¿Qué tienen en común los entrerrianos María Esther de Miguel, Gerchunoff, Pekerman y Blackie?

 

Por Daniel Tirso Fiorotto


Muchos eran niños, muchas eran niñas, como lo son hoy tantas víctimas inocentes, tesoros olvidados a la hora de optar por la violencia física del Estado. Las comunidades de María Esther de Miguel y Alberto Gerchunoff, plumas célebres de los aledaños de Villaguay, Basavilbaso, Larroque, conocieron en el cuero propio las persecuciones y las matanzas en Ucrania y debieron hacer las valijas en busca de un clima benigno que hallaron en el litoral.


Sus tumbas se conmueven hoy por la repetición de las escenas aterradoras en la tierra ancestral. Las regiones y las ciudades que dejaron atrás hace casi un siglo y medio están cruzadas de barricadas y trincheras para repeler con bombas molotov y algo más el artero ataque con misiles y tanques resuelto por Vladimir Putin, el presidente ruso que (como todo líder de un Estado imperial y por eso expansionista) busca resolver con gasto de sangre ajena lo que no supo aceitar a través del diálogo y otras vías. Rusia revela hoy, por si hacía falta, los peligros del crecimiento del capitalismo de Estado para la vida, como antes revelaran su peligro los sucesivos presidentes de potencias, empezando por Estados Unidos, que sostienen los privilegios de sus economías a fuerza de misil.

Tulchin en Ucrania, Betsarabia en Ucrania y aledaños, Jmelnitski (Proskurov) en Ucrania, son ciudades y regiones en guerra; topónimos que masticaron nuestros escritores argentinos tantas veces, o quedaron estampados en sus libros, como recuerdos lejanos de esa muerte que vuelve a adueñarse, y cuyas dolorosas consecuencias podemos ver casi en vivo por las pantallas.

 

La tierra prometida

El autor de “Los gauchos judíos” y “Entre Ríos, mi país”, nació en Proskurov, hoy llamada Jmelnitski, y su relación con Ucrania era tan honda que su libro más famoso referido a los judíos acriollados en nuestra provincia comienza así: “En la sórdida ciudad de Tulchin…”. El puente argentino-ucraniano cruza la primera frase. Y es que Gerchunoff dejó Proskurov de chiquito y fue niño en Tulchin; ahí sus juegos primeros, antes de ser un gurí de las afueras de Villaguay.


La autora de “Los que comimos a Solís”, “En el campo las espinas”, “Jaque a Paysandú”, hablaba seguido de sus abuelos venidos de Betsarabia, hoy también bajo asedio ruso como Jmelnitski y Tulchin; y lo hacía no sólo como referencia biográfica, porque en uno de sus cuentos más logrados, “La casagrande”, le adjudica a la protagonista que ejerce la prostitución en Larroque, cuna de María Esther, un origen probablemente ucraniano.

De las hoy Lituania, Rumania, Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, Rusia, vinieron distintas etnias que, en general, convivieron sin diferencias mayores en Entre Ríos. Y conviven (aunque el éxodo de esa inmigración judía fue vigoroso en el siglo XX). Eso también fue motivo de una armonía ansiada y agradecida. Porque si algo explica la presencia de la madre de la escritora de Larroque, Perlina Rosenthal, en este suelo, y si algo explica la llegada del propio Gerchunoff a estas lomadas, es la caza que sufrían y que cesó cuando las familias pisaron la tierra criolla, charrúa, guaraní, que a fines del siglo XIX abría los brazos al modo de una madre, a los desterrados de diversas latitudes. Claro que esos inmigrantes, principalmente los ruso-alemanes del Volga y estos ruso-ucranianos, oraban al cielo por la paz increíble que gozaban, desconocida para ellos, y en no pocos casos adherían al sistema que les dio lugar en esta “tierra prometida”, sin conocer mucho, entonces, que ese mismo sistema despótico del que escapaban había aniquilado poco antes aquí a no menos de 100.000 compatriotas, en las defensas de las autonomías de sus comunidades en Entre Ríos como en la Rioja; en Paraguay como en Neuquen. Y todo como corolario de casi 300 años de guerras de resistencia. La paz que los recibía era la paz de los sepulcros, con un tufo racista todavía en el aire.

 

Betsarabia y Proskurov

“Dos ríos distintos poblaron mi sangre: una vertiente se remontaba a Soria, en Castilla la Vieja; la otra se perdía en los campos de Betsarabia, en la lejana Ucrania”, cuenta María Esther de Miguel.


