Edic. Osvaldo Colombo, Buenos
Aires, 1973,
EL
OFICIANTE
Mi
nodriza tenía la exacta edad del tiempo,
conjuros para destruir las larvas de la lluvia
y un cascabel color de higo con el que llamaba
a los extraños sacerdotes de la estirpe.
Venía de una región donde los pastores
empurpuraban la tierra con sangre de gusanos,
adoraba a ciertas especias aceitosas y en cada
nueva luna ofrecía el sacrificio de un cordero
para proyectar la fecundidad de la simiente.
Cuando crecí, me entregó un talismán donde
se señalaban las leyes del Universo, la rotación
de los siglos y un calendario para conjurar las
secretas alquimias que el aire enciende.
Finalmente me señaló el camino y, lejos de su tutela,
como un perro guardián sondeando siempre las
emanaciones, arrojé sobre la tierra la
metamorfosis de los más graves exorcismos.
Desde entonces
leo en las cenizas los principios
sexuales de
los escarabajos, negocio con las
caravanas de
tortugas, muerdo los dedos del profeta
soplando una
música de códigos ancestrales.
Resistente
como un matorral, recojo el hilo
de los eunucos
anónimos, el escorpión zodiacal,
los dictados
del cuerpo y el hipnotismo que
engendran las
impías semanas.
Destilando
esos sermones de apreciación,
tiempo y
espacio me pertenecen. Expreso que mi
poderío es un
idioma cargado de tufo violento,
de cosas
contradictorias que sólo se ven desde
las postales
de una lencería humana. Embrujador
y embrujado,
canto a los mártires en su propia inquisición,
a los
pervertidos y fracasados
libertinos, al
tallo de la provincia que levanta
la fábula. Y
cuando todo cruza con la caliente
marea del
estío, mi corazón relata, como un viejo
semental, el
amor con el desorden más completo.
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