SILVIA SCHWARZBÖCK

Actualidad de lo feo

Por Silvia Schwarzböck

 

A propósito de la Historia de la fealdad, de Umberto Eco, este artículo analiza una diferencia esencial. Mientras que lo bello aspira a ser universal, lo feo está apegado al presente y –más allá de la estética – a la reacción ajena. Es feo lo que ofende. Pero ¿quién ofende, en la era de la corrección política? Y quién se beneficia de la progresiva corrección (neutralización) del lenguaje?


Al terminar de leer la Historia de la fealdad, de Umberto Eco, puede que el lector se sienta decepcionado. La decepción se debería no tanto a un desmérito del contenido –de una historia de la fealdad sólo puede esperarse un sano relativismo: la fealdad está en el que mira, y cada época, cada cultura y cada período del arte han mirado de maneras distintas – sino a la moraleja que se saca de todo lo publicado en papel ilustración: se trata de un libro para mirar, de ahí que incluso los textos –por descriptivos – sirvan de ilustraciones. Cada capítulo empieza con una breve introducción teórica a cargo de Eco (escrita –o supervisada – con desigual esmero, según el capítulo), a la que se le intercala una selección de textos y de imágenes que ilustran los conceptos. La mayor parte de los textos son descripciones de cosas y personas tenidas por feas. De hecho, el propio Eco avisa en la Introducción que no hay teorizaciones sobre lo feo como sí las hay sobre lo bello (con la excepción de la Estética de lo feo que Karl Rosenkranz publica en 1853). Por eso –dice – hay que buscarlas en representaciones visuales o verbales de cosas o personas consideradas feas, sin olvidar que las únicas representaciones que han quedado de épocas pretéritas son las artísticas. Qué se consideraba socialmente como feo en cada época es muy difícil de reconstruir. 

La moraleja que saca el lector –después de que se lo ha invitado a leer y a mirar haciendo esa salvedad – es que no hay nada feo en sí entre todo lo que puede representarse en términos figurativos (Eco da por supuesto, sin mencionarlo, que en lo abstracto no habría fealdad, como tampoco la habría en lo que afecta a otros sentidos que no sean la vista).Al comparar los textos con las ilustraciones, el lector puede constatar rápidamente que las descripciones literarias de fealdades siempre son más libres que sus representaciones visuales. Pero a medida que avanza en la lectura –y en la observación atenta – de las fealdades de antaño, quizá no pueda evitar cierto aburrimiento. A partir de ese momento, es posible que recuerde la advertencia de Kant en la Crítica del juicio, referida por Eco al comienzo del libro, de que lo feo, a diferencia de lo bello, provoca una reacción pasional (reacción que el lector comprende que debe existir, aunque le resulte imposible, para poder reaccionar ante las fealdades del pasado, identificarse con el receptor de una época que no es la suya). 

Si lo bello provoca un placer desinteresado (desinteresado en la existencia del objeto, porque lo que place es la forma de la representación, no qué se representa), lo feo debería ofender (en el sentido de hacer doler o enojar) y llevar a interesarse en la existencia del objeto: de si lo representado es algo real, en lugar de imaginario, depende que del rechazo se pase a la indignación, el enojo, o la furia. Pero una reacción pasional de tipo agresivo no puede aspirar a universalizarse, aun cuando quien reacciona de este modo reclame que, por respeto a lo que él siente, toda la humanidad sea privada de percibir aquello que lo ofende. El problema de no poder universalizar lo feo es distinto del de no poder universalizar lo bello. El primer problema afecta al deseo; el segundo, al juicio. Juzgar algo como bello implica querer que toda la humanidad comparta mi juicio, aun cuando sepa que es imposible que todos juzguen igual y, antes que eso, que todos juzguen, por-que para hacerlo tienen que estar frente al objeto. Reaccionar ante algo como feo, en cambio, implica cuestionar a quien exhibe el objeto y desear que cese de exhibirlo: ¿en nombre e qué valor alguien desea ofender, herir, o provocar enojo? Por eso, la imposibilidad de universalizar lo feo es un problema mayor cuando se aplica al presente del que juzga, y no a la historia de la fealdad. Sólo en el presente está en vigencia lo que se entiende socialmente por feo, un concepto que, en relación al pasado, sólo puede reconstruir sea través de sus representaciones artísticas. 

Lo feo ha dejado de ser, hace ya tiempo, una categoría estética aplicable al arte. Desde el romanticismo, que redime lo socialmente feo convirtiéndolo en artísticamente bello, pasando por todas las van-guardias y todos los movimientos artísticos del siglo XX que reeducaron el gusto, no existe más la fealdad artística. Pero no por eso la fealdad sin inocencia a la que Eco le dedica el último capítulo de su libro (el piercing, el punk, el cyberpunk, la cultura cyborg, lo trash, o el disfraz de Marilyn Manson) puede ser tenida por fealdad social, si quien la cultiva lo hace para ser identificado con una tribu, y ganarse así, a su paso, adhesiones e improperios, igual que quien sale a la calle con la camiseta de su club de fútbol. 

