EVARISTO CARRIEGO
DE PARANÁ A CONCORDIA
Por Evaristo Carriego
Aproveché la ocasión que se me ofrecía de ir a conocer la ciudad más comercial y progresista de Entre Ríos. Había sido invitado, como tantos otros, a la inauguración del ferrocarril a Concordia, y aunque enfermo, como estaba, y sabiendo que en un viaje precipitado como aquél hay que sufrir algunas incomodidades, me decidí sin embargo a arrostrar todos sus inconvenientes. Tenía un motivo especial para ello, y era el recuerdo del hombre que había concebido la idea de fundar con los restos de una población miserable, la ciudad de Concordia. Aquel hombre fue mi padre; quien hizo cuanto pudo porque se llevase a cabo su pensamiento.
Plaza 25 de Mayo - Concordia - 1902 - Tomada de www.delaconcordia.com.ar
La cita era para las 5 y media de la mañana y había que madrugar. Quince minutos antes estaba yo en la estación con mi ligero equipaje. A la hora indicada partió el tren, llevando unos sesenta viajeros de diferentes rangos políticos y sociales. No he tomado sus nombres, como acostumbran a hacerlo los grandes diarios de Buenos Aires para explotar la necedad humana, pero debo recordar al doctor Echagüe, gobernador de la provincia, a su sucesor el doctor D. Enrique Carbó, al ministro de gobierno doctor Tenreyro y al diputado nacional D. Alejandro Carbó. Los demás, es decir, los senadores, los diputados, los particulares y los empleados que formaban la comitiva, no necesitan ser nombrados.
La mañana estaba nublada y fría, lo que la hacía desagradable. Un día de primavera destemplada y sin sol, entristece el alma. Si yo fuera joven habría suplido estos inconvenientes, creando un cielo mejor que el que veía tan sombrío al través de mis largos años.
La rapidez con que el tren caminaba me representaba la brevedad de la vida. Sólo que el hombre, engolfado en sus placeres fugitivos o en sus angustias interminables, no siente el peso de las horas que se van precipitando sobre su cabeza.
El camino desde Paraná hasta Nogoyá me era ya conocido. Lo había atravesado hacía pocos años formando parte de otra comitiva oficial. ¡Si me habré vuelto cortesano! Me desconozco de veras.
La perspectiva que se desarrollaba a mi vista no me ofrecía ninguna novedad. Nada había cambiado. Todo tenía el mismo aspecto de pobreza que antes. Las sementeras de trigo y de lino daban sin embargo, cierta animación al resto de los campos desolados por la seca. En las estaciones intermedias pequeños grupos de población que más bien han disminuido que aumentado. Excusado sería decir que no faltaron en ninguna de ellas ni bombas ni vivas para festejar nuestra llegada; es decir, la llegada del gobernador. Seis u ocho vigilantes formados en línea le presentaban las armas. Llamaba la atención verlos tan currutacos con su vestido de invierno.
Así llegamos a la estación Nogoyá, donde nos esperaba una concurrencia mucho más numerosa. Daban tono a la manifestación muchas señoras y señoritas que habían ido a embellecer la fiesta con su presencia. Unos cincuenta niños, más o menos, de las escuelas fiscales, saludaban a los viajeros haciendo flamear sus banderas, a la vez que una banda de música tocaba sus mejores piezas. Después de muchos disparos de bombas, de vivas y apretones de manos, seguimos viaje.
El aspecto de los campos era ya distinto. Las últimas lluvias los habían mejorado visiblemente. Aquella verdura clara y fresca que tapizaba el suelo, hacía sonreír de alegría.
¡Si yo hubiera podido transformarme como Júpiter en un toro para pastar y... retozar a mi gusto!
