gente que les tiene alergia y miedo. No hay que olvidarse de que las Cinco piezas para orquesta op. 16 se escribieron hace cien años. Yo creo que si el público me dio una cierta notoriedad después de tantos años es una señal de confianza hacia mí. La notoriedad no me sirve para mirarme en el espejo todas las noches y decir: "Mirá qué famoso que sos y cuánta gente va venir a escucharte". El regalo de la notoriedad crea obligaciones. Me obliga a mostrar ciertas cosas. Me da mucha satisfacción que venga gente y me diga que descubrió a Schoenberg en un concierto mío. Siempre se habla de las dos formas de ver la atonalidad: como algo que rompe, o como el desarrollo inevitable del cromatismo que estaba en Tristán e Isolda de Wagner. En realidad, la pregunta es innecesaria. Es un poco las dos cosas: hay una ruptura porque se pierde la jerarquía de la tonalidad, pero de todas maneras es indiscutible que aquello que llevó a Schoenberg al atonalismo fue el cromatismo. El cromatismo expresa la ambigüedad. Cuanto más cromatismo existe, más posibilidades de resolución se presentan. Mientras que fuera de la música la ambigüedad es una posición de falta de coraje, en la música confiere una riqueza singular. Entonces el oído, que es para mí el órgano más inteligente, tiene una sensación de incertidumbre. El dodecafonismo de Schoenberg es el punto sin retorno al que se llega en el último movimiento de la Sinfonía n° 9 de Bruckner. Además, creo que ni Bruckner ni Schoenberg se escuchan con tanta frecuencia en Buenos Aires. 

-Usted dijo alguna vez que algo estaba mal si un músico viajaba en avión y usaba celular pero se dedicaba solamente a tocar música de los siglos XVIII y XIX. ¿Cómo entiende su responsabilidad con la música contemporánea? 

-No creo en ninguna obligación respecto de la música contemporánea. Creo en la obligación de buscar qué cosas de la música contemporánea le interesan a uno. A mí no me gusta toda la música contemporánea. Hay compositores a los que no tocaría por nada del mundo, lo mismo que a compositores del siglo XIX. Simplemente, tengo curiosidad por lo que se está escribiendo ahora. 

-A propósito de esto último, este año Elliott Carter cumplirá cien años y, al mismo tiempo, es también el centenario del nacimiento de Olivier Messiaen. Usted conoció a ambos y tocó su música. ¿Qué podría decir sobre ellos? 

-Con Messiaen trabajé solamente en la grabación del Cuarteto para el fin del tiempo , pero tuve poco trato con él. De Carter puedo asegurar que es un fenómeno. Un fenómeno físico, me atrevería a decir. A los cien años, sigue escribiendo música. El 11 de diciembre, el día de su cumpleaños, voy a estrenar con James Levine en el Carnegie Hall un concierto para piano que escribió, y después lo voy a tocar también en Berlín con Pierre Boulez. Para mí, Carter es uno de los más grandes compositores de la actualidad. Consiguió seguir desarrollando su música después de los ochenta años. En mi opinión, su música anterior es una música en la que peca de un exceso de complejidad. Lo que escribió en los últimos años no se reblandeció en absoluto, pero alcanzó un grado inusitado de transparencia y de refinamiento del idioma musical. No se trata de una aceptación de la vejez sino de la posibilidad de expresar la misma complejidad de antes con medios más directos y sencillos. 

-Usted escribió que su meta, cuando tocaba obras del pasado, era lograr que el público se olvidara de que las conocía para que les parecieran nuevas. ¿No es posible que la interpretación de la música contemporánea busque, por el contrario, una suerte de reconciliación o continuidad entre el pasado y el presente? 

-Claro que sí. La música dodecafónica no tiene la jerarquía de la música tonal pero no es el comunismo, del mismo modo que la Unión Soviética no era la igualdad de todo el mundo. Había allí un secretario general del partido que tenía una posición privilegiada comparada con el dueño del almacén. La idea del dodecafonismo como doce sonidos iguales no funciona. Y así como en la Unión Soviética la igualdad no funcionaba por la personalidad de la gente que utilizaba el poder, en la música no funciona porque el oído tiene memoria. Cuando viene una nota que tiene una significación especial, y cuando esa nota vuelve, después de haber pasado por las otras once, hay un recuerdo que le confiere a esa nota un sentido más importante. La memoria del oído es lo que le da al oyente el sentido de la jerarquía. La repetición en la música no es mecánica. La grandeza de la música pasa por su carácter irrepetible. Cuando se repite algo, ya es diferente porque se pasó por ese material. Y cuando se recuerda, cuando se produce una rememoración, también aparece la jerarquía. 

-Mientras preparaba el estreno de su Segundo cuarteto para cuerdas, el compositor estadounidense Morton Feldman les pidió a los músicos: "Quiero que suene como Schubert". Aunque se refería al aspecto tímbrico, había allí también una impugnación implícita de la especialización en un cierto tipo de música. ¿Cómo evalúa esa situación? 