Héctor Izaguirre repite otra biografía y dice que la madre de la escritora era una hija de ucranianos nacida en las colonias entrerrianas del Barón Hirchs. En una entrevista de Cristina Mucci, comenta María Esther. “Mi mamá era hija de inmigrantes judíos que también llegaron con sus dramas a cuestas, huyendo, no sé, de los cosacos, de los progromos de Ucrania, y se habían instalado cerca de la ciudad de Basavilbaso, que precisamente era donde mi padre estaba instalando la usina”. Y luego explica que el ex ministro Carlos Vladimiro Corach “es de Las Moscas, de donde era mi madre”. (La escritora Daniela Churruarín ha publicado dos libros que permiten conocer mejor a María Esther).


Los progromos fueron linchamientos masivos a grupos étnicos, por ejemplo judíos, que obligaron a muchas familias a la emigración forzada hacia nuestro continente a fines del siglo XIX y principios del XX. El lema de los ataques fatales solía ser “matad a los judíos”. Sin vueltas.

El entrerriano por adopción Alberto Gerchunoff nació el primero de enero de 1883 en Proskurov, hoy llamada Jmelnitski, que en aquel tiempo pertenecía al imperio ruso y hoy a Ucrania. Allí se han establecido dos centrales nucleares; la ciudad es blanco central de la invasión rusa en este momento.

Ambas regiones se encuentran en el oeste de Ucrania, cerca de Moldavia y Rumania. Según el momento de su historia, pueden ser adjudicadas a Lituania, Polonia, Rusia, la Unión Soviética, pero son hoy Ucrania, y están bajo ataque.

 

Sus miradas

María Esther era de reivindicar derechos de pueblos ancestrales y señalar las arbitrariedades de la invasión europea en su tierra, la Argentina. Se escucha en una entrevista con su habitual sencillez y firmeza: “cuando mis padres se murieron, cuando fueron a dar con sus huesos donde estaba un antiguo cementerio querandí, yo dije: bueno, ahora sí, ya me siento bien de esta tierra, mis muertos donde están los muertos que eran los dueños de esta tierra, los que supimos acabar, ¿no?”.


En esa charla (y esto al margen), la descendiente de castellanos y ucranianos mostró su actitud de combate a los atropellos en varias frases que sabía suavizar con una sonrisa. Por ejemplo, sugirió que las casas contaban, antes, con una biblioteca, y “ahora están los lomos de las bibliotecas en las casas de los nuevos ricos, porque queda bien cierto airecillo entre snob e intelectual”. Mordaz, la entrerriana.

Gerchunoff exhibe la profundidad de su mirada en cada uno de sus aportes. ¿Cuánto de propio o familiar? ¿Y cuánto de las llanuras, colinas, nieves de Ucrania, de las lomadas del Montiel o las calles porteñas, para sus abordajes que nos pintan con tanto amor? ¿Cuánto de la sinagoga y cuánto de los galopecitos en su tordilla?


Con prosa bella y entradora, explica en su autobiografía la actitud de los mayores inmigrantes en las primeras faenas en el campo argentino. “Ya no eran los míseros y tristes judíos de Rusia, agobiados por el terror, envilecidos por la esclavitud. Caminaban erguidos y rompían la tierra, que ya no regaban con lágrimas sino con sudor, el sudor del labriego, de la buena fatiga… Los jóvenes se aficionaron pronto a la faena campestre. No tardaron en adoptar los métodos indígenas y aprendieron el empleo del lazo y de las boleadoras… Yo tenía una yegua blanca, ágil y ligera, que arqueaba el pescuezo y galopaba de través, bajo la presión del freno, cosa que hacía invariablemente al pasar ante alguna moza de la colonia”. Plácido, el paisaje que los recibía y al que daban los inmigrantes sus mejores galas, mechadas en la obra con profundas y bien narradas meditaciones adjudicadas a su padre y a la vecindad, en la nueva tierra sin castigos. Ya en “Entre Ríos, mi país”, reseña escenas bravas del campo entrerriano, delinea el carácter de sus asuntos, sus debates, su condición cosmopolita, su dimensión espiritual (imperdible), sus leyendas; muestra un conocimiento sereno de su gente, sus artes, sus luchas; no se deja arrastrar por la tendencia al menosprecio de lo propio que dura hasta hoy en tantos claustros. Y sin descuidar su prosa poética se empantana por ahí en consideraciones políticas. “Después de las guerras de la libertad lo esencial consistía en el desgauchamiento”, dice y, con matices, parece derrapar hacia la ilusión colonial de la “civilización” contra la “barbarie”. Pero si bien en la selección de nombres de déspotas y demócratas nos confunde, detesta al autócrata, al dictador, y valora una condición que considera propia del entrerriano, el meterse en todo, en lugar del famoso “no te metas” que algún autor adjudica al porteño. Hay que apuntarlo, porque estamos ante un ucraniano metido hasta la médula en la idiosincrasia argentina, entrerriana; consustanciado con el pueblo que le brindó un abrigo y que ama.

