No.
Anchoas en el río no hay
me dijiste
serio, seco, descreído de mí y de mi aguada palabra.
Y me cebaste un mate, amargo, lavado, y me dijiste Imposible, niña, gurisa, la anchoa es un pez de mar, no de río, de mar, como la caballa.
Y yo, que no sé de hábitats marítimos pensé qué lindo montar una caballa y salir a cabalgar entre las olas, qué lindo, cómo ir a cuestas de una raya bordeando las orillas...
Y me dejé llevar por tu sapiencia y te cambié de tema.
Entonces nos inundaron los colores y la luna nos dejó en silencio a los dos y te dejaste acariciar y me dejé tocarte. Y te dejé entrar en mí. Vos y tu conocimiento de la fauna, tu breve pasión por lo salvaje. Vos, entrando en mí con delicada furia mientras el bote se ladeaba de un lado al otro, de un lado al otro, de un lado al otro, y la luna, cubriendo la noche con su aliento blanco y el río, tibio caminante debajo de nosotros, de nuestro amor desnudo, de nuestro húmedo amor.
Algo sentíamos. Algo que iba más allá de la noche, más allá del lugar, del sexo ligero y cálido como el verano, como la ropa del verano, algo que andaba en el agua, que se movía además o también en el vaivén de nuestro abrazo.
Anchoas pensé. Anchoas te dije.