-No es posible ocuparse solamente de la música moderna y tampoco puede ignorársela. Si uno se dedica solamente a la música contemporánea, termina poniendo esa música en una torre de marfil. La calidad de una partitura contemporánea se puede apreciar mucho más si se la ubica en el mismo programa con una sinfonía Beethoven o con la Sinfonía fantástica de Berlioz. La verdad es que todos los compositores quieren ser apreciados como revolucionarios en la historia, pero aceptados como "evolucionarios". 

-Resulta curioso que usted, que pensó tanto la naturaleza del sonido, no haya escrito demasiado acerca de la voz humana. ¿Cómo entiende la voz desde la perspectiva tanto de la dirección como del piano?

-Los instrumentos musicales son desarrollos de la voz. La voz humana es la base de todo. Cuando un gran violinista toca una melodía, se dice que tocó como una voz humana. Es el cumplido más grande que existe. La pregunta es cómo se llega a que las características de la voz humana alcancen al instrumento. ¿Cuál es la gran dificultad del instrumentista? Que tiene el instrumento fuera del cuerpo. O sea, cómo hace uno para volverse una sola cosa con el instrumento. El violín se lo tiene apoyado, el violonchelo se abraza, pero el piano tiene sus propias piernas, es independiente. ¿Cómo hace uno para sentarse al piano y confundirse con el instrumento, del mismo modo que el cantante, que tiene el instrumento dentro de su propio cuerpo? 

-Con un acto de ilusionismo. 

-El piano es el instrumento de la ilusión. El legato no existe en el piano. El arte de tocar el piano es el arte de crear una ilusión. Pero eso es el virtuosismo, y no saber poner los dedos sobre el teclado para que el instrumento suene bien. Hay algo existencial en la relación con el instrumento.

-¿Se puede enseñar a crear esa ilusión o es un descubrimiento que debe hacer cada pianista por sus propios medios? 

-Cuando enseño, no doy respuestas. Jamás digo cómo hay que hacer las cosas. Lo que sí hago es explicar el proceso de comprensión para llevar al alumno a que sepa qué preguntas formularse. Porque si le doy respuestas, no aprende nada. Simplemente adquiere información. La base de la enseñanza es llegar a conclusiones propias. 

-¿Qué maestros le enseñaron a hacerse preguntas?

-En realidad, el único maestro de piano que yo tuve fue mi papá. Muchas de las cosas que pienso hoy en día son el resultado de lo que aprendí de él. Lo que mi papá me dio es la curiosidad. Entender que si no se tiene curiosidad, no se aprende nada porque no importa nada. No hay conocimiento sin curiosidad. Todo lo que hago, lo que hecho, lo que pienso es el resultado de eso. 

-En Paralelismos y paradojas, su libro de conversaciones con Edward Said, usted afirmaba que "la diferencia entre el artista y el político es que el artista, si quiere ser fiel a sí mismo, debe tener el valor de no comprometerse; mientras que el político, para ser fiel a sí mismo, debe dominar el arte del compromiso". ¿Cómo encontró usted una diagonal entre esas dos posiciones? 

-En español existe un doble sentido que se pierde en otros idiomas. Siempre sentí el compromiso de no tener compromisos. 

-¿No podría pensarse que la curiosidad, el hecho de ser o no ser curioso, señala también otra diferencia entre el artista y el político? 

-Posiblemente. Pero me parece que la comparación más interesante tendría lugar entre el especialista y el político. El especialista es alguien que sabe más y más sobre menos y menos. Cuando yo era chico, se iba al otorrinolaringólogo. Ahora hay un especialista para el oído izquierdo. Y creo que, en cambio, el político del siglo XXI sabe menos y menos sobre más y más. Es peor. De economía, no entiende; de humanidades, claro que no; de cultura, tampoco. 

-Uno de sus conciertos en Buenos Aires será un homenaje por el centenario del Teatro Colón. ¿Está al tanto de la situación del teatro? ¿Qué piensa al respecto? 

-No, no sé mucho. Yo creía que la postergación de la reapertura de la sala era simplemente una cuestión de tiempos. 

-Considerando no solo la dimensión pública de su figura sino el hecho de que dirige la Ópera Estatal de Berlín, ¿se comunicó con usted alguna autoridad del teatro para consultarlo? 

-Últimamente, no. Menos mal, ¿no es cierto? 

Es evidente que, aunque no lo diga del todo y aunque el "menos mal" haya estado seguido por una estridente carcajada, Barenboim se siente un poco preocupado y ansioso respecto del futuro del Colón. Preocupado, porque naturalmente entiende mejor que nadie la relevancia cultural y social de la sala; y ansioso porque, más íntimamente, el 19 de agosto de 2010 se cumplen 60 años de su primer concierto y tiene el deseo de celebrar el aniversario ese día con un recital en el Teatro. 

-¿Extraña algo de Buenos Aires? ¿Hay algo en la ciudad que le recuerde su infancia? 