En las estaciones que atravesamos se repitieron las mismas escenas. No contaría nada de nuevo si dijera que en el Tala como en Villaguay, tuvieron lugar manifestaciones idénticas. ¡Pero no puedo dejar dejar de mencionar el recibimiento especial que se nos hizo en la estación "Santa Clara"!... Allí hubo una especie de escena bíblica. Un descendiente de las antiguas tribus de Israel se acercó al coche donde iba el gobernador y dándole la bienvenida, a nombre de la colonia, le presentó el pan y la sal, como símbolos materiales de la vieja hospitalidad de su raza.
Otra manifestación especial fue la que se nos hizo en la Estación "San Salvadores", donde las colonas, vestidas con sus mejores trajes, llevaban ramitos de flores en las manos. Allí también hubo un lenguaraz que tradujo con palabras muy oportunas el sentimiento que palpitaba en todos los corazones. Fue el orador el maestro de escuela de la localidad, y a fe que habló mejor que yo, que no sé hablar y que algunos otros que hablan demasiado. Probónos con su palabra aquel oscuro maestro de una aldea, que también se forman Demóstenes y Cicerones en los campos donde pastan las vacas.
La administración del ferrocarril, nos obsequió, a la hora de costumbre con un excelente almuerzo, en el que no escasearon ni los buenos manjares, ni los buenos vinos, ni los buenos cigarros, íbamos con un hambre devorador, y esta fue la mejor salsa de la comida. Tuvimos, sin embargo, algunas incomodidades hijas del rápido movimiento del tren y del estrecho espacio que ocupábamos. Había dos grandes comedores. Uno para el gobernador y una pequeña parte de la comitiva; el otro, contiguo a la cocina, para la pacotilla. Las excepciones fueron pocas y no del todo justas. Lo natural habría sido que allí donde iba el gobernador hubieran ido también los senadores y diputados. Pero sólo fueron favorecidos unos cuatro o cinco de éstos, ocupando el resto de los asientos los que no eran diputados ni senadores. Esto me pareció muy extraño, y, como no tengo costumbre de ocultar lo que pienso, hice sentir la inconveniencia que se había cometido. Creo que mis compañeros comieron satisfechos: al menos, no los oí rezongar. Yo me he hecho muy susceptible, tal vez porque cuando me he sentado a la mesa de algún presidente de la república o de algún gobernador de provincia, he ocupado siempre, sin ser nada, políticamente hablando, un lugar de preferencia.
Atravesando rápidamente los más hermosos campos de la provincia, llegamos a Concordia a las 5 en punto de la tarde. Decir que la estación, adornada con flores, estaba atestada de gente, sería decir poca cosa. La masa humana era tan compacta que no se podía penetrar en ella. Todo Concordia estaba allí. Era aquello la cita de la fortuna, del talento y de la hermosura. La verdadera exposición de cuanto tiene Concordia de más valía: comerciantes, hacendados, agricultores, abogados, médicos, y, sobre todo esto el mejor adorno de nuestra sociedad: la mujer con su belleza y sus gracias.
Bajo el amplio corredor de la estación se había colocado una alta tarima donde debía hacerse la inauguración de la línea férrea. Después del discurso con que el director de los ferrocarriles de Entre Ríos presentó la obra al gobernador de la provincia, éste le contestó con algunas palabras muy oportunas; en seguida habló el intendente de la Municipalidad, señor Garat, encareciendo la importancia de la obra realizada y haciendo ver los inmensos beneficios que el comercio y la industria iban a reportar de ella. Este discurso, meditado y sensato fue objeto de merecidos aplausos. El ministro de gobierno, doctor Tenreyro, habló después a nombre del gobernador de la provincia, traduciendo en una improvisación fogosa y elocuente las dulces emociones del que ve colmada una noble aspiración de su vida, del que no habiendo cosechado hasta entonces en su ruda tarea más que amargas censuras, se veía al fin recompensado con los aplausos de un pueblo agradecido. Muchas veces fue interrumpido el orador con nutridos aplausos.
