Ait illi Jesus: Amen dico tibi, quia in hac nocte, antequam gallus cantet, ter me negabis.
Mateo, 26.34
I
Por aquel tiempo vino a vivir con nosotros la abuela de mi padre; como no podía ser de otra manera, nos enamoramos perdidamente. Una noche la oí decir que se suicidaría con un frasco de dulce de leche San Ignacio. Ella, claro, era diabética.
Desde entonces endulcé mi propia merienda con mermelada diet (no podía permitir que se tentase) o le regalaba dibujos con soles inmensos de crayón amarillo −esto según recuerdo, pretendía un mensaje subliminal de vida. Todas las noches le hacía prometer algo, no importaba qué (cualquier pavada constituía mi póliza), importaba el aplazamiento de un compromiso pendiente.
Me empeciné, también, en medirle su alegría. El talle más chico era el monalisa (una torsión en la comisura que le ablandaba la cara). Le seguían distintas gradaciones, pero yo necesitaba su carcajada: es decir, el temblor de su mole y agüita en los ojos… de ser posible, que al final tosiera. Todo este asunto me preocupaba especialmente de noche. Los suicidios ocurrirían de noche y nadie podría suicidarse con restos de risa en el cuerpo. Entre las medidas adoptadas, hubo cierta misión... arriesgada, de acuerdo, pero ineludible: tuve que requisar su placard. Como no sabía qué aspecto tenía el frasco de la marca San Ignacio, me sobresaltó un extraño ungüento (felizmente se trataba de una especie de cera). Me topé también –entre lo que parecían sus cosas más queridas– con la estampita de mi bautismo. Con un beso firme en la pequeña imagen (una pálida Madona), juré absoluta lealtad a su causa. Restaba hurgar bajo la pirámide de zapatos viejos; desenterré una caja sorpresiva. Quité la tapa con el lento terror de encontrar el brillo mortal de una cuchara..., pero sólo había algunos australes enrollados con gomita elástica. Los dejé intactos: como decía un primo de mi padre, a los fajos de guita los carga el diablo. Ella encontró todo revuelto y me surtió un cachetazo espléndido, pero yo no me excusé, ni lloré; esa era la idea que tenía de un héroe, y yo, como todos, sabía que si uno no es un héroe la vida no vale nada.
Aunque me dieran pudor sus bombachones, no cedí en mi intromisión. Para no dejar mis huellas dactilares me calcé guantes de cocina. Cuando dejó de notar mi espionaje, volvimos a ser los mejores amigos.
Sentada por la noche al borde de mi cama, Abuela abría alguno de los tomos de El tesoro de la juventud. El cono de la lámpara bañaba la escena con un aire mistagógico. Yo le preguntaba por las palabras difíciles: Abuela, ¿qué es “mistagógico”? Mi madre siempre arruinaba nuestro aquelarre susurrante: irrumpía con su greñas malhumoradas y un camisón muy cotidiano para que la aceptásemos como sacerdotisa: ¡Pero, Doña Antoña! decía, y su prosa nos desmantelaba el encantamiento: ¡Me despabila al chico!
Y leía, leía como si exorcizase. Su voz superaba la flauta de Hamelín: desalojaba ratas y convocaba un vendaval de cisnes (de acero fundido, claro, para que ningún matón de vanguardia les torciera el cuello).
Una noche leyó un cuento en el que hubo algunas interferencias: los personajes mudaban de nombre y cundían los “entonces”. El final fue abrupto y explícito: revolucionario de los finales cantarines: “Y Colorín colorado... al carajo con todo”. Supe que se trataba del mejor cuento del mundo. Ella, como siempre, me dio un beso y yo, como siempre, me arrebujé de frazadas y puse cara de ángel exhausto... Pero ya nada sería lo mismo, contagiado por el vértigo del cuento, acababa de tomar la decisión más importante de mi vida: Jamás volvería a dormir.
(¡Se me despabila el chico!!)
