El prejuicio de que algunas lenguas son más ricas, o más dulces, o más ásperas, o más concretas que otras, carece de fundamento racional, pero forma parte, como observaba Eugenio Coseriu, de aquello que los hablantes creen saber sobre el lenguaje. Tan arraigado está este prejuicio, que puede sobrevivir a los años de facultad y a varios grados académicos. Una doctora en letras me aseguró cierta vez que el inglés es un idioma de naturaleza más concreta que el castellano, ya que bedroom está formado por dos sustantivos concretos, mientras que dormitorio lo está por una raíz verbal y un sufijo. La observación no carece de interés, pero omite el hecho de que en el habla espontánea las palabras son signos arbitrarios, y que quien las usa no piensa en su formación. Si alguien dice en la mesa: «¿Me das el salero?» y su interlocutor se pone a pensar que salero es un sustantivo derivado de sal mediante el sufijo -ero, es probable que la sal llegue tarde. A la inversa, si alguien te invita a su dormitorio, no necesita decirte que en él hay una cama, aunque la palabra cama no aparezca en la raíz. Cierta gente cree que el inglés es muy rico porque los diccionarios de esa lengua tienen (al parecer: no me puse a contarlas) un gran número de entradas. La falacia tiene demasiadas aristas y refutarla es fácil pero tedioso. Ante todo, los idiomas no son almacenes de palabras: la gramática también es «riqueza»; luego, la mayoría de las palabras tiene más de un significado; no todas las palabras que el diccionario atesora son de uso efectivo en todas partes; el criterio del diccionario puede ser inclusivo o selectivo; etcétera. El castellano tiene una palabra especial para el significado «beca», el francés emplea para esto bourse, que también es «bolsa» (en los dos sentidos básicos que bolsa tiene en castellano), pero esto no es un problema para los francófonos, como tampoco los tiene un hispanófono con los muchos significados del verbo pegar, desde pegar una figurita hasta pegarle al presidente. El propio DRAE trae algo así como 101.000 palabras, pero es obvio que ningún hablante nativo usa siquiera la cuarta parte. Al mismo tiempo, como todos podemos comprobar, hay palabras que usamos y que no registra el diccionario académico, y tal vez ninguno. O la palabra aparece, pero no con el significado que le damos nosotros.
Si refutar la falacia es tan fácil, uno podría preguntarse a qué se deben el vigor y la resistencia del prejuicio. La insidiosa confusión entre lengua y lengua literaria, ya denunciada en su tiempo por Amado Alonso, es seguramente una de las causas. No han faltado historiadores de la conquista de América que afirmaran que los españoles que la ejecutaron hablaban un castellano «preclásico»: Alonso explica, con paciencia encomiable, que la lengua hablada no puede ser jamás clásica, ni por tanto pre o posclásica. Estos conceptos pueden (y no sin reservas) aplicarse a la lengua literaria, no a la que usa el pueblo para hablar con su vecino, según la definía Berceo. Hay lenguas literarias en las cuales se ha dado un proceso literario, o filosófico, o de alguna rama de las ciencias, más amplio, más largo, más rico que en otras. La traducción es la via regia para salvar esas distancias y equiparar caudales. Siempre vale la máxima de Jakobson: las lenguas no se diferencian por lo que pueden expresar (ya que en toda lengua puede decirse todo), sino por lo que deben expresar necesariamente. Quien dice en inglés She is crazy no se ve obligado a aclarar si el sentido es «Ella es loca» o «Ella está loca»; quien traduce la frase al castellano, tiene que hacerlo.
Tomado de: http://cvc.cervantes.es/trujaman