Tinta y niebla, por Azul Chiodín

 

Reseña de “El lugar en el que estoy cayendo” (Editorial Municipal de Rosario, 2022) de Paula Galansky.

 

Uno de los haikus más conocidos de Bashō dice simplemente: “Niebla matinal sobre una montaña sin nombre”. Me gusta cómo, al igual que esas botellitas que contienen barcos o paisajes, estas seis palabras son la miniatura de un mundo. Pero más me gusta cómo este mundo puede a su vez entrañar algo inquietante; a las montañas las recubre un doble velo de misterio: la espesa niebla de la mañana y la falta de un nombre.

            Cuando, después de una helada espera a las afueras del bar Bon Scott, pude conseguir el libro de Paula Galansky, me puse a leerlo de inmediato. Encendí la estufa, me acosté en el sillón y empecé a pasar las páginas una tras otra. Venía maratoneando los cuentos sin respiro, hasta que leí el final de “El destino de los peces”. En una playa de piedras negras, Lucía, que está discutiendo con su ex pareja acerca del futuro de la relación, se encuentra con un balde que contiene peces vivos y decide devolverlos al agua:

“Y estos son los cinco peces. Tres todavía nadan confundidos, sin alejarse demasiado de donde los soltaron Manuel y Lucía. Claro que ellos no conocen esos nombres, y solo vieron dos siluetas alargadas y oscuras a través del agua. Uno de ellos se mueve muy despacio. Va a ir quedándose quieto de a poco y va a amanecer flotando en la orilla.  Otro no va a tardar en encontrar su camino de vuelta hasta el fondo del lago, en donde va a vivir muchos años escondido de las redes y las cañas. Al tercero lo van a volver a pescar en unos pocos días, y esta vez sí va haber alguien que enseguida le dé un golpe seco contra las piedras.

            El rastro de los otros dos, pequeño cardumen de secretos desaparece en la misma noche. Su destino es tan misterioso como el de los pescadores arrepentidos o distraídos, que los dejaron en el balde.” (p.51)

            Entonces me di cuenta de que estaba haciendo todo mal, de que mi lectura atropellada (que tiende a dirigirse siempre por la pista vertiginosa de la anécdota) había pasado por alto la fina cadencia de silencios y detalles que compone cada uno de los relatos. Fue como cuando finalmente le vemos la boca y el mentón a alguien que solo habíamos conocido con el barbijo puesto. El nuevo elemento recompone el cuadro general, hay algo así como un re-insight, y, de repente, nos damos cuenta de que en realidad nunca conocimos a la persona, de que todos sus gestos, sus expresiones e incluso sus palabras tenían un sentido ligeramente distinto al que le habíamos atribuido. ¿Y entonces? Entonces, el haiku de Basho. Y los peces. Primero, los tres trazos del destino, como las líneas de la mano o como las fronteras de un mapa, que esbozan, a través del movimiento, un paisaje. Pero luego, silencio. Al igual que dos gotas de agua que caen sobre la tinta, los otros peces, en lugar de describir el espacio, lo difuminan.

            Los cuentos de El lugar en el que estoy cayendo componen escenarios oníricos. No en el sentido surrealista de la palabra, en un mejor sentido. En la contratapa se habla con precisión de paisajes emocionales. Como en los sueños o en los recuerdos, el paisaje es un mundo precario y provisional que se arma y se desarma a cada paso que dan los personajes. Y, como también ocurre en los sueños y en los recuerdos, cada uno de estos mundos pareciera envolver con su bruma el corazón secreto del relato, del que solo escuchamos el rumor apagado de sus latidos.

            Líneas sobre plano: estos paisajes están hechos de un desplazamiento silencioso pero imperturbable. Supongo que de allí el título del libro, que es, a la vez, el título del último de los cuentos y el más inquietante del conjunto. Aquello que cae pareciera trazar, con su trayectoria, el mapa del mundo que está apunto de desintegrar. A los ojos ciegos de este gigante, la Tierra es una maqueta hecha de miniaturas desperdigadas azarosamente: el canto premonitorio de unas ballenas, dos amigas que escuchan música y bailan en una terraza, una gatita ciega acurrucada en el motor de un auto. Sin embargo, esta historia se aleja de los apocalipsis de bombos y platillos que últimamente no se cansa de anunciar el cine, se trata más bien de un fin del mundo íntimo, modesto. Por eso, el  registro del relato no sintoniza con el de las películas con las que uno podría ponerlo en relación a partir de su evidente afinidad temática, como Melancholía o la más reciente Don’t look up: aquí no hay alegorías ni sátiras grandilocuentes. En cambio, sí me recuerda a las últimas escenas de Synecdoche, New York, cuando el filme logra despejarse del lirismo y de la saturación narrativa que venía arrastrando hasta ese momento para ingresar de lleno en el paisaje anímico del protagonista. Caden Cotard (Phillip Seymour Hoffman), director de una gigantesca obra de teatro basada en su propia vida y que termina ocupando el lugar de su propia vida, abandona su creación en manos de una narradora. Una voz femenina y maquinal lo guía hacia su destino, mientras recorre los inmensos sets de grabación abandonados y vacíos (unos adentro de otros, porque la obra de su vida, debe contener, a su vez, a la obra de su vida), la escenografía se va haciendo cada vez más minimalista a medida de que Cotard se va olvidando de sí mismo. La narradora le va susurrando al oído:

“you think only about driving –not coming from any place; not arriving any place. Just driving, counting off time. Now you are here, at 7:43. Now you are here, at 7:44. Now you are…Gone”.

Todo concluye con un lento fade out al blanco. Al igual que ocurre con este final, en el relato, las descripciones de lo que, por no encontrar una palabra más apropiada, debo llamar narrador se encuentran signadas por ese tono tan particular que Borges definió como una tristeza impersonal. Quizá porque sabe (tampoco encuentro una palabra más apropiada) que, arrancado de su lugar de origen, se ha convertido meramente en una fuerza que se arroja a toda velocidad hacia la destrucción. Quizá porque sabe que es puro movimiento y que, como todo movimiento, está hecho de tiempo y, por ello mismo, de muerte y silencio.

 

Fuente: Ubik Revista.