No despilfarraría mi vida babeando almohadas. Costaría pero ¡quién tiene tiempo para siestitas! ¡Qué cerca están las verdades que necesitamos! pensaba, y me reprochaba el malgasto de tantas noches, con sus comparsas deslucidas, sus argumentitos locos, falsamente compensadores. Mientras la humanidad soñara idioteces, apretaría el manubrio como E.T. y pedalearía. Pero bien, primero a pisar la pelota: a los grandes entusiasmos les conviene el orden. En primer lugar, le haría la tarea a Fernando, mi hermano, y barrería la casa para alivianar a mamá: esto, según pensaba, aumentaría el flujo de felicidad doméstica (plataforma de cualquier emprendimiento). Recién entonces, mis ejercicios físicos: algunas lagartijas, abdominales bolitas, sentadillas: mens sana in corpore sano... En cuanto a mi entrenamiento espiritual, leería al azahar algún pasaje de
Surgieron, sí, algunas dudas biológicas: temía que la vigilia constante me acelerara el crecimiento; envejecería pronto y moriría a los treinta: la vida vendría precavida, en su estructura, contra quienes encontraran un atajo.... De todas formas tomaría el riesgo, estaría a tiempo de parar con todo cuando advirtiese la punta precoz de una barba. En cuanto a mi dieta mental intuía ya la jurisdicción de los dos cerebros: por un lado, comenzaría con método a leer todos los cuentos del planeta y, para equilibrar, me avocaría a la resolución de gigantescas columnas de números; si mi especulación no fallaban sería científico antes de los quince: porque yo, claro, sabía muy bien que si uno no es un genio la vida no vale la pena.
Los proyectos a largo plazo bien podrían convivir con algunos logros inmediatos. Haría planos detallados para tener ventaja táctica en la escondida, mediciones cronométricas que indicaran el momento exacto en que uno debía largarse a la carrera (la vida vale una minga si uno no libra para todos los compañeros).
A la mañana siguiente fingiría desperezarme, me fabricaría lagañas postizas con bolitas de pegamento seco y me revolvería el pelo. Pues bien. Redactar mi plan general de objetivos requeriría un cuaderno extra... Tendría que robar monedas o malvender mis posesiones entre mis compañeros de la escuela. Ellos habrían creído burlarme, pero la burla es el precio de los que pasamos a otro plano. ¿Qué lugar tenía Dios en todo esto? Acá nomás, casi podía verlo, levantando el pulgar, aunque de a ratos me asaltara mi teología vacilante: ¿y si no existía?...
La fe es el chamullo que les conviene a los que no existen, decía papá. Mejor, me animaba a mi vez, y me frotaba las palmas para quitarme el escalofrío: nadie sabotearía mi torre de Babel; y cuando fuese grande, a los dieciocho o diecinueve años, siendo un científico reconocido, ganaría millones y podría ayudar a Rolandi.
Rolandi nunca tomaba la leche en casa ni participaba de mis cumpleaños, pero durante la hora de educación física me pasaba la pelota en el momento exacto, con una certeza de amistad rodante. Otra clave nos hermanaba: éramos los únicos delanteros que volvíamos a defender.
Le compraría una casa en calle de asfalto, le revocaría esa carie entre los paletones, le compraría ropa limpia y el tratamiento de ortodoncia para que pronunciara la “c” en inyección y en doctor. Listo, Rolandi solucionado...
Y así pasé la noche, con el carrete chispeando como si hubiera ensartado un misil con el anzuelo. La sola pólvora de un cuento de abuela podía arder tanto como un reguero de cocaína. Abuela, abuela: ¿qué quiere decir “cocaína”? Es un narcótico euforizante. ¿Y “narcótico”? ¿Y “euforizante”?
A las 5:00 o 6:00 a.m. mis planes se disolvieron en un fango negro. Para despertarme mamá me aplicó en los glúteos unas descargas con su chispero de cocina (que es como se despierta acá, a los que tienen sueños pesados).