 

Imperios coloniales

Ayer nomás, el macho inglés, francés o estadounidense destruyendo los pueblos de Irak o de Libia, para quedarse con sus economías, con el pretexto de los déspotas y de las armas de destrucción masiva. Que las verdades a medias son el alimento sagrado de los imperios.

Hoy, el macho ruso usando y abusando de sus hermanos de Ucrania, a cuyo gobierno también le atribuye peligrosas armas biológicas y cosas por el estilo. Abusando, como los hombres que frecuentaban a la ucraniana Schura Kernerech de La casagrande. María Esther escribe con vuelo y presenta con picardía, de modo aleatorio, otros abusos, en paralelo a la prostitución por hambre. La casagrande “quedaba detrás de ese ombú, al filo mismo del pueblo y como separándolo del campo ancho y abierto, liso y llano, apenas detenido por una y otra chacra que habían podido resistir, Dios sabe cómo, la invasión de los latifundios que reptando, arrasando alambrados y ranchos y majadas, llegaron a instalarse en los límites mismos de las casas”. Allí la casa, visitada sólo por varones, mientras las mujeres se dedicaban a preparar la ropa y la comida…


Ese relato de la nieta de ucranianos, una perlita de nuestra literatura, vuelve y nos interroga. Aquellos que nos sentimos atacados hoy por el ejército ruso o por la OTAN en sus guerras alternadas, somos herederos de otros que atacaron sin piedad, por aquí nomás, del ombú para el fondo, a una Schura con abuelos pastores en las campiñas de Ucrania. Somos nietos de los que naturalizaron el abuso; si guerra, soborno, violación, hambre y destierro son piezas de un mismo rompecabezas.

María Esther lloraba por sus mismos abuelos, como lo hacía por su vecina hecha un trapo que en el cuento es más que vecina. Todo eso antes de temblar en su tumba hoy, por el nuevo terremoto imperial arrancando de cuajo criaturas indefensas. Pero el cuento, que la realidad supera sin dudas, nos pregunta quién tira la primera piedra. Abusar del débil, de eso se trata: pasa en Ucrania como pasa en Palestina; pasa en Libia como pasa en los pueblos kurdos. Los mismos ingleses que se rasgan las vestiduras con razón por los atropellos de Putin (el pretendido macho alfa que amenaza una y otra vez con desenvainar sus cabezas nucleares), han desoído sin razón decenas de declaraciones de las Naciones Unidas para que su imperio colonialista inicie conversaciones con una de las víctimas de sus andanzas: la Argentina, en el Atlántico Sur. La guerra desnuda hipocresías coloniales y transparenta el riesgo de explosión del mundo en un santiamén. Se están cumpliendo 40 años de la guerra de las Malvinas y los invasores imperiales tienen el desparpajo de presentarse hoy como víctimas.

 

Tulchin y Odesa

Gerchunoff vivió en la colonia Rajil, cerca de Villaguay, un poco al norte de Las Moscas y Basavilbaso. Las colonias judías tuvieron un desarrollo formidable en el corazón de Entre Ríos y dejaron huellas en la organización comercial, las cooperativas, la salud, la literatura y otras artes, la producción, los alimentos, la comunicación, la educación, los oficios, en fin. Hay numerosos testimonios, pero la narración de Gerchunoff es una vía incomparable para tocar las honduras de ese encuentro de comunidades judías y criollas. “En la sórdida ciudad de Tulchin…”. Así comienza la obra más famosa de Gerchunoff, “Los gauchos judíos”, ambientada en la Entre Ríos conocida por las luchas autonomistas, federales, republicanas. Tulchin o Tulchyn es una ciudad de Ucrania, bajo asedio ruso.



“En la sórdida ciudad de Tulchin, perpetuamente cubierta de nieve, ciudad de rabinos gloriosos y de sinagogas seculares, las noticias de América llenaban de fantasía el alma de los judíos. Cuando algún rabino forastero predicaba en el templo, cuando en los telegramas de algún diario de Odessa se hablaba de las tierras lejanas del Nuevo Mundo, los israelitas se congregaban en la casa del vecino más prestigioso para comentar con talmúdica gravedad los proyectos de emigración”.

Eso escribía Gerchunoff hacia 1910 sobre su historia reciente. Para no perder el hilo, veamos lo que acaba de declarar el actual presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, sobre la guerra: “Se están preparando para bombardear Odesa. ¡Odesa! Los rusos siempre han venido a Odesa. Siempre han sentido solo calidez en Odesa, solo sinceridad. ¿Y ahora qué? ¿Bombas contra Odesa? ¿Artillería contra Odesa? ¿Misiles contra Odessa? Será un crimen de guerra. Será un crimen histórico”. Un secretario del Consejo de Seguridad agregaba que el plan del invasor consiste en “tomar ciudades clave, desangrar a las Fuerzas Armadas de Ucrania, crear una situación de catástrofe humanitaria para la población civil”.