Tras el ministro de gobierno tomó la palabra, a instancias de la concurrencia, el diputado nacional D. Alejandro Garbo, a quien, para ser justos, debemos colocar en primera línea entre los oradores de más fama con que cuenta el Congreso. Su palabra fácil y armoniosa como un canto, fue escuchada con delirio. Aquel joven de tan bella presencia, de maneras tan cultas, de voz tan simpática, de dicción tan correcta, fue más que aplaudido, fue admirado. ¡Qué inmenso dominio el que ejerce la palabra hablada sobre los hombres! Demóstenes hizo creer por un momento a la Grecia moribunda, que aún podía luchar con el poder de Filipo, y la hizo levantar de su lecho de muerte con los patrióticos acentos de su elocuencia. El último que habló fue el diputado provincial D. Fernando G. Méndez, Ya el público cansado de discursos oyó su palabra con poco entusiasmo.
Terminado el acto de la inauguración, subimos a los carruajes que la comisión encargada de hospedarnos tenía allí para conducirnos al Hotel "Colón", donde debíamos alojarnos. El trayecto que recorrimos estaba embanderado y lleno de curiosos.
No tomamos todos la dirección del Cuartel. El gobernador de la provincia, su sucesor, sus dos hermanos, el doctor Vicente Zavalla y algún otro, tal vez, fueron a hospedarse en la casa particular del Coronel Anderson.
El ministro de gobierno se quedó con los reclutas, que eran como 60.
El hotel está situado en una esquina de la plaza principal, frente al oeste. Es un vasto edificio de dos pisos, con galerías al óleo, bastante cómodas y regularmente amuebladas, pero no en número suficiente como para hospedar a todo un regimiento. Así fue preciso poner cuatro camas en cada una de ellas, lo que les daba un aspecto de hospital. Yo tuve la fortuna de no tener más que un compañero y muy a mi gusto. Fue el diputado Julio P. Parera, un joven de educación esmerada, bello como Antinoe y prudente como un viejo.
La comida fue servida en una de las galerías altas, donde estábamos alojados. Más de ochenta lamparitas de luz eléctrica, la alumbraban profusamente. Los comensales que se sentaron a la mesa eran unos sesenta. Yo había ido a Concordia en la creencia de que íbamos a estar mantenidos a cuerpo de rey. Había oído ponderar tanto los preparativos que se habían hecho para hospedarnos, que aquello me pareció una repetición de las bodas de Camacho. Se decía en Paraná, y era lo cierto, que el hotel había sido contratado a razón de 18 pesos diarios por cabeza, y esto me sugería la idea, muy fundada por cierto, que íbamos a estar de banquete corrido. Pero las cosas no fueron como yo me las imaginaba. La comida, iniciada con unos fiambres más viejos que el hambre, fue muy mediana. No había más que dos clases de vinos, PonteCanet y Sauterne. Nada de Oporto, nada de Jerez, nada de Champagne. Los postres reducidos a unas cuantas naranjas y otras pocas bananas. El café bien malo. Ni una tagarnina para los fumadores. Pero muchos se desquitaron con aguas minerales. Esta clase de bebida fue muy abundante, tal vez por lo barata. No se oía más que el ruido de las botellas de Apolinaris que se destapaban para facilitar, sin duda, la digestión de los que llenaban demasiado el estómago. Esto, sin embargo, no impidió que quedara el tendal de los que más habían abusado de una comida poco acostumbrada. Con razón ha dicho Trueba, que más son los que han muerto de indigestión, que en los campos de batalla.
Ya que hablo de esto, tengo que hacer una salvedad en honor de la comisión encargada de nuestro hospedaje. Ella ha hecho cuanto estaba de su parte, porque fuéramos tratados de la mejor manera posible, y si ha habido deficiencias en el servicio la culpa será de otros. Seríamos verdaderamente ingratos si no confesáramos que la comisión nos ha colmado de atenciones y que sólo se ha preocupado, durante nuestra corta permanencia en Concordia, de proporcionarnos toda clase de comodidades. Es justo que comprenda en este elogio bien merecido, al jefe político del departamento, don José Boglich, que se ha mostrado tan solícito y tan cumplido con nosotros.