Fue una mañana horrible y malhumorada, mi primera experiencia de una resaca.
Nunca he sido de releer, soy un lector por yardas, un correcaminos. Pero esa vez revisé la sección El libro de las narraciones interesantes de El tesoro de la juventud tomo por tomo (eran veinte). Como la abuela no me había dicho nada acerca de un título tuve que leer cada comienzo, pero no reconocí nada que se pareciese al mejor cuento del mundo; recién entonces, y bajo el influjo secular de mi madre, que desaprobó el desparramo de libros, me enteré de que todo no había sido más que la pura invención de esa bruja que cada tanto perdía los anteojos.
“Berrinche” llamaban los adultos a la ira sagrada que sienten los niños. Encontré a la abuela en el patio, bajo la parra. Me acomodé en el suelo, entre uvas aplastadas y le exigí que declarara dónde, en qué páginas, podía confirmar yo el cuento de la otra noche. Tenía los ojos opacos. En su boca no había ni siquiera el talle monalisa. Contestó que me fuera a jugar, que estaba cansada. Me paré y le grité que era una vieja mentirosa, y una indigna.
Yo no sabía bien qué quería decir indigna. Pero ella sí.
II
Aunque no hubiera visto una sola valija, me dijeron que la abuela se había ido a Buenos Aires; si me decían al Cielo, me iba a dar cuenta de que se había muerto. Sin la abuela, empecé a mirar más tele y a dormir más temprano; al tiempo trasladé todas mis energías al ámbito social.
Corrían los tiempos en que el pastor de pueblos, el musulmán riojano, todavía no separaba tanto las aguas; no toda casa grande se convertía en una School y la sarmientina escuela Normal, albergaba un amplio espectro social…
Entre los pupitres estatales se repetía la distribución espacial de los barrios ciudadanos. Rolandi, por ejemplo, centraba el gueto del Oeste. En el ala norte, rodeada por la envidia sonriente de sus damas de compañía, y custodiada lo más cercanamente posible por su séquito de aduladores: con su pelito suelto de Botticeli, sus ojitos aguadísimos, su vestuario infinito y atinado, su cartuchera rebosante, sus dientes cinco estrellas, su talle yogurísimo: ella. Yo, debo admitirlo, ocupaba en la corte un lugar destacado. Todo mi sudor de entonces quedaba en la sorda, pero feroz batalla, que librábamos por el favor de la soberana.
Los días transcurrieron con calma, hasta que a mitad de curso, una infección pulmonar jubiló prematuramente a la maestra. Arribó una “señorita” flamante, el ánimo fresco de sonriente pedagogía y la voz estentórea de su garganta inaugural. Aunque la escuela no las suministrara, con sus propias tizas de colores remarcaba las alertas de nuestros intelectitos. La luna de miel duró poco. Una mañana anunció una medida radical: a partir del lunes próximo habría una redistribución del espacio público: según adujo, la agrupación en cuadrillas distraía nuestras capacidades. El barrio alto reaccionó con vigor. Una red sub-pupitrea diseminó panfletos injuriantes, se organizaron olvidos colectivos del arsenal didáctico (mapas políticos, figuritas de la Independencia, monocotiledones germinados), y una terca platea de caritas displicentes saboteaba cualquier innovación didáctica. Se llegó incluso a decir que el ancian regim era duro, sí, pero se aprendía. Se cayó en la llorosa evocación de los méritos de la predecesora. En cuanto a las súbitas siestas que solían achacarla, se las procesaba ahora en clave de una bondad sabia y modesta, con la que se introducía una recreación consciente y necesaria a los fines educativos más augustos.
Días más tarde y con mano firme la nueva enumeró los bancos y dispuso a sorteo la reubicación. Junto al recipiente de nuestros destinos, el gordo Fernández ofició de escribano. El azar, con su macabra ironía de telenovela, juntó a Rolandi y a la Reina como compañeros de banco.