-Como todas las veces que he vuelto en los últimos veinte años, lo primero que me llama la atención es la gastronomía. Mis padres nacieron en la Argentina y, cuando fuimos a Israel, yo seguí viviendo en un hogar argentino. Hay detalles insignificantes, como que la ensalada se condimente ahora con aceite y limón, y no con vinagre como lo hacía mi madre. Ahí empieza. Y sigue con el idioma. 

-¿En qué idioma piensa? 

-En el idioma del país en el que estoy. Por ejemplo, cuando estoy en Milán, pienso en italiano. Con los años, se pierden palabras, como la vista, que está más floja. Tengo que buscar una palabra que conozco perfectamente bien. Hace diez años no me sucedía. Pero considero que ya he vivido por cinco personas, y cada día que vivo es, no diría un regalo, pero sí un suplemento. No tiene que ver con la edad sino con la forma de vivir. 

-En el texto que escribió a propósito de los 60 años del Estado de Israel (véase aparte), usted cuenta que cuando la chelista Jacqueline du Pré se convirtió al judaísmo alguna gente habló de la existencia de una "mafia de músicos judíos". ¿Quién fue esa gente? 

-Hubo un poco de todo: periodistas, colegas Hay que reconocer que era una generación privilegiada. No hay muchas generaciones de las que salgan Itzhak Perlman, Pinchas Zukerman, gente como ellos. Era la primera vez que había tanta gente talentosa tocando junta. Y casi todos en ese grupo eran judíos. Entonces había celos de colegas no judíos. A mí me irritaba, pero Perlman, Zukerman y los demás pensaban que era un gran cumplido. Yo no soy un judío profesional. Tengo mucho respeto por nuestra historia pero no creo que haya valores judíos como no creo que haya valores americanos o europeos. Hay valores humanos o valores no humanos. Ya está. Eso de lo más grande a lo más chico. El hecho de que en Francia se acepte el vino y en Alemania la cerveza es un accidente geográfico. No me gusta cuando se habla de eso en términos de cultura. ¿Que en Francia hay una cultura del vino? ¡Qué cultura del vino! Les gusta el vino y el vino es bueno. ¿Qué son los valores judíos? El cuadro antisemita muestra a un judío mezquino. Pero la mezquindad no es un defecto judío, es un defecto humano. A mí sí me irritaba eso. Los judíos estadounidenses tienen un talento especial para reunir las peores características de ambos. ¿Qué hacen los grandes sionistas norteamericanos? Siguen ganando mucho dinero y piensan que porque mandan dinero a Israel y sostienen las políticas de ese gobierno son sionistas. Son desgraciados. Digamos las cosas como son. Un verdadero sionista es alguien que se sacrifica, deja su fortuna y va a trabajar a un kibutz. 

-¿Qué lo irritó más: la acusación de "mafia", en ese momento, o el hecho, más actual, de que algunos sionistas pretendieran retirarle la ciudadanía israelí cuando usted aceptó la ciudadanía palestina?

-Eso último lo entiendo. Además, fue una minoría, alguien del Partido Religioso Nacionalista. Recibí en cambio muchísimas cartas de apoyo. Por otro lado, me pidieron que fuera a Israel para el aniversario por los 60 años del Estado. No fui por muchas razones. Sobre todo, porque, si bien encuentro mucho de lo cual se puede estar muy feliz y orgulloso de lo conseguido por Israel en esos años, hay algo de base que no está resuelto: el conflicto. Es un veneno, es un cáncer para la población. Antes de celebrar sesenta años habría que reconocer ciertas cosas. El conflicto entre Israel y Palestina no es un conflicto político. Es un conflicto humano. Es el conflicto entre dos países que sienten el derecho de vivir en una misma tierra. Ahora bien, en el año 1920 la población judía en Palestina era el 10 por ciento. Después vino el drama del Holocausto. No digo que todo sea malo, pero después de sesenta años podría reconocerse que hubo errores por los cuales disculparse. Ese sería el mensaje por los sesenta años. Y del lado palestino Es terrible lo que voy a decir, pero el único terreno de encuentro es que los israelíes puedan decir eso y los palestinos los disculpen. Por supuesto, no hay un palestino en el mundo que los vaya a disculpar. Israel necesita honestidad y los palestinos, generosidad. No son valores políticos, son valores humanos. Pero no empecemos con ese tema porque no paro más 

-Hay una cuestión que no tiene que ver con el conflicto árabe-israelí pero es acaso igualmente política. Hace unos años, su interpretación de El clave bien temperado, de Bach, tuvo críticas divergentes y ataques de las corrientes historicistas. ¿Mantiene su posición contra el fetichismo de la fidelidad a la partitura y el uso de instrumentos originales? 

-Me he convertido en historicista. ¿Sabe por qué? Una de mis grandes felicidades diarias es fumar cigarros. Y hace poco me mostraron una foto de la orquesta del Gewandhaus, de la época en que Mendelssohn era director, donde los músicos de la orquesta fumaban cigarros mientras tocaban. Entonces dije: ahora sí.