Después de la comida hubo una dispersión casi general. Unos se fueron al teatro y otros no sé dónde. Yo me quedé en mi habitación y me acosté temprano.
Al día siguiente tuvo lugar la inauguración de la feria rural. Sintiéndome siempre enfermo y desganado de todo, había resuelto no salir de casa. Pero "allá va Vicente al ruido de la gente". El ejemplo me contagió; subí a un carruaje y me hice llevar a la Exposición. Me era igual aburrirme en una parte que en otra. Había en aquel sitio mucha concurrencia, y no dejé de animarme un poco. Nunca he sido aficionado a las bestias, pero quise ver las que habían sido expuestas allí por los mejores criadores de la provincia. Había allí animales de diferentes razas y de subido precio. Yo oía fijar el valor de un toro corpulento o de un potro de carrera o de tiro y me avergonzaba por mi especie. ¡Y el cuidado que se tiene con ellos! La comida abundante y selecta; el lecho mullido como para una noche de bodas; si hay frío, se le arropa; si hay calor, se le refresca; hembra para que satisfaga sus apetitos brutales. No está mejor atendido el pobre trabajador que echa los bofes para ganarse la vida. Pasa los inviernos tiritando de frío, los veranos consumido por el calor; si no trabaja, no come; si cae postrado por alguna dolencia, no tiene médico que lo asista, y si lo tiene es para que lo envíe más pronto al Cementerio. Todo esto pensaba yo contemplando con cierta envidia a aquellos animales que la industria humana ha convertido, por una selección inteligente, en un medio de riqueza.
De repente sentí un balido; di vuelta la cabeza y me encontré con los míos.
Ya no tenía nada que ver allí, y me dirigí hacia el punto donde debía tener lugar la inauguración de la feria.
El acto se verificó poco después, y aunque no muy cómodamente pude oír los discursos que se pronunciaron. Fue el primero el del Intendente de la Municipalidad, al que contestó el gobernador de la provincia por medio de su inteligente ministro el doctor Tenreyro. Ambos discursos fueron entusiastamente aplaudidos.
No debo olvidar que había una mesa servida con vinos y masitas. Es preciso que en todas las fiestas haya algo con qué alegrar el estómago. La bestia humana no está satisfecha mientras no comparte con el cuerpo los apetitos del espíritu. El hombre lo celebra todo comiendo y bebiendo. Antiguamente y hoy mismo entre ciertas tribus salvajes, se festeja a los muertos con un festín fúnebre.
Me retiraba ya, cuando encontrándome con el doctor Tenreyro que se retiraba también con su inteligente secretario Martínez y el diputado provincial D. Fernando Méndez, me invitó a hacer una corta gira por la vecina ciudad de Salto. Me gustó la idea y acepté la invitación. Así los cuatro juntos nos dirigimos al puerto, tomamos uno de los pequeños vapores que hacen a cada rato la travesía del río y a los pocos minutos llegábamos a la otra orilla. Había allí también, como hay en todas partes, muchos curiosos, y algunos carruajes esperando quien los ocupara. Subimos al que se nos presentó más a mano, no sin advertirle al cochero que nos llevase por donde le pareciese mejor. Con esta advertencia se dirigió por la calle "Uruguay", la más extensa, la más poblada, la que ostenta edificios más suntuosos. Después cambió de dirección, y nos hizo conocer otras calles que aunque no como aquélla, podían sin embargo, atraer la curiosidad del viajero. En esta gira a toda carrera, porque ya era tarde, vimos la hermosa fachada del teatro "Larrañaga", donde no pudimos entrar por estar cerrado. También vimos la Iglesia con sus dos inmensas torres, y como estaba abierta, pudimos examinarla ligeramente por dentro. Es una iglesia de tres naves, sostenida por fuertes pilares. En los intermedios de éstos hay numerosos escaños para comodidad de los fieles. Lo que más me llamó la atención fue el lujo y la profusión de los altares. No los he visto mejores en ninguna de las ciudades que conozco.