La corte se desperdigó a lo largo y ancho del aula. Solo Isabel –muy bonita por cierto, y también, claro, de estirpe agrimensurada– resistió delante de la reina como una terca guardiana. Me confinaron a una punta y no me valieron mis excusas de miope. Acaté aquello con algún oculto sentimiento de justicia.
Ya en el recreo, un renovado sentimiento de grupo auspició el mitin espontáneo.
“!Ay!” dijo
Yo no pude reír con la corte, giré disimuladamente y me alejé en busca de un paquete de tutucas. Caminé así, degustando mis tutucas pensativas, como quien fuma, y me perdí en la parte más solitaria del patio. Busqué paz detrás de unos arbustos, cerca de donde arrumbaban el mobiliario viejo... entonces lo vi: Rolandi se comía con fervor una manzana. Si Rolandi comía una manzana, era, claro, porque no tenía para el kiosco; si un miembro de la corte comía una manzana, se trataba, claro, de un touch de elegancia naturalista. Lo incomodé, pero logró disimularlo. Cuando me senté a su lado comprendí que la presunta manzana era un tomate: ¿¡Un tomate!? Y bien maduro a juzgar por las llaguitas de su piel. La tutuca me giraba en la garganta sin acertar el descenso. Si el fruto prohibido hubiese sido un tomate, Eva lo habría escupido y estaríamos todos hueveando en el paraíso.
–Mañana la final–, dije.
–Ajá –contestó.
Rolandi hablaba de a pedacitos, había que empujarlo; pero esta vez siguió solo:
–Nos toca en el Parque Ferré –dijo–. Es una cagada, la cancha toda poceada.
–Sí –contesté–; pero los pozos no favorecen a nadie.
–Favorecen al que sabe menos con la pelota.
Tenía razón y, bien mirado, sabiduría.
–¿Te gusta la maestra nueva? –pregunté, y dentro de la pregunta latía lo del sorteo.
–Parece buena –dijo.
Estudié el tomate en el extraño contexto, sin sal ni mayonesa, cachado a mordiscones, sin su otoñal tapiz de orégano sobre la superficie partida, totalmente alejado de la obvia compañía de una milanesa.
–Te cambio –dije. Rolandi fingió mirar lejos. No importa –agregué– en casa tengo uno.
Con Rolandi era difícil fingir: él sabía que yo sabía que él sabía. Le extendí la bolsita con tutucas. Rolandi encogió los hombros y aceptó. Gran condimento el hambre, si hace que uno se coma ese tomate podrido. Pero yo no tenía ese condimento y, cuando me lo acerqué a la boca, se me encogió la campanilla. Tragué sin masticar. Rolandi, en cambio, trataba cada tutuca como una ostia autógrafa y esperaba en éxtasis a que se le disolviera. “Ta´ bueno”, dije, y me relamí las encías: esa era la idea que yo tenía de un héroe, y todos sabemos: si uno es otra cosa que un héroe, la vida vale bosta.
Tuve esperanzas de que para los recreos siguientes el tema se hubiera esfumado, pero la corte se empecinó con el olor de Rolandi. Los varones desataron un juego floral que motivaba las afectadas arcadas de las damas: “Rolandi tiene olor a pie, con aceite de torta frita”, dijo Micol, y todos acordaron en la receta. “No”, dijo Canutti: “a repasador y a cuarto de servicio”. Canutti no tuvo adhesión: demasiado abstracto: “Yo sé” dijo el gordo Fernández, cuya resignación a no gustar le permitía cierta libertad escatológica a la hora de escandalizar damas: “es olor a culo, a culo mierdoso”. Las risas se mezclaron con los mohines que registraban el mal gusto (pero bien que lo gustaron). Faltaba mi parte. Tenía la necesidad de compensar mi imperfecta alcurnia con la constante puesta a prueba de mi ingenio, pero salí del paso: “no puedo oler nada” dije, y aduje un resfrío.
