Vienen del taller. Los golpes, el afilado sonido del acero. Debo estar muriendo y delirando. La puerta está sellada, yo la cerré. Y ahora está ahí dentro, ella, está ahí dentro. Y siento lo que nunca antes, miedo.
Estoy sentado frente a esta mesa sin atreverme, siquiera, a quitar los ojos de estas hojas sueltas. Apenas escribo. Podría estar muerto ya y no saberlo. Hay quienes imaginan que uno puede morir y no darse cuenta de ello. Nada me dice que ese no sea mi caso, ella está sentada en todas las sillas y los sillones de la casa. Está parada junto a mí, puedo sentirla. Cada tanto roza mi hombro y me estremezco hasta casi perder el aire, entonces pienso que estoy vivo aún y que por eso el miedo, que de lo contrario no sentiría nada; pero cómo probarlo. Talvez así, escribiendo.
El pecho se me aprieta contra las costillas. Camina. La escucho. Su paso vivo me raya como hielo la espalda. Si levanto la vista la vería. No quiero hacerlo, no podría verla así en todas partes al mismo tiempo. Tengo miedo. Tiemblo. Tiembla mi mano y tiembla mi letra, escribo para escaparme, para evadir el acople de su imagen en la sala. Abre y cierra la puerta, baja una y otra vez la escalera hojeando un libro en sus manos, escucho las hojas. Escucho que siempre está diciéndome algo. Hay un coro de sus palabras, de su voz en mis oídos.
Podría pasar mucho tiempo antes de que alguien encuentre mi cuerpo putrefacto doblado sobre esta mesa. Recién entonces yo vería como ese alguien entra en la casa y saca los cuerpos en bolsas negras. Hasta es momento, así cautivo, no distinguiré la vida y la muerte, no la mía. El puente que me une a lo vital que se conserva aún en mí es esto que escribo, el puente es escribir. Por eso lo hago, para saberme aún; si no lo hiciera extraviaría el latido de mi corazón dentro de mí o escucharía su último rebote aplastarse como contra una pared y caer blandamente. Como ella en la cocina, blandamente. Tengo miedo. Otra vez. El ruido…
Escucho ahora más voces, no ya sólo la suya. Las siento crecer desde los rincones vacíos. Ni una gota de lo que usted y yo conocemos como realidad quiebra el espantoso diálogo de las voces. Son hombres y mujeres, suenan como en un salón, como si todos estuvieran en una fiesta en una celebración. Como si todos esperaran algo. Se ríen y se entusiasman. Hay chicos que juegan y pelean y gritan como chicos. Hay ancianos que lloran y niñas cantando y criaturas de brazo también con sus llantos.
Me hablan, me gritan, se acercan y no quiero levantar mis ojos ni la tinta del papel escribiendo, puedo hasta sentir su mal aliento y el olor de sus pieles infernales que se acercan y pretenden envolverme, hay como un ácido en el aire. Se irán, se irán, se irán…
Se fueron tras un seco y fuerte golpe otra vez desde el taller. El acero y el silbido de la sinfín desbastando la madera. Ella nunca había vuelto al taller después de lo de nuestro Alvarito. Ella los encavaba. Yo trabajaba en la fragua el acero y ella la madera en la cierra. Alvarito siempre había andado dando vueltas, el sabía bien, no fue un accidente, fue una mala decisión de puro adolescente. Padre nuestro que estás en los cielos… me has abandonado así mi dios. Cómo pudiste hacerlo mujer alma mía.. Cómo dejar los cuchillos, nuestro trabajo, ¡¿Pero cómo?! Lo de Álvaro fue lo que fue y nos prometimos no perdernos, no separarnos y continuar la vida pero no así porque después todo se fue al diablo. Santo cielo escribir esto con los ojos así con fuego…
Porque no sé que la llevo a tirarlos al río. Éramos los dos y teníamos tanta paz, la habíamos logrado y trabajábamos con pasión y con amor. Con la misma pasión y el mismo amor con que nos amábamos, que no era una pasión ordinaria… Pero entonces nuestro hijo y sobrevino ese accidente. Y yo hice lo que ella me pidió por favor hiciera y abandonamos el trabajo. Nuestra armonía se resquebrajó hasta desaparecer y todo fue un descalabro emocional continuo y perpetuo. Entonces se me ocurrió que volviendo al taller y se lo propuse y ella se negó. Tenemos que volver al trabajo, lo mío era una suplica y ella se negaba tajantemente y yo ya no pude obedecer sino a mi deseo y mi instinto. Sentía la imperativa necesidad de volver a los cuchillos y así lo hice, en contra de su voluntad. Y no me lo perdonó, no lo comprendió. Lo tomó mal, lo malinterpretó al punto de verlo como una ofensa a la memoria de nuestro hijo muerto.
Una mañana entré al taller y había sólo una barra de acero en la que hace días trabajaba. El armario de las piezas terminadas estaba vacío. Salí corriendo a la calle. El instinto me lanzó hacia el río. Parapetado entre los árboles pude ver como abría una mochila y los dejaba caer por la barranca de piedra maciza. Los escuché golpear contra la piedra y hundirse en la profundidad de las aguas allí. Volví a casa antes que ella.
A su regreso le dije, sorprendido y molesto, que alguien había entrado a la casa y robado los cuchillos del taller. Ella fingió y no dijo nada, sólo preguntó si se había llevado algo más y terminó diciendo que era lo mejor que nos podía haber pasado. Decidí olvidarlo todo y cerré para siempre, sellando la puerta del taller. Nunca pensé, nunca estuvo ni por un solo segundo en mi mente lo que después sucedería. Sabe Dios que no miento.
Sólo nos quedaba en la casa, de nuestro trabajo de años, la cuchilla de plata. La que ahora descansa sobre el repasador en la mesada. No se por qué tuvo que decirme que también me deshaga de ella. Empezamos a discutir y cada vez lo hacíamos con más vehemencia. Nos volvimos locos, peleábamos, nos gritábamos, nos insultábamos, ella sostenía la cuchilla en la mano y amenazaba con golpearla contra la piedra de la mesada. Como desorbitada gritaba que con esa cuchilla Álvaro se había cortado y que los dos sabíamos bien lo que había pasado. ¡¿Por qué la escondiste, por que NO LA TIRASTE ESTÁS ENFERMO?! Solo tenía quince años me decía… Pero ella en el fondo sabía que ya no era un chico y que lo había premeditado así tan estúpidamente en su pensamiento adolescente pobrecito mi ángel claro que faltó diálogo, claro que no lo escuchamos, sólo Dios sabe por qué lo hizo, hijo mío tu madre nunca pudo asimilar… Nadie tiene la culpa alcancé a decirle pero la discusión se había escapado de nosotros mismos y ella estrelló la cuchilla en el filo de la mesada y fue ese maldito impulso mío Dios Santo al quitársela de la mano, las paredes se tiñeron y fue ya lo único que vi y la mano que me quemaba sosteniendo en su cuello todo el peso del cuerpo. Un fuerte mareo y un frío en la frente. Apenas podía sostenerme doblado abrazando mis rodillas. Oía entonces como un polvo de murmullos, polvo porque sentía roces en la piel de mi cuerpo desnudo y mojado en transpiración. No puedo saber cómo mis ropas se desparramaron en el piso. Después todo fue un insoportable silencio. Este silencio, en el que sólo escucho el trazo de la punta de esta birome en el papel.
De: Ratón Blanco (Colisión Libros. Buenos Aires. 2009)