Las Plazas del Salto, están pobremente adornadas. Los orientales descuidan mucho lo que en otras partes es atendido con especial esmero. La ciudad está bien adoquinada y presenta ese aspecto de limpieza que tanto abona en favor de la cultura de un pueblo. No habiendo visto al Salto sino muy ligeramente, y eso por calles determinadas, me sería imposible entrar en otros pormenores. El que quiera conocerla mejor que vaya a verla por sus propios ojos. Por mi parte sólo he podido recoger algunas impresiones de paso, las que sólo me han dado una idea confusa de su importancia. Debo sin embargo agregar que esas impresiones han sido para mí las más gratas. El Salto es una .hermosa ciudad. Ocupa una posición muy pintoresca sobre altas colinas y profundas quebradas. La naturaleza no hace nada en vano, y cuando ofrece a los hombres una tierra tan bella es para que sus hijas sean tan bellas como ella. Así es la mujer que puebla aquel paraíso terrenal. Si el profeta de la Arabia la hubiera conocido, habría hecho a un lado a sus huríes imaginarias, para reemplazarlas con esas criaturas de ojos más negros que la noche y de miradas más ardientes que las llamas de un volcán.
Era tarde ya y nos fue preciso regresar. No encontramos el vaporcito que nos había conducido al Salto y tomamos otro que salía en ese momento.
Aquella noche tuvo lugar un gran baile en el "Casino Comercial", al que concurrieron casi todos los que habían llegado el día anterior de Paraná para asistir a las fiestas de Concordia. Excusado es decir que yo me quedé en el hotel, obligado por mi falta de salud.
Mi compañero volvió del Casino a las 3 de la mañana. Viéndome despierto, como lo había estado casi toda la noche, empezó a contarme sus impresiones. El baile, según me decía, no había dejado nada que desear; había estado espléndido. Gran concurrencia, bellas mujeres y una animación comunicativa que hubiera hecho desarrugar el ceño de un misántropo. AI mismo tiempo que mi compañero me refería sus impresiones con su palabra siempre reposada y medida, se hacían en la habitación inmediata comentarios ruidosos sobre el mismo tema. Una voz que me era conocida, la voz de un amigo, era la que sobresalía sobre todas, ponderando la belleza, la elegancia y las gracias orientales que habían llegado aquella tarde del Salto para concurrir al baile. Tan grande era el entusiasmo de que parecía estar poseído, que cualquiera lo hubiera creído apasionado de alguna de ellas.
Esta es la fidelidad, me decía yo, de casi todos los maridos que no están satisfechos de la mujer propia, por linda que sea. Tenía allí a dos pasos, el ejemplo de un hombre joven, que amando mucho a su esposa, no deja de gustar de la fruta prohibida. El hombre, como el ave de rapiña, muestra siempre las garras cuando tiene por delante una presa para devorar. Si todas las mujeres imitaran la lealtad de sus maridos, concluiría uno por ignorar quién ha sido su padre. ¡Y no quieren el divorcio!
Llegó al fin el día fijado para el regreso. Pocas habían sido las horas de que habíamos dispuesto para conocer Concordia, y yo me volvía sin haber podido satisfacer este deseo. Apenas la había visto de paso, y solamente por las calles que había atravesado en carruaje, ya para ir de la estación al hotel, de éste a la Exposición Rural y de allí al puerto para visitar el Salto. Conocí la plaza principal por haberla tenido por delante. Está bastante bien adornada con calles de paraísos en los cuatro frentes, dos calles diagonales de naranjos y diversas plantas de jardín a los costados. En el medio hay una columna que sustenta sin esfuerzo una pobre estatua de yeso. Según me dijeron, representa la Libertad, lo que, a ser cierto, haría concebir una idea muy menguada de esta Diosa. La estatua parece despojada de casi todos sus atributos. Sólo lleva un escudo en la mano derecha. Lleva la cabeza desnuda, sin gorro ni chambergo. Pero así como es tiene algo de significativo para los que conocen su tradición histórica. Ocupa el lugar de la que existía allí hace largos años para acusar la servidumbre de una época. Allí se levantaba la estatua de mármol con que la legislatura de Entre Ríos ofreció a la posteridad el testimonio de su propia vergüenza. Pero la naturaleza vino a deshacer con su mano implacable aquella obra amasada por el servilismo humano, y un día la estatua hecha pedazos cayó en tierra; un rayo le había cortado la cabeza. Sus trozos informes cayeron en manos de los presos de la Policía y fueron juguete de sus burlas. ¡Qué irrisión de la suerte!