Es feo sólo si ofende 

Para que algo sea feo siempre se dependió de la reacción ajena. Si lo que alguien muestra, por desafiante que a él le parezca, no ofende a otros, definitivamente no es feo (véase, si no, el drama de Quiste Sebáceo, el músico de heavy metal satanista que habla con la "z", en el programa de Peter Capusotto). De todos modos, no se puede aspirar a ofender al género humano en general, o sólo porque la mayor parte de él vive siendo shockeado con imágenes impactantes de la desgracia ajena (y su resistencia a ver atrocidades podría haberse debilitado) sino porque alguien se ofende cuando siente que es él, como miembro de un género al que pertenece y con el que se identifica, el que está siendo representado verbal o figurativamente de un modo por el que se pretende humillarlo. El problema de lo feo hoy responde a la pregunta ¿quién se ofende? Es la identidad del receptor la que determina su reacción pasional. A su vez, quién sea el que se ofende dependerá de quién sea el que hace pública la representación. Los que se ofendan lo harán por identificarse con un género de personas que en una época próxima (no, por ejemplo, en la época de las catacumbas, como los católicos, o en las guerras de religión de la Europa moderna, como los protestantes) ha estado en una situación social de persecución o sometimiento y ahora se encuentra en una situación social desde la que puede exigir no ser ofendido. Esos géneros, simplificando mucho, serían las mujeres, las minorías sexuales, las etnias que fueron esclavizadas o segregadas por el color de su piel (roja, negra, amarilla),las personas con capacidades especiales (antes llamadas "discapacitadas "),los pueblos que han sido víctimas de persecuciones y genocidios, y los pueblos indígenas ,ahora llamados originarios (a pesar de lo discutible que es el uso del término "originario ",en reemplazo y como traducción de "indígena " –que se parece demasiado a "indio "–,en un léxico que se pretenda mínimamente de izquierda). De hecho, de cómo uno designe a estos géneros depende en gran parte no ofender a aquellos de sus miembros que lo escuchen (o lo lean)o a quienes reaccionan en su nombre (los así llamados progresistas),porque aspiran a que nadie que pertenezca a un género otrora humillado vuelva a sentirse ofendido. La paradoja es que a ningún progresista le gusta ser llamado así, porque la palabra designa algo que, para quien la usa, resulta descalificador: quien llama a otro "progresista" pretende ubicarse respecto de él en una posición de mayor radicalidad política, independientemente de que a esa posición la acompañe con alguna militancia concreta. Si lo contrario de progresista es reaccionario, nadie quiere quedar como reaccionario por hablar de la manera incorrecta, pero tampoco, por hablar de la manera correcta, quiere ser tildado de progresista. 

No obstante, aun cuando los progresistas juzgan el uso del lenguaje con la misma severidad que los militantes de cualquiera de los géneros mencionados, los únicos que tienen entera libertad para hablar de un género que hasta hace no mucho fue estigmatizado –y para representarlo del modo en que deseen – son quienes pertenecen a él. Del mismo modo en que Evita enseñó a usar con orgullo la palabra "grasa" o la palabra "descamisado", muchos gays usan con orgullo la palabra "puto" para autodesignarse, pero eso no quiere decir que la palabra suene igual en boca de cualquiera. Siempre dependerá de quién la dice, porque la incorrección política se permite entre los del propio género, pero no entre los que no pertenecen a él. Pareciera ser que la garantía última de verdad, para estos casos, es el propio yo del que habla. . 

Para cualquier lenguaje que hable de la realidad –y en ese acto la constituya – de manera seria y heterónoma (seria por oposición a lúdica; y heterónoma –en cuanto subordinada a la realidad – por oposición a autónoma), la identidad del que habla es lo que determina su grado de libertad al hablar. 

Cuando el escritor Kurt Vonnegut Jr. cuenta por qué se negó a relatar en un documental su experiencia como testigo del bombardeo de Dresden (la matanza en pocos minutos, con bombas incendiarias, de más de 100.000 civiles, tres cuartas partes de ellos mujeres, efectuada por las fuerzas aéreas británicas el 13 de febrero de 1945,hacia el final de la Segunda Guerra),y prefirió convertirla en una novela (Matadero cinco ), la razón que da –la misma que le dio al documentalista Marcel Ophüls – es su nombre y apellido de origen alemán. Aunque en la guerra haya combatido como soldado norteamericano,¿cómo haría para que creyeran que el testimonio de un hijo de alemanes sobre lo que vio en el bombardeo de Dresden es totalmente desinteresado?La piedad con las víctimas sólo aparece –como ya decía Aristóteles – cuando se considera que han sufrido un infortunio inmerecido. "No quería discutir con gente que pensaba que Dresden merecía volar en pedazos", dice Vonnegut en Confesiones de escritores. Los reportajes de The Paris Review. Su decisión supone haber comprobado que en el lenguaje artístico se tiene una libertad de la que se carece en el lenguaje testimonial (salvo que al que hable no le importe ofender). De ahí que se haya vuelto más interesante analizar las licencias a la corrección política que las reglas que ella impone a quienquiera cuidarse de ofender. En cierto sentido, las licencias a las reglas hablan mejor del fenómeno que las reglas mismas.