Este tipo de violencia no fue registrado y menos padecido aquí por los inmigrantes ucranianos de hace siglo largo, pero era lo que habíamos sufrido poco antes de su desembarco, con las invasiones diversas contra nuestros pueblos, desangrados en la defensa. Los opresores de estos pagos no se llamaban Bush ni Putin, se llamaban Andonaegui, Sarratea, Rosas, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca; y como se salieron con las suyas se atornillaron en los pedestales y en las aulas hasta el día de hoy. Es tal la tabla rasa que genera un triunfo militar sobre los pueblos sometidos que, en nuestra tierra, señalar a los machos racistas, opresores y genocidas cae mal incluso en las élites intelectuales colonizadas, renuentes a mover un milímetro siquiera sus bronces manchados de sangre.

El historiador Pablo Camogli dice que sólo en las guerras fratricidas murieron 100 mil personas en nuestro país, en 430 batallas, hasta que se aseguró la continuidad de la colonia con metrópolis en Buenos Aires (ciudad y provincia). Las primeras víctimas se contaron en batallas registradas en Entre Ríos: Mandisoví en 1813 (Federación), y el arroyo Espinillo en 1814 (cerca de Paraná); y las últimas en Entre Ríos (defensa jordanista), y en Neuquen (genocidio del País de las Manzanas gobernado por Sayhueque).

 

Eichelbaum, Efron, Peckerman

El primer párrafo transcripto de “Los gauchos judíos”, en su capítulo titulado “Génesis”, que es el que abre la puerta, adquiere hoy plena vigencia. Veamos cómo sigue el relato: “Jacobo se acordaba de esas asambleas. Era el tiempo en que las leyes excepcionales se multiplicaban en el santo imperio de las Rusias. Las picas de los cosacos demolían sinagogas antiguas (véase aquí la coincidencia del relato de Gerchunoff con la historia familiar de María Esther de Miguel Rosenthal, que señaló persecuciones de los cosacos a sus ancestros)… y los viejos santuarios traídos de Alemania -sigue Gerchunoff-, santuarios historiados, solemnes y nobles, en cuyo remate resplandecía el bitriángulo salomónico, eran conducidos por las calles en los carros municipales”.

Tomamos la vida de estos dos periodistas y escritores como ejemplo en la relación ucranio-argentina, con esta aclaración: trayectorias parecidas se encuentran a cada paso. Un caso: César Tiempo, judío peronista nacido en Ucrania en 1906 como Israel Zeitlin. Este autor se adelantó en versos a “La casa grande” de María Esther de Miguel al narrar los sentimientos de una prostituta ucraniana. “Me entrego a todos, mas no soy de nadie….”, leemos. Y muestra una inclinación decisiva a la incorporación a la tierra que los recibía, pero con el orgullo intacto: “Yo nací en Dniepropetrovsk”, dice uno de sus poemas, en valiente actitud de resistencia al nacionalismo racista argentino de entonces. Hoy, llamada Dnipro (a orillas del Dnieper, con una población como Rosario), su ciudad natal es una de las urbes industriales pujantes de Ucrania, con sus aledaños bajo fuego hace rato, por la guerra de guerrillas separatistas del Donbás (previa a la invasión directa del presidente Putin). El cambio de nombre se debió a una decisión de Ucrania: quitar de su toponimia la presencia simbólica de zares y bolcheviques; pero es claro que el Estado ruso no ha visto con buenos ojos esa independencia.


Así como los Gerchunoff, los Rosenthal, los Zeitlin, si indagamos en los padres y abuelos de los entrerrianos Samuel Eichelbaum (dramaturgo, “Un guapo del 900”, “Pájaro de barro”), Paloma Efron (Blackie, periodista, cantante), José Pekerman (deportista, director técnico), y tantos otros famosos o menos conocidos, seguro hallaremos huellas por el estilo, de víctimas de la rusia zarista, principalmente, esparcidas por nuestro territorio, es decir, convertidas en nosotros. Somos nosotros.

Y bien: intentamos mostrar la prepotencia colonialista y sus víctimas, en un caso de estas horas tristes que nos llenan de impotencia, a través de dos expresiones de la literatura argentina, entrerriana, con testimonios de violencia narrados en primera persona. Y sin negar que las estructuras creadas después de una invasión “exitosa” tienden a ocultar las atrocidades del sometimiento y a hacer, de monstruos, próceres. Así son las cosas en el mundo y en la Argentina. La política, la guerra, los estados, no reconocen, entre sus fuentes, la verdad.

 

Fuente: El Entre Ríos.