Según lo poco que he visto, Concordia es una población bastante extensa y bien edificada. Sus calles son anchas y están pavimentadas de pequeñas piedritas mezcladas con arena. La ciudad está iluminada a luz eléctrica. Es de sentir que carezca de aguas corrientes. Pero ya se proveerá con sus recursos propios de todo cuanto necesita.
Los alrededores son bellísimos. Un terreno accidentado donde se ostenta a cada paso el trabajo del hombre, ofrecía las perspectivas más variadas y risueñas. ¡Y qué vegetación exuberante! El naranjo, el olivo y la viña parece que hubieran encontrado allí el terreno más apropiado para su desarrollo.
Mientras tanto llegó la hora de la partida y fue preciso dar el último adiós a la hermosa ciudad que nos había hospedado tan generosamente. Al dirigirle mi postrera mirada, me parecía verla envuelta en una claridad de aurora, y que más allá de los astros benignos que la iluminaban, estaba escrito con caracteres de fuego el inmenso porvenir de Entre Ríos. Yo no me cansaba de contemplar aquel pedazo de tierra tan bello, donde se respiraban las suaves auras de su río, donde las estrellas que iluminan su cielo parece que fueran más brillantes que en ninguna otra parte. ¡Oh, Concordia! tanto como se llenó mi corazón de alegría de verte por primera vez, se llena hoy de tristeza al separarme de ti. Me parece que pierdo una cosa nueva, algo que se liga con los afectos más tiernos de la vida. Si el hombre fuera dueño de elegir el lugar de su sepultura, yo vendría a pedirte la única hospitalidad que no se niega nunca, y es la hospitalidad de la tumba.
(*) Evaristo Carriego. Nació en Paraná en 1828. Hijo del coronel y abuelo del poeta de igual nombre y apellido. Abogado brillante, tuvo destacada actuación en el periodismo, en la función administrativa, en la justicia y en la legislatura.
Su espíritu combativo y su oratoria, le valieron el respeto de amigos y enemigos: En 1864 la Legislatura entrerriana proyecta erigir una estatua en vida a Urquiza. Esta iniciativa mereció la enérgica oposición del diputado Evaristo Carriego, que así lo expuso en el recinto de la Cámara. Cuando Urquiza se enteró, manifestó: "Combatiendo Carriego ese proyecto, me ha honrado; hay enemigos míos que hacen más en obsequio de mi dignidad personal, que los que se llaman mis servidores y amigos." Pero, sin duda alguna, el quehacer principal de Carriego se volcó hacia el periodismo. Fundó, dirigió y se desempeñó en publicaciones periódicas de Entre Ríos y otras provincias. Fue un ferviente defensor de la actividad periodística, y cuando actuó en la Convención Reformadora de la Constitución, en el año 1903, pronunció un verdadero alegato en defensa de la libertad de prensa. Gran parte de su labor dispersa fue recogida en un volumen titulado: "Páginas Olvidadas" (1895), con prólogo del escritor y periodista paranaense, Florencio Zapata.
Tomado de: "DE PARANÁ A CONCORDIA" apareció publicado en la revista "La Actividad Humana", que se editaba en Paraná bajo la dirección de José Sors Cirera, en su número 17, de octubre de 1902, Extraída, al igual que su biografía, del libro Crónicas de Entre Ríos, compilada y prologada por Adolfo Argentino Golz, Editorial Jorge Álvarez, Bs.As., 1967)