El sábado, en el Parque Ferré, la gran final del intercolegial. Rolandi llegó hasta el borde del área y pasó al último defensor. El arquero salió como un oso rampante con sus guantes coloridos. Rolandi amagó al arco y, magnánimo, como un ángel abotinado, me la cedió para que yo rematara.
Rolandi le abrió el telón a su carie y, como tantas otras veces, corrimos a abrazarnos. Yo sentí culpa, pero mientras me estrechaba, olí.
En el vestuario charlamos de cualquier cosa; lo noté raro, como si todavía le durase la tutuca.
–¿Andás contento, vos?
–Y claro, si ganamos.
–No, pero más contento.
Rolandi chasqueó la lengua.
Lo vi irse con el paso ancho; se dio vuelta y saludó con un grito. Y eso que Rolandi no gritaba nunca, le tenía respeto al aire. Recién entonces entendí.
Se había enamorado.
Sentí lástima y ese alivio recóndito y vergonzante que nos producen las desgracias ajenas.
Días después, ya sin espíritu de burla, más bien con irritación de derechos del consumidor,
Un aire trágico recorrió el espinazo de los varones. En los ojos de las damas relumbró la esperanza sucesoria. Es cierto, comentó Isabel (la segunda), que también compartía el sector infecto. Ustedes porque no lo tienen cerca, pero para nosotras... es asqueroso. Como si intuyese que aún debía esgrimir un perjuicio objetivo, agregó: En la prueba de matemáticas no nos dejó concentrar.
Esa semana, el olor de Rolandi se convirtió en una cuestión de estado. El lunes, Isabel vino preparada. Cuando formamos para la bandera me mostró el interior de su mochila. El proyectil de una bazuca, o algo así. “Desodorante de ambientes”, informó, “me lo compró mi mamá... dice que tengo derecho a respirar aire sano.”
Con la disciplina relajada del caso, esperábamos en el aula a la maestra. De pronto,
Ronaldi tosió.
No quiero pensar. Todo pasó tan rápido. Pero es que la Reina me clavó sus ojos celestes, me dedicó una sonrisa cómplice y yo... Tuve que sonreír. Ella giró y siguió con otra cosa, pero yo quedé cara a cara con Rolandi, con sus ojos que sabían que yo sabía. Entonces me acordé de la abuela y me chupé para adentro las ganas de llorar... porque supe, justo en ese momento, que no iba a tener la vida de un héroe.
A fin de año supimos que la Reina gustaba de un chico de otro colegio; acaso el más despechado fue Marco, porque tenía mayores posibilidades; él, como todos, conocía cada gesto de la Reina, los quehaceres de esa boca que se remordía el labio inferior, sonreía con elasticidad, hacía pucheritos contrariados, sostenía la gomita mientras se rejuntaba el pelo o mordisqueaba, con regular automatismo, el extremo de la birome.
Para el último recreo Marcos reunió en el baño una junta masculina. Todo había sido urdido. Puso su mejor cara de ladrón de joyas y sacó una birome: enseguida la reconocimos. El resto es previsible, salvo que Rolandi pasó por ahí y se acercó con curiosidad. La exposición de Marco tenía el doble propósito de deshonrar a
...
La birome reposaba sobre el pupitre monárquico con su pálpito escondido de bomba de tiempo. Era el centro de un tejido de miradas que rebotaban como láser en el cubículo del aula. La voz de la maestra flotaba lejana. Micol se arreglaba nerviosamente el pelo, y era el único que se animaba a enviar algún guiño taquigráfico. El gordo Fernández miraba demasiado a
Rolandi largó un manotazo violento y la birome rodó lejos.
La rueda se trabó: la maestra detuvo su muñeca sobre una efe y el tiempo se pinchó sobre nosotros como un gas asfixiante que todavía me aprieta la garganta; yo me abracé como si tuviera frío y me preparé a oír lo irremediable. Resentido, gritó
Entonces, lo juro, cantó un gallo.