Eficacia de lo correcto

Hasta ahora, la incorrección política se ha permitido –y celebrado – dentro de los lenguajes del arte, del humor, del sexo, y de la pornografía. Eso demostraría que esos lenguajes son tenidos por la sociedad como lúdicos y autónomos, con lo cual quien los tomara en forma literal, ofendiéndose, sería considerado un reaccionario o un desubicado. No ha entendido –le dirían – la índole misma de esos lenguajes, que se caracterizan por la libertad absoluta (la misma libertad que en la sociedad está limitada).Esos lenguajes permiten decir lo que no se puede decir, o hacer lo que no se puede hacer, en tanto se quiere vivir en sociedad. Generalmente eso que no se puede hacer o decir socialmente tiene que ver con algo perimido, como lo son las formas de humillación que sufrieron los géneros antes mencionados. 

Nadie censuraría el sadomasoquismo argumentando que promueve un retorno al sistema esclavista ni nadie censuraría a la revista Barcelona por promover la pedofilia al publicar un afiche con consejos para embarazar a menores de edad sin penetrarlas (el afiche fue en alusión a un caso real, en el que un juez sostuvo que una menor fue embarazada sin penetración, para darle una pena de pocos años al acusado). 

Si la corrección política sólo rige para los lenguajes no lúdicos y no autónomos y se les aplica a quienes no pertenecen a los géneros que podrían ofenderse, a la actividad humana que más podría afectar es al pensamiento político, en tanto pretenda ser crítico. Porque lo que la corrección política hace en relación al lenguaje –ordinario o especializado, siempre cuando se lo juzgue seriamente en sus intenciones de nombrar – es neutralizarlo en su dimensión de crítica política. El lenguaje se moraliza y acto de nombrar se santifica .Lo correcto nunca puede ser polémico, pero por eso mismo nunca puede aspirar a ser políticamente significativo. Sólo puede merecer una discusión política –como se sabe – lo que expresa un significado discutible, no lo que pretende ser venerado. De ahí que la corrección política, en el fondo, no sea más que una apología del relativismo, entendido a la manera del liberalismo político contemporáneo: un relativismo que considera a todas las opiniones sobre valores, ideales de vida y concepciones del mundo como igualmente insignificantes. El relativismo implícito en la corrección política no es el que asume que los derechos que hoy nos parecen irrenunciables en otras épocas no existieron, y que su conquista fue producto de las luchas concretas que se libraron a lo largo de la historia para erradicar el sufrimiento, sino el que postula que debemos practicar la tolerancia sólo por falta de argumentos para hacer valer algo como universal. 

El problema no es que quien piensa necesite libertad para poder ofender a los géneros que la corrección política protege y, al no poder hacerlo, se sienta limitado, sino que quien quiera pensar radicalmente se sienta limitado por la progresiva neutralización que sufre el lenguaje del que dispone, si es que quiere que su pensamiento sea leído dentro de la tradición cultural de la izquierda. La neutralización favorece a quien sea de derecha (aunque nadie se llame a sí mismo de ese modo) y perjudica a quien sea de izquierda (aunque sean personas de diversa radicalidad y de diversa militancia las que se lamen a sí mismas de ese modo). 

Al que expresa un pensamiento de derecha, la corrección política lo ayuda a no ofender a las minorías –bajo la forma de la tolerancia – a pesar de que todos sus dichos y sus actos –incluso el de votar – contribuyan a no mejorar la situación real en que esas minorías se encuentran. Al que tiene un pensamiento de izquierda, lo obliga a ajustarse a un lenguaje constituido de estereotipos positivos, que,al usarlo para no ser tenido por reaccionario, lo lleva a pagar el precio de ser tenido por progresista. Tal vez por eso, por la despolitización del lenguaje de izquierda, la única palabra que valdría la pena discutir si debe sacarse del léxico de la corrección política –la palabra "terrorista "– es la única que no se discute. Por el momento, en los países que previenen atentados con políticas de seguridad que, en manos de sus enemigos, las calificaban de totalitarias, la consideran todavía una palabra políticamente correcta.

 

 

 

 

Tomado de: http://www.revistaenie.clarin.com