El trazo cósmico, por Carlos Battilana
Presentación del libro La voz (Poemas del caleidoscopio) de Stella Maris Ponce.
Stella Ponce se pregunta por la voz no sólo al articular los sonidos de sus poemas y canciones sino también al presagiar una presencia secreta en las cosas. La voz propia y la voz ajena parecen ser su objeto de interés. De hecho, la trama de este conjunto de poemas cuyo título, precisamente, es La voz, está impregnada de epígrafes, hablas y referencias a la memoria que incluyen la perspectiva individual y la dimensión colectiva. La poeta elige palabras y enhebra versos, y al hacerlo, despliega una inflexión de tono cadencioso que es también una rúbrica de su escritura. Cadencia y precisión son rasgos decisivos en esta poesía. Ahora bien, ¿de qué modo se da el paso de la palabra pronunciada a la palabra transcripta? Además del acto de escribir, tópico que ya aparece en el primer poema, estos textos refieren el acto de aguzar el oído y escuchar un susurro que proviene de los objetos del mundo: “las cosas tienen una voz, algo que decir o cantar o callar”. La cultura y la naturaleza aparecen en estado de disponibilidad. Si bien la voz se manifiesta como un signo personal que se arroja al universo, las voces de los otros regresan a través de una amorosa escucha a la manera de un precioso polvo material. La poesía de Ponce es análoga a una artesanía fundada en “el tallado silencioso de la respiración”, que incluye la trama oculta de la vida hecha de pequeños ecos de reciprocidad. Por ese motivo, las referencias al ritmo son tan frecuentes. La poeta modela y modula la lengua en ese pasaje de la oralidad a la escritura. De modo análogo, el carpintero indaga la corteza del árbol buscando una forma. El poema no deja de tener nunca ese fondo sonoro de impronta oral que se transfigura en la escritura: “mi poema elige/ el sencillo eucaliptus de corazón/ fragante, bálsamo para la voz/ herida que cambia corteza áspera/ por lonjas suaves”.
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Ponce escucha un principio rítmico que late de manera microscópica. El latido cardíaco y la frecuencia de la respiración son indicios de una proyección más amplia. Los acontecimientos cotidianos que describen estos poemas no dejan de ser la continuidad de un trazo cósmico que los impulsa y, a la vez, los contiene. Cosmos y materia son dos términos que corresponden a un mismo imaginario enigmático. Como dice el epígrafe de Oscar Wilde, lo misterioso no radica en aquello que no se ve sino, por el contrario, lo que despierta asombro es lo visible: “El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. Ver, escuchar, tocar. Operaciones que participan de una liturgia material que no deja de ser sagrada. Aquí lo sagrado, más que responder a una doctrina ya escrita, es la expresión de un camino personal: explorar paso a paso, prospectivamente, las leyes secretas del mundo. El presente, de ese modo, hace vibrar “la cadena ancestral” en función de la vida futura. Lo sagrado es una experiencia amorosa de apertura a aquello que fue arrojado y que permanece silencioso en su quietud. Las percepciones habilitan un lazo con la intemperie, con aquella zona inasible que no se logra descifrar pero a la que le damos la bienvenida y a la que alojamos en nuestro pequeño mundo como fuente de misterio y esplendor.
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Tanto Baudelaire como Rimbaud percibieron una secreta plenitud detrás de la sucesión y la contingencia. Los sentidos perceptuales presienten una profunda unidad. Los sonidos y los perfumes se confunden entre sí. Las vocales se corresponden con colores. La iluminación del instante hace confluir la cronología con una pequeña eternidad. Si bien las cosas del mundo parecen estar arrojadas como una heterogénea riqueza abandonada, sin ningún criterio taxonómico, esa aparente fragmentación es una especie de partitura donde cada movimiento y cada elemento parecen tener un lugar que es analógico: la resonancia de otra resonancia. Al referirse a los poetas románticos, Octavio Paz escribe en Los hijos del limo: “La analogía concibe al mundo como ritmo: todo se corresponde porque todo ritma y rima. La analogía no sólo es una sintaxis cósmica: también es una prosodia. Si el universo es un texto o tejido de signos, la rotación de esos signos está regida por el ritmo. El mundo es un poema; a su vez, el poema es un mundo de ritmos y símbolos. Correspondencia y analogía no son sino nombres del ritmo universal”. Stella Ponce participa de este punto de vista: “había una rara sensación de unidad en la percepción como si lo visual se uniera a lo auditivo”. Es por eso que el subtítulo del libro (“Poemas del caleidoscopio”) alude a la visión de un prisma de colores y de formas diferentes. Para Stella Ponce, el mundo es expansivo, pero no fragmentario. La materia se multiplica de manera simétrica pero no deja de responder a un orden. A la manera del aleph borgiano, percibimos el mundo desde una abertura. La percepción no incluye sólo la mirada. En este libro, ver también es escuchar, hablar, rozar y sumergirse en una fluencia que supone una ética de la atención. En este caso la poeta no solo percibe el ritmo recurrente del mundo sino también la diferencia de lo mínimo en lo siempre igual. Sístole y diástole. Claridad y oscuridad. Día y noche. Sí. Pero también la experiencia diaria inscripta en el tiempo de la historia: “más allá del sonido/ aun/ dentro del ruido/de la rutina y el ritmo/ del devenir// ahí/ en el centro de todo latido/ en el pulso vital/ está tu propia cadencia”. Las pérdidas, las desgarraduras y las contusiones atraviesan la percepción. En la visión de Ponce, la experiencia microscópica de lo contingente puede inscribirse en un flujo celestial siempre y cuando los anhelos de la vida formen parte de una esmerada atención. Por eso la poeta dirá con incansable curiosidad e incansable fe: “como un mendigo reviso cada cáscara/ entre papeles y restos de yerba:/ busco las simientes que voy a plantar/ pequeñas, negras, brillantes y resbaladizas/ tienen la naturaleza frágil/ de todo objeto del deseo.”
Carlos Battilana
Almagro, 26 de mayo de 2022.